Dos mujeres de la marea

Una conversación íntima con Juana Alayón y Juana Marcelino, dos mujeres pescadoras de Los Abrigos que han remado juntas durante más de 80 años de amistad y trabajo duro.

Juana y Juanita, momentos después de su charla tras ocho décadas de amistad.

Juana y Juanita, momentos después de su charla tras ocho décadas de amistad. / El Día

Teresa Acosta

Santa Cruz de Tenerife

La mañana amaneció tranquila en Los Abrigos, con una claridad intensa, casi deslumbrante. Los alisios, que tan a menudo golpean con intensidad esta costa sureña, habían dado una tregua. Olía a mar y a mujo. La claridad del día hacía que el agua se viera más azul que nunca. El muelle iba llenándose de personas que deseaban tomar los primeros rayos de sol de un verano que se hacía esperar. Niños y jóvenes se zambullían aprovechando la marea alta, que les permitía tirarse sin miedo. Hasta las chalanas, meciéndose al compás de las olas, parecían hipnotizadas por tanta calma.

Decidimos subir hasta el Portito a visitar a Juanita Marcelino, que, asomada a la ventana, contemplaba la quietud del mar y recibía en la cara la maresía mañanera. Después de tomar café con su hija Mary, atravesamos uno de los callejones de la zona más antigua del pueblo y nos dirigimos a casa de Juana Alayón, quien estaba sentada en su silla de ruedas acompañada de sus hijas Leo y Mirita. El día animaba a salir al patio, y allí decidimos sentarnos a conversar. A pocos pasos de la mar que marcó sus vidas, descubrimos las historias de dos mujeres que han sabido remar desde niñas y sortear muchos marullos. Escuchándolas, el tiempo parece detenerse, y la marea, más allá de ser un lugar, se convierte en memoria viva de estas mujeres y de muchas otras de Los Abrigos.

La charla

Hoy Juana tiene 87 años y Juanita, 88. Comparten nombre, barrio, fatigas, alegrías y una amistad duradera. Apenas nos habíamos sentado, saqué la libreta, puse el móvil a grabar y les pedí que me contaran algo de sus vidas.

Juanita Marcelino, con media sonrisa socarrona, no tardó en responder:

  • ¿Y qué quieres que te cuente, la jambre que pasé?

Así, rompimos el hielo, y enseguida se animaron a recordar, a rellenar los huecos de la memoria de la otra y a contradecirse con cariño y respeto.

Afirman con rotundidad:

  • Nosotras las mujeres que vendíamos el pescado, somos pescadoras. Las marchantas son las que nos compraban el pescado pa volver a venderlo.
  • Yo soy analfabeta —dice Juana Alayón—, sin pena ni vergüenza.
  • Y yo le escribía las cartas para el novio —cuenta Juanita—. Muy salerosa no era —se ríe—, pero lo mayor lo sabía escribir. La mejor amiga que tenía yo, era ella y ella, tenía la mejor amiga que era yo —afirma con rotundidad.

Los recuerdos no les vienen ordenados, los van evocando con emoción, como quien saca cosas del fondo de una cesta, pero con espontaneidad.

  • Cuando jóvenes íbamos donde hacían baile y, cuando no había, estábamos golfiando aquí en Los Abrigos. Cogían tres hebras de alambre y con eso se hacían las guitarras. En los carnavales cogíamos una sábana, nos la aquellábamos por la cintura y hacíamos tiritas de papel de colores, una tira de cada color y salíamos a parrandiar allá arriba donde están Las Chafiras —dice Juana. Carretera parriba cabriando —añade.
  • Yo tenía 18 años cuando me compré los primeros zapatos. ¿Tú sabes cómo me los compré? Cada vez que iba a vender pescado, cogía una pesetita, dos pesetitas… y las iba poniendo en una botella. Y así me pude comprar los zapatos —afirma Juanita.
  • Pues los primeros zapatos que yo me compré fue cuando me casé y, cuando me los puse, me caí dos veces bajando el morro porque no sabía caminar con ellos. Tenía veintidós años —precisa Juana.

Estas dos mujeres pescadoras recorrieron durante años caminos y veredas de muchos pueblos del sur de la isla con las cestas de pescado en la cabeza —pescado cogido por sus maridos o familiares —antes de tener un coche que hiciera más llevadero su trabajo. Ambas recuerdan esa época de su vida:

  • Íbamos hasta Vilaflor caminado pa vender el pescado. A las cuatro, las cinco de la mañana nos levantábamos. A los sitios lejos, íbamos solo una vez o dos al mes. Y eso que cogíamos atajitos, atajitos y cortábamos el camino —recalca Juanita.
  • Íbamos a vender pescado. Llevábamos las lonas colgadas en la cesta pa que no se nos rompieran y, entrando al pueblo, nos las poníamos —subraya Juana.

Juana revive una escena que refleja el sacrificio y la dureza de aquellos viajes, aunque hoy lo cuentan con una sonrisa.

