Mario Draghi abandonará la presidencia del Banco CentralEuropeo (BCE) mañana, jueves, tras ocho años al frente de la entidad, en los que afrontó el peor huracán jamás vivido por la moneda única. En este tiempo, salvó al euro, mutó el perfil del BCE hasta hacerlo irreconocible en su modelo fundacional primigenio (el ortodoxo y estricto Bundesbank alemán), acometió la mayor expansión monetaria del planeta en términos absolutos y la segunda (tras la delBanco de Japón) en relación al producto interior bruto (PIB), e introdujo a la eurozona en la era inaudita de los tipos de interés negativos. Pero se va sin haber logrado cumplir el único mandato que tenía confiado: llevar la inflación al entorno del 2%. En septiembre (último dato difundido), el IPC de la eurozona no llegaba ni a la mitad: se situaba en el 0,9%.

Draghi, tercer presidente en la corta historia del euro y del BCE, se va por ello con un inevitable sentimiento agridulce. El tipo que jamás subió los tipos, el exbanquero y profesor que domeñó con apenas trece palabras la virulencia levantisca de los mercados financieros contra las deudas soberanas de los estados del Sur de Europa y contra la continuidad del euro, el artífice de un BCE beligerante frente a la crisis económica -al mejor estilo de la Reserva Federal de EEUU- y el banquero central que se acogió a la excusa de la lucha contra la deflación para actuar como prestamista de último recurso de los Tesoros públicos por la vía indirecta de la compra masiva de bonos en los circuitos financieros privados, se despidió hace una semana del consejo del banco emisor alertando del riesgo de recesión y con un reconocimiento de tarea inacabada que fue todo un emplazamiento a su sucesora, la francesa Christine Lagarde: "Nunca hay que rendirse".

Como en el mito de Cid Campeador, su obra le sobrevivirá con la pretensión de ganar batallas una vez ausente: el BCE, que había inyectado 2,51 billones de euros entre marzo de 2015 y diciembre de 2018, volverá a "fabricar dinero" a partir del 1 de noviembre a razón de 20.000 millones mensuales y por tiempo indefinido, en un intento postrero -aprobado en septiembre- de normalizar la inflación y apuntalar un crecimiento económico que se está desvaneciendo en Europa a causa de las guerras comerciales y arancelarias desencadenadas por Donald Trump al otro lado del océano, del brexit inacabado y agotador al otro lado del Canal de La Mancha y del acusado deterioro de la confianza empresarial y de las expectativas de los inversores al compás con que se atenúa el comercio mundial y se ralentiza la progresión económica global.

El legado de Draghi ha cosechado división de opiniones entre quienes juzgan imprescindible la continuidad del activismo monetario para conjurar las amenazas latentes de una posible corrección contundente de la marcha económica y quienes desde posiciones críticas y discrepantes avisan de que todos los efectos virtuosos que cabía esperar de la ofensiva de los bancos centrales están agotados y que ahora ya solo cabe temer las secuelas e inconvenientes de haber ido demasiado lejos en la infracción del orden natural de las cosas: el anómalo aplanamiento de la curva de tipos, la perversión del 'dinero gratis' y sin tasa, el castigo y la represión financiera de los ahorradores, la sobrevaloración de activos financieros, la distorsión de los mercados, la erosión de la rentabilidad de bancos, aseguradoras y fondos de pensiones privadas, y el agudizamiento de la desigualdad.

El debate se crispó en septiembre en el seno del consejo del BCE, con una fractura tensa en el máximo órgano de la institución, en el que el Banco de Francia se alineó con la posición de los halcones, liderados por Alemania, mientras el Banco de España se mantuvo del lado de las palomas en la defensa de la continuación y reanudación de la relajación monetaria. Esta división, que también se vive en la Reserva Federal de Estados Unidos, evidencia la disparidad de criterios y la prueba de fuego que entraña la prolongación de unas medidas excepcionales de estímulo monetario que han rebasado todas las fronteras conocidas y de cuyas crecientes limitaciones es consciente el propio Draghi.

