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Inquilinos bajo presión (III)

Loreto ocupa un chalet y la ansiedad la ocupa a ella

Tiene tres hijos, una pareja en el hospital y un aviso judicial de lanzamiento de la vivienda en la que se coló hace diez años

Loreto Sanz, barrendera madrileña. La pobreza la llevó a ocupar un chalé en El Álamo (Madrid).

De la nueva situación que está viviendo, uno de los detalles que más ha turbado a Loreto Sanz es el destinatario que figura en el aviso judicial que le ha llevado la policía a casa. “Pone ‘ignorados ocupantes’ –cuenta-. O sea, no tenemos nombre”.

Ciertamente, Loreto es una ignorada ocupante para la jerga de los juzgados, y lo es también para el fondo Global Pantelaria, tercero de los que han ido adquiriendo y vendiendo el viejo chalé que ocupa desde hace diez años. Pero el nombre de esta mujer no es ignorado en El Álamo, pequeña localidad de la periferia oeste de Madrid. De hecho, el agente de la Policía Municipal que le entregó la carta del juzgado le dijo cuando se la dio: “Siento mucho que seas tú a quien tenga que dar esto, Loreto”. Es que se conocen de verse todos los días en la puerta del colegio público, al llevar a los niños.

Tres tiene esta ocupa ignorada: una pequeña que luce diadema y abalorios en el pelo rubio y no pierde de vista el trabajo del fotógrafo que ha venido a la casa, otro algo mayor que, mientras la madre habla, anda descubriendo a las tijeretas que viven bajo las losas del jardín, y un muchacho que padece problemas de corazón, un retraso madurativo y un déficit de atención e hiperactividad que se le juntan en “una discapacidad severa que no le deja aprender bien en el colegio”, cuenta la madre.

La pareja de Loreto no está. Es albañil en paro, y se repone de una operación en el hospital. El único salario que entra de momento en la vivienda es el de ella, que acaba de conseguir un contrato de nueve meses de barrendera municipal.

Estos mimbres vitales se trenzan en una casa baja con verja de hierro, porche y jardín en la calle García Lorca de El Álamo. Es el barrio de “los chaleteros”, como llamaban en el pueblo a los que en los 80 venían a vivir a los primeros ensanches.

Pero Loreto, que no es una ignorada ocupante, tampoco es una chaletera. O lo es solo por circunstancias: no es propietaria del chalet ni lo será. Se metió en él hace diez años aplicando una lógica inexorable: “No me iba a ir con los niños debajo de un puente”, explica sin alterar su tono cansado de voz.

O sea, que se precipitó sobre ella y su pareja una serie de ruinas que dejaron atrás su periodo de relativa prosperidad. “Lo máximo que yo he llegado a ganar fue 1.500 euros, y por poco tiempo; no creo que los vuelva a ganar”, dice a sus 42 años. Entonces vivían de alquiler, pero en 2011 la construcción se quedó parada y el hombre se quedó sin sueldo. “No podía pagar el alquiler, no podía pagar la luz, no podía pagar el agua, no podía comprar comida… Pedí ayuda en muchas partes, un alquiler social… pero no conseguía ayuda, no conseguía ayuda… y no podía quedarme en la calle con mis hijos”.

"Los vecinos me conocen"

Poco antes de ese momento la crisis también había llevado a fracasar en sus pagos el ciudadano Luis García, primer propietario del chalé de la calle García Lorca. Tras incumplir su hipoteca con el Santander, el vecino se fue antes de que lo echaran. No hubo lanzamiento. Y mientras el chalé dormía a la espera de subastas para fondos de inversión, Loreto se coló con la familia en sus estancias vacías.

No se iba a ir bajo un puente, pero podría haber terminado en un edificio a medio levantar, uno de los pecios que dejó el naufragio financiero de las constructoras. En 2011, el año en que Loreto llegó a la calle García Lorca, 38.043 familias españolas tenían como vivienda una ruina, según el censo de población del INE. La madre de todas las estadísticas oficiales no recoge cuántas de esas familias eran ocupas. Cabe sospechar que casi todas.

Diez años después de cometer lo que jurídicamente se llama “usurpación de vivienda”, los ocupantes de la calle García Lorca pertenecen a la nueva y variada clase de candidatos al desahucio que propicia esta fase del mercado de los restos de la burbuja. “He pasado diez años aquí sin molestar a nadie, sin romper nada. Los vecinos me conocen, los niños están integrados en sus colegios, y ahora de repente les interesa mucho esta casa. ¿por qué?”, se pregunta Loreto.

La vocinglera televisión del salón regurgita dibujos animados para las criaturas. La madre no tiene mucho tiempo de buscar respuestas en las noticias sobre los buenos márgenes del mercado del alquiler, ni para seguir el debate de los políticos sobre una ley de vivienda. Del discurso mediático le irrita el término con el que engloba a morosos profesionales, caraduras y delincuentes con personas empobrecidas. “La palabra ‘ocupa’ es injusta –dice-. Nos cuelgan a todos el mismo cartel, y yo entré por necesidad y no molesto a nadie, no le estoy quitando a nadie su vivienda”.

Loreto padece ansiedad. cuenta que es por el temor constante a que le llegue un aviso “o aparezca una persona… Siempre vives con el miedo de si será hoy o será mañana, si estaré mañana en la calle o estaré pasado…”

El próximo 22 de febrero es el día del juicio. “Cuando me trajeron la carta de desahucio me dije: ‘Dios mío, si me voy de aquí, ¿dónde me voy?'”, cuenta Loreto Sanz. Tiene aún tres meses para negociar el dinero que el fondo nuevo dueño de la casa le ofrece por irse. Lo llaman “compensación”. “Yo no quiero dinero, quiero quedarme en mi casa con un alquiler social”, dice ella. Ya le han explicado que nunca le darán más de lo que costaría el pleito. Ese es el límite.

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