Hubo un tiempo en que Albert Rivera parecía destinado a romper el tablero político español desde el centro ideológico y desde la moderación en las formas y en los contenidos de su discurso y de su propuesta. Era el chico de oro de la política española que, junto a un grupo reducido de personas en Barcelona, se inventó un partido (Ciutadans) contra el nacionalismo imperante en Cataluña y dio el salto al resto de España para intentar acabar también, o contribuir al menos a ello, junto a Podemos, con el "bipartidismo decadente" del sistema político español instaurado en la Transición. Algo han conseguido entre ambas formaciones en este sentido, pero una y otra se encuentra ahora lejos del escenario que imaginaban y al que aspiraban hace tres o cuatro años.

Este abogado barcelonés de padre catalán y madre malagueña, que en noviembre cumplirá 40 años, se plantó en 2015 en el Congreso de los Diputados, junto a un joven y dinámico grupo de 40 diputados, ya con la marca española de Ciudadanos, con vocación de bisagra política y una transversalidad digna de los objetivos más ambiciosos. El éxito le animó a pensar que podía aspirar en tiempo récord a ser presidente del Gobierno de España porque creía tener alineadas toda la constelación de estrellas que un reto así necesita. Pero la política en este país es cada vez más compleja e imprevisible, y Rivera y su partido, que ya perdieron seis escaños en las elecciones repetidas de 2016, se enfrentan en esta campaña electoral del 28-A a unas expectativas mucho más modestas de las que tenían en aquellos días de gloria efímera.

Todo, obviamente, está por escribir de cara a la próxima jornada electoral y, de hecho, las encuestas dicen que la marca naranja logrará un importante incremento de escaños hasta superar el medio centenar. Pero el lenguaje gestual y también el político que está desplegando el líder catalán denotan un nerviosismo y una inseguridad con las que, de alguna manera, viene a reconocerse alejado del objetivo primordial que perseguía. Incapaz de analizar y gestionar con sosiego e inteligencia en los últimos tiempos lo que estaba ocurriendo a su alrededor, sobre todo tras la irrupción de una ultraderecha que ha reventado la precampaña electoral, ha ido dando pasos que le han situado en un bando ideológico que poco tiene que ver con el partido que contribuyó a fundar en Cataluña y que se ha desarrollado hasta ahora con notable provecho en el resto del Estado. En el congreso fundacional de Ciutadans, Rivera fue elegido como secretario general bajo la insólita fórmula de un sorteo, ante las dificultades de solventar el asunto de otra manera ya que ni hubo primarias, ni el partido contaba con reglas internas.

Rivera ha sido desde sus inicios en política un personaje que ha evitado cualquier definición o adscripción ideológica al uso y cuya única obsesión ha sido siempre poner coto a la cultura política nacionalista dominante en Cataluña, y acabar con la influencia que el nacionalismo periférico de cualquier procedencia territorial ha tenido en los últimos decenios en el sistema político español y en los sucesivos gobiernos de España.

Pacto frustrado con Sánchez

Si en sus primeros pasos en política, con menos de 30 años, flirteó con el PP y con el sector más federalista del PSC en su comunidad autónoma, pronto se subió al carro antinacionalista durante la campaña de oposición de esos sectores contra la inmersión lingüística en las escuelas catalanas y contra una política allí cada vez más escorada hacia lo identitario. En 2006, año en que abandona ya su trabajo en el sector de la banca para dedicarse profesionalmente a la política, ya fue el candidato a la Presidencia de la Generalitat por el partido que acaba de fundar y logró tres escaños en el Parlament de Cataluña, desde donde con unas nuevas formas comunicativas y grandes dosis de simplificación del problema territorial logró que su discurso empezara a calar en los sectores más constitucionalistas de las zonas urbanas.

