A Pedro Sánchez acaba de pasarle lo mismo que a Pirro, rey de Epiro, cuando perdió a la mayoría de su ejército para ganar una batalla. "Otra victoria como esta y me volveré solo a casa", lamentó el general tras echar cuentas de lo que desde entonces se conoce como un triunfo pírrico.

El presidente interino Sánchez repitió elecciones en la seguridad de que los votantes lo iban a convertir en fijo de plantilla en La Moncloa, pero una vez más se ha visto que los cálculos, cuando se basan en meras cábalas, los carga el diablo. A más de un asesor en funciones de Rasputín le deben de estar pitando los oídos.

De esa temeraria apuesta queda como resultado una módica subida de escaños del Partido Popular y, sobre todo, la eclosión de la ultraderecha de Vox, tan antigua como el tocadiscos. Por el camino se ha oxidado hasta hundirse un partido autodenominado ciudadano que aspiraba a ser bisagra, a la vez que el PSOE se queda más o menos como estaba y su socio preferente, Unidas Podemos, pierde de nuevo apoyos, sin prisa ni pausa.

Teníamos un problema y ahora tenemos al menos dos. Lejos de volver al sosiego del bipartidismo, con sus rutinarios turnos de gobierno, los electores han decidido fragmentar aún más el Congreso, que ya se parecía extraordinariamente a una jaula de grillos. Han apostado, además, por las emociones fuertes. Si años atrás una parte del censo votante había alumbrado el tardío leninismo de Podemos, ahora otra similar acaba de convertir en tercera fuerza a Vox, que viene a ser la contraparte de los de Iglesias por la banda más exagerada de la derecha.

Franco obró el efecto

España se ha extremado, como era previsible. El trasteo con los restos de Franco obró el efecto de despertar a un nacionalismo hispano que llevaba felizmente aletargado más de cuarenta años, desde los primeros tiempos del posfranquismo. A esa funesta consecuencia hay que añadir la de los sucesos de Cataluña, donde se ha demostrado que los nacionalismos -de acá o de allá- se retroalimentan entre sí. Cuanto más alborota uno, más crece el otro.

Los añorantes del antiguo régimen a quienes Manuel Fraga bajó del monte para integrarlos en los usos democráticos se han ido ahora del PP y hasta de Ciudadanos a Vox, que acaba de experimentar un chute de nostalgia castiza traducido en medio centenar de parlamentarios.

Irse al extremo es lo más parecido a refugiarse en una esquina; pero eso exactamente ha decidido una parte nada desdeñable de los electores. Todo esto ya lo habíamos visto en los años treinta del pasado siglo, cuando el Congreso -como ahora sucede- se dividía en dos bloques simétricos de izquierda y derecha, aparentemente incompatibles entre sí.

Felizmente, esta no es la España hambreada y exangüe de los años previos a la guerra civil, sino una democracia que figura entre las veinte más avanzadas del mundo. No hay riesgo alguno de conflicto, por más que los profetas del Apocalipsis vayan por ahí dando voces que alertan de la llegada del Anticristo.

Lo propio de los bloques es bloquear

Mucho menos dramático que eso, pero, aun así, incómodo, es el bloqueo al que seguirá expuesta la gobernación del país. Nada que no hayamos visto ya en los últimos cuatro años, desde la quiebra del bipartidismo que ha convertido en interinos con carácter permanente a todos los jefes de Gobierno que asumen el cargo en precario.

Decía Borges en una de sus famosas boutades que la democracia es un abuso de la estadística. Se trata de una exageración, naturalmente; pero no deja de ser cierto que la política depende de un adecuado manejo de la aritmética.

En ese sentido, las nuevas elecciones han empeorado incluso las ya escasas posibilidades que antes había de sumar una mayoría de gobierno. El tiro fallido de Sánchez ha convertido en prácticamente imposible desde el punto de vista numérico cualquier acuerdo entre el bloque de izquierdas o el de derechas. Será que lo propio de los bloques es bloquear.

Queda tan solo la alternativa más bien irrealizable de un acuerdo entre los dos partidos más votados, como sucede en Alemania y otros países europeos donde la razón manda sobre la emoción. No es, obviamente, el caso de España, donde los socialdemócratas y los conservadores tienen tantas posibilidades de ligar entre sí como el agua y el aceite. Menos aun cuando los votantes muestran una decidida querencia por los extremos; con lo que eso dificulta cualquier diálogo centrado.

Puede que a Sánchez, de natural animoso, le consuele su pírrica victoria, aunque se haya quedado como estaba y, para más inri, sin aliados suficientes para echar las cuentas de la lechera. A la gente razonable, que sigue siendo mucha pese a las apariencias, tal vez le parezca que el interino ha hecho un pan como unas obleas.

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