  • La primera vez que fui a Vilaflor a vender pescado, fui en la camioneta que tenía don José Miguel Galván. Llevaba los peones pa Vilaflor o Tijoco, no me acuerdo bien… Y mi marido estaba trabajando también, y yo iba en la camioneta con ellos, así aprovechaba pa vender el pescado. ¿Y sabes lo que me pasó? Que entré a vender pescado por el cementerio pa dentro: —¿Quién quiere pescaaado? Es que iba cansada parriba, cansada pabajo. Íbamos caminado de aquí a Charco del Pino, a Arona, al Valle…, por todo eso por ahí a vender pescado. Después, veníamos de noche, cargadas. Cuando llegábamos aquí, hacíamos un potaje de coles con lo que tuviéramos, con el potaje, se hacía gofio.
  • Vendía de todo, hasta pejeverdes que mi marido cogía. Los metía en bolsas por la tarde, en bolsitas de kilo. Los tenía que congelar porque no había hielo como ahora. Antes también le echabas sal a los pejeverdes, los ponías al sol, le dabas la vuelta, los virábamos hasta que estuvieran sequitos. Cuando estaban secos, los poníamos en el sartén y los tostábamos —cuenta Juanita—. Aquí usaban unas redes que cogían muchas salemas, galanas, bicudas, fulas, sargos… ¡Eso eran los barcos cargados! Ahora van y no jallan ni un peje. Antes se cogían tres, cuatro mil kilos de caballas, sardinas… El pescado azul que se cogía aquí en el sur, era de los barcos de Los Abrigos.

Trabajo duro

El trabajo era diario, duro y sin quejas. Las mujeres se repartían las tareas entre la casa, el campo y la venta de pescado. Juana lo recuerda con normalidad. A veces su madre se quedaba con las niñas, aunque en Los Abrigos era frecuente que niñas y niños pequeños anduvieran solos, corriendo y jugando por los callejones y por la marea. Eran otros tiempos.

  • Hacíamos las cosas de casa, íbamos también a los tomateros o al algodón que también sembró don José Miguel. Mi marido también iba a pescar, pero trabajaba en la pedrera y hacía un canto todos los días, y lo traía caminando de arriba hasta aquí y con eso hizo esta casa mía —puntualiza Juana.

También estuvieron juntas en los momentos de celebración. Las bodas, aunque humildes, se preparaban con esmero y ayuda de vecinos y familiares. Entre risas, Juana y Juanita reviven algunos momentos:

  • Ella se casó antes que yo. Yo me acuerdo que hiciste la boda en el patio tuyo. Yo me senté en el chaplonito donde tenía la puerta ella, al lado de ella me senté yo. Yo me casé al tiempo. Los colchones eran de fajina y mi tío Casiano los puso en la azotea para hacer la boda en los dos cuartitos que tenía, y en un zaguán. Teníamos pescado, mojo… Pedíamos prestados los platos por las casas, los marcábamos con un poquito de esparadrapo, le poníamos los nombres. Las dos nos casamos en Charco del Pino —asegura Juana.
  • El colchón era de crin. Y cuando hacías el amor, se oía en toda la casa —añade Juanita, tapándose la boca, intentando disimular una risita pícara.

Las dos hablan de su familia con mucho orgullo:

  • Tengo dos hembras, Mirita y Leo —dice Juana. Y dos varones que se me murieron, uno era gemelo de Edelmira, comenta con dolor. En la clínica que tuve a mi Edelmira le decían clínica Covadonga. Si nacía niño, lo ponían Celso, y si era hembra, Covadonga, por eso Mirita se llama Edelmira Covadonga. Eso lo decidían los dueños de la clínica porque el matrimonio se llamaba así. Era una clínica que estaba en la plaza de los Patos.

Juanita tiene cuatro hijas:

  • Mis hijas se llaman Mary, Paqui, Mónica y Caya. Así que te digo:

Yo tengo un rosal en mi casa

que tiene cuatro capullos

son cuatro hijas que tengo

para mí es un orgullo.

A su vez, Juana recuerda algunas poesías que Mime, su madre, escribía sobre acontecimientos cotidianos, y las recita con soltura y mucha emoción, demostrando una memoria prodigiosa.

Las dos son devotas de sus santos y tuvieron un papel importante en la construcción de la ermita de Los Abrigos. Junto con otras personas del pueblo, recogieron dinero para poder levantarla, comprar las imágenes de san Blas y de la Virgen del Carmen y también los bancos.

  •  Los sillones que están en la iglesia los compré yo pidiendo por ahí —dice Juanita.
  • Tenía un trozo de terreno de tomates pa juntar pa comprar los muebles y poder casarme. Compré el juego cuarto que me costó 3000 pesetas. Lo traje de tres veces de Charco del Pino, a la cabeza. Un día traje la cama, otro día el colchón, otro las mesas de noche…Cuatro días cargando pabajo —detalla Juanita.
  • También tenía tomateros y con las perras de los tomateros casé a una hija y con otra zafra casé a la otra —interviene Juana.

Hoy Juana y Juanita siguen viviendo cerca, en sus casas de toda la vida. Se hacen compañía y no han perdido la alegría; con su ejemplo nos muestran que la amistad puede sostenerse y alimentarse con el paso del tiempo, y que, incluso en los caminos más duros, es necesario sonreír.

 Su historia es un recuerdo vivo de la importancia de las mujeres pescadoras que, con mucho esfuerzo, llevaban el pescado desde la costa hasta los pueblos y traían productos que recibían allí, los cuales ayudaban a complementar la alimentación de toda la familia. Su trabajo constante y silencioso forma parte de nuestra historia y de nuestra cultura.

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