La eficaz combinación de un mensaje contrapujolista, con un discurso radical contra la corrupción y una ambigüedad calculada en sus propuestas económicas, aún inspiradas en la socialdemocracia clásica, proporcionó a Rivera un éxito que pronto le permitió dar el salto a la política estatal. Aunque en 2008 intentó, sin éxito, lograr un escaño al Congreso, las elecciones catalanas de 2012, aquellas plebiscitarias que Artur Mas quiso convertir en la antesala de la independencia de Cataluña y en las que su formación (CiU) perdió 12 escaños, le dieron la oportunidad a Rivera de convertir la crisis catalana en un trampolín personal. Ciudadanos logró triplicar sus resultados y con nueves escaños ya empezaba a hacer sombra al PP y al PSC. Tres años más de laberinto político y crisis institucional en esa comunidad autónoma convirtieron a Rivera en una referencia para los sectores más beligerantes contra el nacionalismo catalán en el conjunto del Estado y eso le proporcionó el éxito con el que él y su partido entraron en el Congreso en el 2015 tras dejar a su compañera Inés Arrimadas al frente del proyecto en Cataluña. En su primera etapa en la política nacional, siguió cultivando sus referencias políticas de transversalidad, de centro moderado progresista en lo social y enfatizando cada vez más su intransigencia con la corrupción, el mal que acechaba a la política española por los cuatro costados.

Quizá todo pudo cambiar para Rivera en aquellos momento claves de la reciente historia del país si hubiera prosperado el pacto alcanzado con el PSOE para la investidura de Pedro Sánchez en febrero de 2016, cuando el líder y candidato del PP en las elecciones de diciembre del 2015, Mariano Rajoy, se negó a intentar su propia investidura como ganador de esos comicios. El líder naranja era en ese momento el político de moda y el único capaz de pactar a izquierda y derecha para garantizar la gobernabilidad de las instituciones, como ya había hecho con el PSOE en Andalucía en marzo de 2015, y en con el PP en Madrid y otras regiones tras las autonómicas de mayo de ese año. Era alabado por el propio Felipe González y se empezaba a hablar de él como el favorito del Ibex 35 porque junto a su programa económico moderado, garantizaba la estabilidad política necesaria para seguir avanzando en la recuperación económica.

Esa frustrada investidura de Sánchez, como consecuencia del rechazo a la misma tanto del PP como de Podemos, y la posterior repetición de las elecciones en 2016, provocó un giro en la estrategia de Ciudadanos y en el propio perfil político de Rivera, primero pactando con Rajoy en el Congreso una legislatura conservadora, y luego apuntándose a las tesis más duras para hacer frente a los acontecimientos de Cataluña por el referéndum ilegal del 1 de octubre y la posterior Declaración Unilateral de Independencia (DUI) del 27 de ese mes. Desde ese momento, Rivera, que ya había abandonado hacía meses los principios socialdemócratas y otros muchos elementos progresistas, lo que ha provocado la marcha de muchos militantes y apoyos externos y las alabanzas de personajes como José María Aznar, ha ido dando pasos hacia una derechización del partido arrastrado por el efecto que está teniendo la aparición en España de una formación de ultraderecha como es Vox.

El miedo a ser superado en el mensaje antinacionalista y españolista por parte del PP y del radicalismo ultra le llevó a participar, el pasado 8 de febrero, en la famosa manifestación de las banderas de la Plaza de Colón de Madrid contra el Gobierno de Pedro Sánchez y su supuesto acuerdo con los soberanistas catalanes para un futuro referéndum sobre la independencia de Cataluña. La foto con los líderes del PP, Pedro Casado, y de Vox, Santiago Abascal, está marcando la precampaña de Ciudadanos y sacando el perfil más irritado y arisco de Rivera, que no se encuentra cómodo en el escenario surgido de una foto que quizá lamenta haber propiciado y ve como sus expectativas de superar al PP son historia.

Lanzado a una campaña de fichajes de tránsfugas populares y socialistas y pillado en un pucherazo en las primarias de Castilla-León, Rivera llega a las elecciones muy tocado y mendigando un pacto con el PP cuyo único argumento es echar a Sánchez del Gobierno. Aspirar a segundón en un Gobierno presidido por el novato Casado no es lo que Rivera tenía en su horizonte político y vital hace aún muy poco tiempo.