La Gran Depresión de los años 30 alteró la hegemonía de las corrientes de pensamiento económico dominantes y la gran crisis de los 70 también subvirtió el orden doctrinal vigente. No ocurrió lo mismo con la recesión de 2008 (aunque el mundo se ha adentrado desde entonces en prácticas insólitas para recuperar el dinamismo) y no parece que la Teoría Monetaria Moderna (TMM), que desde hace unos meses ha instaurado una gran controversia académica y política, vaya a trastocar los principios y convicciones preponderantes.

En un contexto de ralentización del crecimiento, baja inflación y condiciones monetarias ya ultralaxas, la TMM plantea una ofensiva aún más beligerante de lo que ha supuesto hasta ahora la insólita expansión monetaria y propone que los bancos centrales, en vez de bombear ingentes recursos a través de los mercados de deuda, inyecten directamente dinero a los gobiernos en aquellos países con moneda propia para financiar grandes programas de inversión y gasto públicos. La tesis parte de la premisa de que los estados que pueden endeudarse en su divisa no corren riesgo de incurrir en impago de sus débitos porque disponen de la capacidad de fabricar sin restricciones el dinero con el que podrán saldar su deuda.

Rechazo. Ni los economistas de "agua dulce" (los adscritos a la escuela neoclásica, pertenecientes a universidades estadounidenses localizadas en el área de los Grandes Lagos y que priorizan las políticas de oferta) ni los de "agua salada" (los afines a las corrientes neokeynesianas, vinculados a centros docentes localizados en el litoral y proclives a las políticas de demanda) avalan la nueva propuesta, emanada de la tendencia más a la izquierda del Partido Demócrata. De modo que ni los académicos tildados como liberal-conservadores ni el grueso de los tipificados como progresistas respaldan la iniciativa.

La sugerencia de magna monetización de déficits y programas públicos que propone la TMM se plantea en un tiempo propicio para este tipo de mensajes, cuando persiste la realidad insólita que se ha dado en denominar "nuevo normal", caracterizada, entre otros rasgos, por un crecimiento prolongado pero insatisfactorio y menos intenso que el promedio histórico en etapas expansivas, síntomas crecientes de desaceleración, baja productividad, aplanamiento de la curva de tipos de interés (lo que suele anticipar recesiones) y una inflación sin pulso pese a los raudales de dinero inyectados por los bancos centrales (17 billones de dólares, casi el 22% del PIB mundial), las bajas tasas de paro en EEUU, UE y Japón, el largo periodo de recuperación (EEUU ha rebasado este mes una década completa de crecimiento, la fase alcista más dilatada desde que hay referencias) y el recrudecimiento de los aranceles proteccionistas.

En este contexto, y con la Reserva Federal de EEUU (Fed) y el Banco Central Europeo (BCE) sopesando nuevas acciones beligerantes para relanzar la economía, la TMM no debería suscitar tantas cautelas si no fuese porque quiebra algunos tabúes muy relevantes (como la financiación directa de los gobiernos por los bancos centrales) y porque parece pretender (a falta de mayor precisión por sus postulantes) un redoble muy agresivo (tanto cualitativo como cuantitativo) de la heterodoxia vigente.

Independencia. Para muchos autores liberales y para los vigilantes de la ortodoxia, hace tiempo que los grandes bancos centrales practican de facto la TMM o alguna variante de ella, al entender que la actual ofensiva de los emisores de dinero ha suprimido por la vía de los hechos la divisoria sacralizada entre la política monetaria y la fiscal. La TMM sería un paso más allá porque lo haría sin tapujos y cuestionando -o al menos poniendo en riesgo- la independencia de los bancos centrales, una conquista muy reciente y que los más exigentes ya ven vulnerada con las acciones practicadas en los últimos años.

La financiación directa de los Tesoros por las autoridades monetarias, en la medida en que desviase recursos hacia el sector público, podría tener la ventaja aparente de relajar la gran burbuja bursátil y de deuda corporativa y privada que parece estar gestándose desde hace tiempo en los mercados por las inyecciones de dinero. Pero acrecentaría aún más la de deuda pública (los bonos que ofrecen rendimientos negativos -y, por lo tanto precios desorbitados- suman ya 20 billones de dólares, según Bloomberg, una cifra jamás antes alcanzada) y ni tan siquiera es seguro que se desactivase por completo la especulación sobre activos privados, dada las interconexiones existentes entre los mercados. Y todo ello con unos niveles de deuda global desmedida (tanto pública como sobre todo privada), equivalente al 225% del PIB.

