Cada vez se habla más de los productos kilómetro cero, aquellos que producen y elaboran los agricultores y ganaderos de la zona. Esos alimentos son los reyes de la cesta de la compra por su calidad y su sabor, pero ¿de dónde viene realmente la comida que llena la nevera de los canarios? Gran parte de los ingredientes necesarios para hacer un potaje de verduras en las Islas recorren antes de llegar al plato más de 25.000 kilómetros. Calabazas y judías verdes procedentes de Marruecos; zanahoria y queso de Holanda; cebolla y calabacín cultivados en la Península; y papas procedentes de Reino Unido llenan los lineales de los supermercados del Archipiélago. Además, el millo con el que se hace el gofio viene desde Argentina o Francia, aunque la mazorca de piña entera sí se cultiva en las Islas.

Canarias tiene una elevada dependencia alimentaria del exterior, ya que solo el 20% de los productos que se consumen se producen en el Archipiélago, según un estudio que realizó la Universidad de La Laguna a petición del Gobierno autonómico. Este informe refleja que el aguacate, el plátano y el mango alcanzan el 100% del porcentaje de autoabastecimiento alimentario, el pescado fresco un 75,5% y los huevos un 71%. En el lado contrario de la balanza se encuentra la leche, con un 1,9%; las leguminosas y grano, con un 4,5%; y la carne de bovino, con un 6,2%. Cabe destacar que la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) recomienda que el nivel de autobastecimiento en islas sea de entre el 35% y 40%.

No obstante, alcanzar la soberanía alimentaria en Canarias no es una utopía. Paradójicamente, en otra época no muy lejana, hace apenas un siglo, el Archipiélago dependía en mucha menor medida del exterior para abastecerse de alimentos básicos que en la actualidad. Sin los avances tecnológicos que existen hoy para maximizar el riego y la producción de los cultivos y auspiciados por la lejanía de las Islas respecto al continente, muchos de los surcos y bancales actualmente abandonados lucieron con esplendor para alimentar a la población isleña. “Hace unos 80 años paseaba un ganado de cabras por los barrios de Escaleritas o Schamann y la gente bajaba con un cuenco para coger la leche que necesitaba, porque no existía el brik”, recuerda el presidente de la Coordinadora de Organizaciones de Agricultores y Ganaderos de Canarias (COAG-Canarias), Rafael Hernández. Quien se muestra convencido de que recuperar la soberanía alimentaria de las Islas es posible y pasa por producir como antes, pero empleando las técnicas del siglo XXI. Tras declararse la pandemia de la covid-19, los agricultores canarios han percibido un mayor interés de la población por sus productos e, incluso, se han lanzado a comercializarlos a través de plataformas digitales.

La dependencia se agrava por el hecho de ser un archipiélago, ya que la capacidad de almacenaje es menor y, además, la vida de los productos cosechados en las Islas es más corta que la de los que vienen de fuera. Esto se explica, según la presidenta de la Asociación de agricultores y ganaderos de Canarias (Asaga), Ángela Delgado, por las temperaturas cálidas de las que goza el territorio. “Nuestro clima tiene una ventaja muy grande y es que nuestras cosechas son muy aromáticas y muy sabrosas pero, al tener un clima subtropical, la conservación de nuestros productos es muy baja”, apunta Delgado, quien detalla que las papas cultivadas aquí “son espectaculares”, pero no son como las de Reino Unido, que “son mucho más duras y pueden estar hasta ocho meses en una cámara frigorífica sin brotar”. Lo mismo sucede con las cebollas canarias que, al contener un alto contenido en agua, tienden a germinar, mientras que a las que vienen desde la Península en verano se les deseca los tallos y se pueden conservar cuatro o cinco meses.

