Un niño valenciano juega a la videoconsola. Su madre hoy no irá a trabajar. Ayer le comunicaron que ha vuelto a ser incluida en un ERTE, el sexto que sufre en poco más de un año la factoría de Ford Almussafes. Y esta vez, la responsable no les (solo) la caída de las ventas de vehículos por los efectos de la pandemia global del coronavirus. Aunque pueda sonar absurdo, esa PlayStation a la que juega su hijo en el salón tiene parte de culpa. También el teléfono móvil con el que la madre le cuenta la preocupante noticia a un familiar o el ordenador con el que el padre mantiene una videoconferencia de trabajo con compañeros que están a cientos de kilómetros de distancia.

Los confinamientos en todo el mundo han hecho dispararse todavía más el consumo de este tipo de productos electrónicos del hogar. Estos terminales utilizan microchips para su funcionamiento, al igual que los coches. Especialmente los vehículos de última generación, que incorporan hasta un centenar de estos semiconductores para gestionar todas las órdenes automatizadas que incluyen los nuevos modelos, como los asistentes de frenada o los sistemas para evitar colisiones, en lo que la industria se conoce como el “cerebro distribuido”.

Al estallar la crisis, el automóvil redujo sus pedidos y las tecnológicas los aumentaron. A final de 2020 quisieron corregir estas previsiones ante un aumento de la demanda, pero los proveedores de chips no tienen margen para elevar una producción ya muy tensionada por el consumo de productos tecnológicos. No hay para todos y el automóvil lleva la mano más floja en esta partida.

Con unos márgenes mucho más ajustados que los móviles, ordenadores o consolas, el sector del motor paga menos a los fabricantes por estas pequeñas piezas y además su volumen de compras es muy inferior. Se calcula que en los países desarrollados hay más de un teléfono por habitante mientras apenas medio coche por persona. Valga un dato: en 2020 se vendieron 100 millones de coches y 1.000 millones de móviles. Si a esto se le suman videoconsolas, tabletas, ordenadores y hasta servidores enteros —el aumento del consumo de internet ha obligado a muchas empresas a mejorar su infraestructura digital, que también necesita de estos componentes—, el sector del coche tiene un grave problema que añadir a los efectos del coronavirus y a su crisis previa.

Los fabricantes de estos componentes, localizados casi en su totalidad en el continente asiático, se han visto sobrepasados por la demanda en este último año y se ha generado una escasez de chips a nivel mundial que ha provocado que fábricas de automoción por todo el mundo hayan tenido que echar el freno a su producción antes de quedarse sin stock. Casi ningún fabricante de coches se ha librado y Ford tampoco.

Así, esta semana la dirección de la compañía comunicó a los empleados de su planta en Almussafes que volverá a lanzar un ERTE de 14 días en febrero y marzo y disminuirá el número de unidades fabricadas al día de 1.600 a 1.300 vehículos en el resto de jornadas. Unos 600 trabajadores de Almussafes se verán afectados por ese retroceso cada día.

Lo que revela esta carestía mundial son los efectos de la externalización de la producción hacia países más baratos y la alta dependencia que esto ha generado a algunas industrias como la del automóvil, una de las más expuestas. Así lo entiende Vicente Mompó, responsable de los programas europeos y de cooperación internacional en la Cámara de Comercio de Valencia. “La pandemia ha puesto sobre la mesa una situación ya previa: la existencia de una serie de sectores hiperdependientes de China, entre ellos el automóvil”.

El experto remite a un informe de la Cámara en el que, ya antes de este episodio de desabastecimiento global, alertaba de la fase de ralentización en la que ha entrado el comercio internacional desde la crisis financiera de 2008. En la década previa, las cadenas de valor se expandieron con rapidez, fragmentando y deslocalizando la producción alentadas por tratados de libre comercio y un ciclo económico expansivo.

Pero según Mompó esa tendencia estaba en retroceso ya antes de la pandemia: “La inercia reciente es a acortar las cadenas de valor para achicar la dependencia con países como China, que en estas situaciones juegan con una ventaja tremenda”, defiende. En cualquier caso, este proceso de relocalización no se ha dado con los semiconductores en cuestión.

Para complicar más la situación, se da la circunstancia además de que el gigante asiático es uno de los grandes productores de tierras raras como el silicio, el principal elemento con el que se fabrican los microchips y muchos de los productos últimos de las industrias 4.0 y 5.0, las protagonistas de la revolución digital y de la inminente llegada del 5G y el Internet de las cosas, respectivamente.

Como consecuencia, los gigantes de la automoción han arrancado 2021 a medio gas. Además de Ford, marcas como Audi, Fiat, Toyota, BMW y Honda han echado el freno en fábricas de Europa, Asia y América, enviando a miles de trabajadores a casa y reduciendo la producción en cientos de miles de unidades. Muchos analistas coinciden en que el problema no tiene una solución fácil a corto plazo, ya que recomponer unas cadenas de suministro rotas no es algo que se pueda hacer en semanas. La escasez se podría prolongar durante todo el año.

Una coyuntura que amenaza a todos... menos a uno: Tesla. La compañía del magnate Elon Musk, que se convirtió este verano en la empresa más valorada del sector adelantando a Toyota pese a haber vendido 30 veces menos de coches durante 2019, ha esquivado el desabastecimiento y sigue produciendo al 100% de su capacidad mientras el resto pierde millones al día. ¿Por qué? Porque produce sus propios microchips en EEUU. En 2019 creó el modelo más avanzado hasta el momento —sus coches autónomos requieren de una mayor capacidad de estos elementos— e implantó una fábrica en la ciudad de Austin (Texas) para fabricarlos.

Aquí en España, ante la inminente migración a los modelos electrificados, el Gobierno parece haber hecho propósito de enmienda. En el país, segundo mayor fabricante de Europa y octavo a nivel mundial, hay 17 fábricas que tienen aseguradas más de qince modelos elétricos para los próximos años. Por eso, el Ministerio para la Transición Ecológica ha desarrollado un plan para impulsar la cadena de valor del automóvil que “permita a España posicionarse como plataforma mundial en la producción de vehículos de nulas emisiones y en la fabricación de elementos clave para esos vehículos, como las baterías o el hidrógeno renovable”.

En ese marco encaja precisamente uno de los proyectos valencianos que aspira a los fondos europeos de recuperación, la gigafactoría de baterías para el coche eléctrico liderada por Power Electronics y que el Consell quiere instalar junto a la planta de Ford en Almussafes.