En todo caso, algunos economistas vienen demandando que la política fiscal debe volver a recuperar parte de la misión tractora que se ha confiado de modo tan abrumador a la política monetaria. Lo han hecho en los últimos tiempos -junto con la reclamación de reformas de oferta para aumentar el potencial de crecimiento- el FMI, el BCE y esta semana la economista jefa de la OCDE, Laurence Boone. Son, en todo caso, emplazamientos no generalizados sino específicos a los países con los erarios más saneados, las cuentas más sólidas y con mayor margen potencial por ello de gasto para contribuir a aumentar la demanda mundial en tiempos de turbulencia y ralentización.

Olivier Blanchard, que pertenece al Instituto Peterson y execonomista jefe del FMI, emplazó en junio en Sintra a un mayor gasto y déficit públicos para "invertir en futuro", "sostener la demanda" y aprovechar, como plantean también otros analistas, las inauditas condiciones de bajo coste de la deuda.

El debate, por lo tanto, no está tanto en si se puede recurrir al estímulo fiscal o no (es evidente que sí si se necesita y hay margen) como en la intensidad, duración y el modo en que se haga. Algunos críticos con la TMM como el progresista Paul Krugman reprochan a los defensores de la teoría que no sean precisos sobre el alcance de sus intenciones y el modo de llevarlas a cabo. Y en esa inconcreción se basó la actual economista jefa del FMI, Gita Gopinath, para recordar lo que debería ser una obviedad: "Hay límites en lo que los países pueden gastar".

El argumento de que los estados con moneda propia están eximidos del riesgo de insolvencia no se ajusta a la experiencia de muchos países con banco emisor propio y que se vieron inmersos en vorágines inflacionarias, de depreciación monetaria e impagos. Parece por lo tanto más bien una consideración pensada para el caso específico de EEUU y del dólar, que es la divisa de reserva global por antonomasia, lo que le garantiza una demanda internacional segura y la posibilidad de que el país se financie en su propia moneda, en lo que el presidente francés Valéry Giscard d'Estaing definió como el "exorbitante privilegio de EEUU".

Aun así, la irrupción de las criptomonedas (el Bitcoin, que incorpora una promesa de oferta finita, surgió no por casualidad en 2009, en plena crisis soberana, como una alternativa a la pérdida de valor del dinero convencional por las expansiones monetarias) constituye un desafío para los bancos centrales y más -como evidencia su rauda reacción- si se instaura la libra de Facebook.

En todo caso, los tipos de cambio son sensibles a las expectativas, como ha verificado la libra esterlina con su depreciación desde el referéndum del brexit de 2016, por lo que no es factible pensar que incluso la mayor potencia económica del planeta pueda permitirse (si es que ésta fuese la intención) imprimir dinero sin ningún tipo de cortapisa ni de contención y aspirar al mismo tiempo a que una medida ilimitada de esta naturaleza carezca de consecuencias y esté exenta de costes. Incluso la actual expansión monetaria de los grandes bancos centrales tampoco es inocua aunque aún no se atisben todos los efectos que emanarán como secuela cuando concluya la complacencia.

Por ahora, "el mundo está bastante contento de absorber más deuda en dólares" e incluso "a tasas de interés remarcablemente bajas", pero "sería una locura suponer que las condiciones favorables de hoy durarán para siempre, o ignorar los riesgos reales que enfrentan los países con una deuda alta y en aumento", escribió en marzo el economista Kenneth Rogoff sobre la TMM.

IPC. Algunos de sus defensores han introducido la cautela de que siempre será posible crear y gastar dinero libremente por un país con moneda propia a condición de que se mantenga la inflación bajo control. Hoy la inflación no es percibida como un riesgo porque poderosas fuerzas estructurales y coyunturales la mantienen deprimida pese a los gigantescos esfuerzos de los banqueros centrales por intentar llevar su tasa a cerca del 2%. Que hasta ahora hayan fracasado no permite descartar que no pueda producirse un rebrote inflacionario inesperado y brusco en algún momento.

La inflación, como el grisú en las minas de carbón, puede agazaparse durante largo tiempo y sorprender con súbitos desprendimientos inopinados y de alto poder destructor. La acumulación de esfuerzos realizados para reanimar el índice general de precios es gigantesca y el empeño puede encontrar su detonante si se acrecienta la escalada arancelaria, si se enconan las tensiones bélicas y petroleras en el estrecho de Ormuz o si arraiga la percepción de que los bancos centrales han perdido su independencia y han pasado a ser subalternos de la política de gasto fiscal. Y más cuando, de los muchos factores que contribuyeron a domeñar y debilitar el IPC, uno nada irrelevante fue precisamente la convicción de los agentes económicos de que la independencia de las autoridades monetarias garantizaría el anclaje de las expectativas inflacionarias.