Otro factor que también influye en el bajo nivel de autoabastecimiento de las Islas es que a los agricultores canarios les cuesta vender lo que producen, debido al sistema de compra que impulsan las cadenas de supermercados. Hernández señala que las grandes superficies necesitan llenar sus lineales todos los días y la manera fácil de hacerlo es importando los alimentos en grandes cantidades, porque para abastecerse de la producción local se precisaría de una compleja planificación. “Los jefes de compra buscan proveedores o gente que acumula la mercancía que ellos necesitan, esto crea un efecto fonil, porque tienes que pasar por el aro para poder vender tu producción, ya que las cadenas no contactan con los productores de forma individual”, lamenta el presidente de COAG. Además, los alimentos que vienen de otros territorios ofrecen un margen más elevado de beneficio que permite a los supermercados hacer ofertas, muchas veces por debajo del coste de producción, con las que al sector primario de las Islas le resulta imposible competir, con la consiguiente pérdida de espacio y cuota de mercado.

Relevo generacional

El Informe del consumo alimentario en España 2020, elaborado por el Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación, revela que cada canario destina al año 1.584,31 euros a llenar la despensa. Comprar el 80% de lo que se consume en el exterior supone la pérdida de una oportunidad para la economía y el empleo en Canarias. “Lo que se produce fuera genera trabajo y riqueza fuera. Destinar recursos a otras regiones o países, es economía que dejamos de mover en nuestras islas”, defiende Hernández y advierte de que, a medida que el número de productores disminuye, el precio de los cultivos aumenta, lo que “nos perjudica a todos”. Sin embargo, si la producción local creciera a unos niveles que permitieran una rentabilidad razonable, el sector primario sería más atractivo desde el punto de vista económico, social y medioambiental. Esto propiciaría, según el presidente de COAG, que los jóvenes se incorporaran a la ganadería y a la agricultura para que se produzca el relevo generacional, porque ocho de cada diez personas que trabajan en este sector en las Islas tienen más de 55 años. “Ahora hay una nueva generación, pero no son suficientes”, subraya Hernández, quien indica que “hay cosas, como hacer un buen queso de manera artesanal, que no se aprenden en la escuela, ya que es una tradición que pasa de padres a hijos”. Por esto, si se pierden activos en el campo, no solo se pierde la producción de alimentos, sino que peligra parte de nuestra idiosincrasia e identidad.

Llenar la nevera genera huella de carbono

Los productos de proximidad, además de ser de temporada y contar con mayores propiedades nutritivas, ayudan a la protección medioambiental. Cada kilo que se transporta en un barco de mercancías deja una huella de carbono de entre 7 y 45 gramos de Co2 por kilómetro, según un informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC). Así, solo el transporte hasta Canarias de los ingredientes que se precisan para hacer un potaje de verduras genera una huella de carbono de más de 650 gramos de Co2. Unas emisiones que se suman a las derivadas de la producción de los cultivos, especialmente cuando se emplean productos químicos para su fertilización. La presidenta de la Asociación de agricultores y ganaderos de Canarias (Asaga), Ángela Delgado, señala que si se abona con el compost que generan los ganaderos de la zona, la huella de carbono de la plantación “sería casi inexistente”, lo que ayuda a conservar el medio ambiente y a fomentar una economía circular. Un ejemplo de cultivo responsable es el de plátano de Canarias que, además de ser uno de los productos locales más conocidos en el territorio nacional, generan una sexta parte del Co2 que produce una banana convencional. El valor de su huella de carbono es de 195,16 gramos de C02 por kilo de fruta. Este parámetro indica los gases de efecto invernadero emitidos durante todo el proceso de producción, pero todavía no existe una etiqueta medioambiental en todos los productos que especifique cuánto contaminan. En este sentido, la Asociación de Organizaciones de Productores de Plátanos de Canarias (Asprocan) ha solicitado a la Unión Europea la creación de un etiquetado común para todos los productos, en el que se pueda saber cuánto contamina su cultivo y que así el consumidor pueda decantarse por alimentos más sanos y sostenibles.