Caviar, el negocio de la paciencia
Tiempos oscuros para el caviar, cuyo mayor productor mundial es China, con millones de esturiones en cautividad. En busca de respuestas, una visita a las aguas limpias de la piscifactoría Riofrío, en Granada

Caviar, el negocio de la paciencia / ED
Pau Arenós
La indiferencia de los esturiones era mayúscula: tal vez porque habitaban la Tierra, sus mares y sus ríos, desde hacía 200 millones de años, lo que les daba una perspectiva dilatada del tiempo y un enfoque poco exaltado del asombro. Ninguno de aquellos seres se inmutaba si un humano caminaba entre ellos. Observarlos era admirar cajas fuertes con aletas. En sus interiores guardaban kilos de huevas que, con el añadido de sal, se transformarían en caviar.
Vestido con un peto de goma con tirantes y botas incorporadas, los sentía rozar las piernas en una de las piscinas de la empresa Riofrío (Granada), junto al curso fluvial y la población con el mismo nombre con 250 habitantes y un montón de restaurantes que servían trucha y esturión, que eran ingredientes de proximidad en la zona desde hacía seis décadas, según la visión de Luis Domezain, el médico navarro que abrió la piscifactoría a 850 kilómetros de su casa y que buscaba una mina de agua pura.
No huían, no se apartaban. Sentí un golpe fortuito de uno de los cuerpos acorazados. Veía las sombras en la corriente tranquila. Carlos Portela Domezain, director de calidad y nieto del fundador de la piscifactoría, que ahora era propiedad de Osborne, levantó un ejemplar cogido por la parte anterior y posterior. Estaba cubierto con placas óseas y tenía bigotes de señoritín de la belle époque.
En varios momentos había intentado la captura manual sin éxito y con coletazos y salpicaduras, pero este ejemplar se mostró tranquilo, manso y pude acariciar la piel sin escamas, los escudetes, la cabeza acabada en el hocico con el que escarbaba en busca de alimento. Fue como recorrer un mapa de la era mesozoica.
«Vivimos del agua», dijo Carlos. Porque en estos tres o cuatro kilómetros de balsas, albercas, piscinas, piletas y cascadas corrían las primeras aguas del manantial del río Frío, que salía de la sierra de Loja con 14 o 15 grados, la temperatura perfecta para la cría. Agua limpia y alimentación a base de anchoína y verduras en forma de bolitas. Y nada más. ¿El resultado? El primer caviar ecológico del mundo. Imaginaba desde el aire las construcciones, en pendiente, y veía el cuerpo de un esturión, largo y cartilaginoso, como si contenido y continente fueran lo mismo.
Este era un negocio de la paciencia y la fe. La paciencia porque había que esperar unos 18 años hasta la primera puesta. ¡Casi dos décadas antes de comenzar la producción! Y la fe porque el caviar era un negocio fangoso y oscuro y millonario, al que esta gente en Granada intentaba aportar algo de luz.
Con los esturiones «cuasi extintos», apuntaba Carlos, la totalidad de las huevas que se vendían legalmente en el planeta eran de acuicultura, prohibida la captura salvaje; el «80% casi seguro» procedía de China y algunas marcas celebradas eran solo «reenvasadoras», en palabra de María Castro, bióloga y jefa de comunicación y responsable del paisajismo tras la última reforma, que había llenado la ribera con una hermosa floración. En Francia, en Italia, en España, negociantes que compraban en diferentes mercados y etiquetaban con su marca.
Rusia e Irán tenían el nombre, aunque poco para vender. Respecto de China y la megaproducción, no eran transparente a la hora de explicar las prácticas, como tampoco las aguas del río Amur.
La especialidad de Riofrío era el Acipenser naccarii, la misma especie que había poblado el Guadalquivir y que podía vivir hasta 80 o incluso 100 años, medir dos metros y pesar 80 kilos: obviamente el rendimiento comercial obligaba a sacrificarlos antes, aunque habían entrado en una nueva fase, exploratoria y novedosa, que era operar a las hembras para que siguieran vivas y despachando el codiciado contenido. ¿Cuántas veces más?, ¿cómo se comportarían? Aún enigmas.
«El 50% de los 15.000 esturiores que tenemos no son adecuados: son los machos. Y serán filetes», sentenció Carlos. La paciencia, sí, oh, la paciencia. Hasta los seis u ocho años no era posible saber el sexo, que averiguaban mediante ecografías, sistema que iban repitiendo para ver cómo evolucionaban las esturionas preñadas. El 10% del peso eran huevas.
Tras el garbeo acuático, la degustación: naccarii, osetra y huso huso, es decir, beluga. Lo del beluga era fuera de serie.
Cada rodamiento gris, con poca sal, medía en torno a los tres milímetros, extraído de una hembra con unos 25 años de edad. Con una cucharita de ámbar, había que depositar el granizo en la hendidura de la mano en busca de la temperatura corporal. En la boca, las pequeñas explosiones iban en aumento. La verbena rompió en mascletá. Una tarrina de 120 gramos, a 750 euros. La número 12 de 400. Solo 40 ejemplares de beluga en Riofrío. Nadaban sin prisa. Yo tampoco me apresuraba.
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