Su llamamiento desde 2017 a que los gobiernos con margen fiscal reactiven las políticas de estímulo presupuestario, bien mediante rebajas tributarias, aumento del gasto público o ambas -lo que ha reiterado con mayor insistencia en los últimos meses (y de nuevo el pasado jueves)-, es un reconocimiento implícito de que el esfuerzo del BCE ha perdido capacidad de tracción, y que la ultraofensiva monetaria empieza a estar exhausta, y más cuando el despliegue sin precedentes que se ha hecho en los últimos cuatro años se ha acometido en condiciones no óptimas, toda vez que la eurozona no ha completado la unión bancaria, el mercado único de capitales y la política fiscal común, y tampoco se ha dotado de un activo seguro compartido por el conjunto del área del euro -sean eurobonos o un sucedáneo-, todo lo cual entorpece la transmisión de la política monetaria y limita sus efectos.

El llamamiento a recuperar los estímulos fiscales abandonados por la UE en mayo de 2010 (otro requerimiento a Alemania y a los países del área con mayor solvencia y holgura presupuestaria) supone un nuevo reconocimiento del error del 'doble cerrojo' en el que se sumió Europa cuando optó por la austeridad fiscal y el rigor monetario al mismo tiempo, una estrategia de contención por la vía de la expiación que nunca se entendió en la sede de la Reserva Federal -según testimonió su entonces presidente, Ben Bernanke- y que condenó a Europa a la doble recesión.

Frente a la contención del francés Jean Claude Trichet -su antecesor en el cargo-, el italiano Draghi (aunque con años de retraso respecto a la Fed) duplicó el tamaño del balance del BCE, bajó los tipos de interés nueve veces y recurrió a la persuasión, que no es un arma menor en manos de un banquero central, como demostró el 26 de julio de 2012, cuando, sin hacer nada, y con sólo pronunciar trece palabras en la City de Londres ("Haremos lo que sea necesario para preservar el euro. Y, créanme, será suficiente"), logró doblegar la escalada virulenta de las primas de riesgo, una vorágine de acoso financiero que había colocado a España al borde del desastre, con el riesgo de tumbar al euro si se derrumbaba su cuarta economía, para cuyo rescate integral la Unión Europea carecía de recursos.

El pavoroso efecto dominó al que hubiera dado lugar ese desenlace quedó conjurado entonces en primera instancia y apuntalado inmediatamente después con la firma del memorándum para el rescate financiero del país, que se había solicitado en junio, y las posteriores medidas de alivio cuantitativo que se aplicaron y que redujeron de forma notable desde entonces el coste financiero al conjunto de los gobiernos, incluidos aquellos cuya deuda pública no ha dejado de crecer en este tiempo.

Ahora, con la eurozona creciendo a la tasa más baja desde 2013, con Alemania en recesión -según la estimación avanzada por elBundesbank el pasado día 21 y pendiente de confirmación oficial-, con la inflación lejos del objetivo, y con el arsenal del BCE prácticamente agotado (con tipos en el 0%, tasas de depósito en el -0,5% y un balance agigantado hasta los 4,7 billones), la reanudación desde el 1 de noviembre de la política de compras de bonos soberanos y el consiguiente aumento de la base monetaria en 20.000 millones mensuales adicionales puede ser un esfuerzo baldío si no concurre el apoyo de otras políticas pero es quizá la única alternativa que le quedaba a Draghi: actuar. O, como él mismo dijo el pasado jueves, "resistir".

Porque un banco central jamás puede reconocer que ha fracasado. Si lo hace, pierde la autoridad y la credibilidad, que son -y mucho más que la capacidad de determinar las tasas de interés y que la facultad de fabricación de dinero- la principal fuente de su poder. Como escribió el expresidente de la Fed Ben Bernanke en 2016, la actuación del banco central sólo supone el 2% de la política monetaria. El 98% restante es lo que dice y comunica.