Una TMM sin cortapisas quebraría esa división de poderes e instauraría un principio antagónico de uno de los fundamentos de la ciencia económica: el principio de la escasez de los recursos. Confiar en la capacidad ilimitada de fabricar dinero negaría esa evidencia y vulneraría la intuición elemental de que en la economía nada es gratis.

El presidente de la Fed, Jerome Powell, dijo en febrero ante el Senado de EEUU sobre la TMM que "la idea de que los déficits no son importantes para los países que pueden endeudarse en su propia moneda es errónea. La deuda de EEUU ya es muy alta y, peor aún, está creciendo muy rápido". La tesis que han avanzado algunos valedores de la TMM sostiene, por el contrario, que, con ella, los estados podrían gastar más sin endeudarse. Parece que lo que se plantea es que los Gobiernos emitan bonos a perpetuidad y al 0% de interés (sería, por lo tanto, deuda ficticia) que comprarían los bancos centrales a cambio de las inyecciones monetarias. Al no haber aumento real de la deuda, tampoco existiría el temor a futuras subidas de impuestos para pagarla, por lo que no se produciría lo que se conoce como "equivalencia ricardiana": los consumidores no aumentarán la demanda si perciben que un incremento del gasto público conllevará antes o después un alza tributaria.

Deuda. Sin embargo, la deuda pública sí existirá, por más que se aloje en los balances de los bancos centrales (que también son sector público), de modo que, si fuese perpetua, no tendría posibilidad de reversión, como sí ocurre con la adquirida con los programas de expansión monetaria de los últimos años. El riesgo en ese caso es transformar los bancos centrales en necrófagos, con el consiguiente daño patrimonial y pérdida reputacional de unas instituciones cuya credibilidad, en tanto que prestamistas de última instancia, es el último recurso al que aferrarse cuando, como ocurrió en la última crisis, todo lo demás se derrumbaba.

Por consiguiente, la TMM es un arma extraordinaria y por ello peligrosa, y que tendrá sentido usar en situaciones límite. La aún directora del FMI y próxima presidenta del BCE, Christine Lagarde, dijo en abril que podría considerarse su utilización de modo temporal si la economía incurre en una "trampa de liquidez" (no reaccione a los estímulos) o en caso de deflación.

La propuesta de la Teoría Monetaria Moderna (TMM) se asemeja en lo fundamental a la opción del "helicóptero" que había utilizado como metáfora en 1969 el economista Milton Friedman, impulsor de la escuela monetarista.

En caso de deflación (caída generalizada y prolongada del nivel de precios), Friedman postuló "lanzar" dinero sobre la economía inyectando recursos monetarios de nueva creación, y sin reversión de tales transferencias, a los ciudadanos o a los Gobiernos. Es en esta segunda modalidad en la que se parece a la TMM. La idea la recuperó como opción teórica el entonces presidente de la Fed, Ben Bernanke, en una conferencia en 2012. Peter Praet, execonomista jefe del BCE, lo definió en 2016 como un "instrumento extremo" que habría que aquilatar con cuidado antes de recurrir a él.

El banco central alemán (Bundesbank), vigilante de la ortodoxia y que opuso gran resistencia a la expansión monetaria del BCE, fue aún más radical en su rechazo del llamado "helicóptero del dinero". Su presidente, Jens Weidmann, lo descalificó hace tres años como "debate inocuo sobre ideas descabelladas".

Lo llamativo en todo caso es que se esté volviendo a debatir en 2019 un procedimiento tan excepcional (ahora en la forma de TMM) cuando aún no hay visos de recesión ni de crisis a corto plazo, la economía avanza (aunque en un contexto de desaceleración y con riesgos en el horizonte), la creación de empleo persiste, y cuando sólo EEUU, y de forma muy incipiente, había empezado a retirar la mayor operación de expansión monetaria de la historia y cuando acaba de recibir hace menos de dos años un estímulo fiscal millonario con la rebaja fiscal de Trump. Aun así, hay conciencia de que las cosas no van como debieran. Australia, Indonesia, Corea del Sur, Ucrania, Sudáfrica, India, Nueva Zelanda e Islandia han bajado tipos este año y el BCE y la Fed parece que lo harán pronto. Existe la intuición, tras 121 meses de crecimiento, de que EEUU puede estar en la fase final del ciclo alcista. Pero si antes de la corrección se saca hasta el "helicóptero", cabe preguntarse qué armamento quedará disponible para cuando llegue una recesión.

Un remedo del "helicóptero" de Friedman