Tres eran las claves a las que había que prestar especial atención la noche electoral del pasado domingo. La primera, que el PSOE superara o no los 123 escaños obtenidos en la convocatoria de abril. También que Vox alcanzara o no la barrera de los 50 diputados, duplicando su presencia en el Parlamento español tras la anterior contención de la ultraderecha. Y, en tercer lugar, que en Cataluña el bloque constitucionalista lograra superar a la suma de las fuerzas independentistas. Las tres ecuaciones se resolvieron de tal forma que a España le toca ahora digerir un resultados electorales que, en términos generales, son malos para el futuro del país.

El optimismo del CIS con las perspectivas del PSOE quedó en entredicho ya días antes de las elecciones. Las urnas solo vinieron a confirmar que un parte de los votantes que el 28A apostó por Pedro Sánchez, castigó seis meses después su incapacidad para formar Gobierno. Y no le dio, como solicitaba por activa y pasiva, un amplio respaldo para que el resto del arco parlamentario le permitiera gobernar, a ser posible en minoría, por el simple hecho de ser la fuerza más votada. Es lo que tiene jugar con fuego y, como se aprende desde la más tierna infancia, quién lo hace corre el riesgo de quemarse. De ahí que el escueto y desabrido mensaje lanzado ayer por Pedro Sánchez al final de la jornada: "Esta vez sí o sí habrá un Gobierno progresista", no haya levantado especial entusiasmo en un país que, hasta ayer, se vanagloriaba de ser el único de Europa capaz de contener a la ultraderecha.

Sánchez está ahora condenado a pactar con Unidas Podemos, cuyo electorado también le responsabilizó, al menos en parte, de no lograr un pacto con los socialistas. Ya Pablo Iglesias adelantó algunas de las condiciones que impondrá para hacer posible, esta vez sí, un acuerdo. Entre ellas levantar el veto a su persona. Pero las posiciones maximalistas de la izquierda harán difícil superar una parálisis que tiene en Cataluña

su piedra de toque. Comunidad autónoma en la que el bloque constitucionalista (PSC, PP, Vox, C's y los comunes) suman 25 de los 48 escaños que aporta al Congreso, frente a los 23 de los independentistas (ERC, JxCAT y CUP). Un cuasi-empate que impulsará la convocatoria de nuevas elecciones en un tiempo que no será lejano.

Que Vox lograra, por su parte, hacerse con medio centenar de escaños solo podía producirse a costa de limitar la capacidad del Partido Popular de aglutinar la mayoría del voto conservador. Y aunque llega con su discurso incendiario para, según su líder, "alterar el mapa político, abrir todos los debates prohibidos y acabar con la autoridad moral de la izquierda"; la realidad es que ha logrado partir a la derecha en dos, sin posibilidad algunas de gobernar. Si su consolidación es un problema para el país, lo es aún más para la derecha en su conjunto, que ni siquiera se acercó a los cien diputados a los que aspiraba el PP de Pablo Casado.

La caída en picado de Ciudadanos no fue más que una crónica anunciada: "Somos el mismo partido, con el mismo programa y los mismos candidatos", se lamentó Albert Rivera en su mea culpa. Sin atender a dos hechos fácilmente constatables: que no se puede hablar en el Congreso con el mismo lenguaje con que diserta un camionero en un bar ("la banda de Sánchez") y que el electorado no se traga, sin más, cualquier funambulismo dialéctico.

Por lo que respecta a Canarias, tanto el PSOE como los nacionalistas canarios salvaron los muebles, mientras el PP recuperó parte de su espacio. La alianza de Coalición Canaria y Nueva Canarias superó la prueba, pese a los agoraros internos, y podría volver a jugar un papel en el fragmentado tablero que caracteriza la política nacional: "Vamos a ser vitales para defender los asuntos de esta tierra", resumió Ana Oramas. También el PSOE consolidó unos resultados que, tras los cien días al frente del Ejecutivo canario, representaba una reválida a su acción de gobierno. La sustitución de los dos diputados de Ciudadanos por los dos de Vox es, por otro lado, la muestra de que Canarias no ha escapado esta vez al ruido y la furia que representa la ultraderecha española.