Nicea, la Pascua y el desafío astronómico

La histórica cita conciliar de hace 1.700 años tomó una decisión para determinar un marco dependiente de la observación astronómica y la exactitud calendárica

Mosaico de la iglesia de Santa Sofía en Estambul. Representa con figura doble al emperador Constantino en una ofrenda a la Virgen.

Mosaico de la iglesia de Santa Sofía en Estambul. Representa con figura doble al emperador Constantino en una ofrenda a la Virgen. / El Día

«Todos aquellos que se atrevan a quebrantar la definición del santo y gran Concilio de Nicea, reunido en presencia de Su Majestad Constantino, Emperador amado de Dios, sobre la santa festividad de la Pascua de nuestro Salvador; si persisten en oponerse a lo que fue bien ordenado, serán excomulgados y arrojados de la Iglesia». (Primer Canon del Sínodo de Antioquía, año 341).

Se celebran, con gran interés por parte de muchas de las iglesias cristianas (Iglesia católica, Iglesia ortodoxa, Iglesias ortodoxas orientales, Iglesia asiria del Oriente, Iglesia Bautista reformada, Iglesia presbiteriana ortodoxa, Iglesia Reformada, Iglesia luterana e Iglesia anglicana) los 1.700 años del primer concilio de Nicea (antes, Bitinia, actualmente Iznik, en Turquía), convocado por el emperador Constantino entre mayo y julio de 325, y al que asistieron unos trescientos obispos de toda la Oikoumenē (Tierra habitada), donde además de combatir el arrianismo y resolver la misteriosa naturaleza de Cristo, cuestión cristológica muy interesante (la proclamación del homoúsios) pero en la que no podemos entrar, se intentó fijar una fecha unificada para la celebración de la Pascua cristiana. Veamos este último punto.

Conmemorar la resurrección de Jesucristo es la festividad fundamental del cristianismo, ya que sin esa resurrección se perdería la esencia central de la religión cristiana. Sin embargo, la determinación de su fecha anual presentó un desafío complejo que trascendió lo puramente teológico, adentrándose en los dominios de la astronomía y la matemática calendárica.

Sabían los padres de la Iglesia que Cristo murió en la fecha de la Pascua judía que se celebraba el día 14 del mes judío de Nisán, primer mes de su año lunar, independientemente del día de la semana en que cayera. Y así siguió siendo en el protocristianismo, pero la extensión geográfica que fue adquiriendo la nueva religión, las dificultades de comunicacion entre sus comunidades, la poca formacion de algunos de sus dirigentes y otra serie de cuestiones hicieron aparecer una disparidad de fechas en las celebraciones que no solo generaba confusión, sino que también amenazaba la unidad visible de la Iglesia en su celebración más sagrada. La necesidad de una norma común era palpable, impulsada tanto por el deseo de cohesión interna como por la voluntad de distinguir la praxis cristiana de la judía, aunque reconociendo su raíz histórica compartida.

En el concilio se acordó la siguiente regla: «La Pascua debe celebrarse en domingo (era importante que fuera en el Dia del Señor), que tiene que ser el primero después de la primera luna llena (plenilunio) ocurrida en o después del equinoccio de primavera (vernal)». Esta regla, aparentemente sencilla, encerraba considerables desafíos astronómicos y de calendario para la época.

En primer lugar hay que determinar el Equinoccio Vernal. Recordemos que se empleaba el calendario juliano, implementado por Julio César en el 45 a.C., que establecía un año de 365.25 días mediante la adición de un día bisiesto cada cuatro años y que en el siglo IV, el equinoccio de primavera se fijaba convencionalmente alrededor del 21 de marzo en este calendario. Sin embargo, el año juliano era unos 11 minutos y 14 segundos más largo que el año trópico real (el tiempo que tarda la Tierra en completar una órbita alrededor del Sol respecto al equinoccio). Esta pequeña discrepancia, aunque mínima anualmente, era acumulativa.

En segundo lugar hay que afinar en el cálculo del Plenilunio Pascual: predecir con exactitud las fases lunares no era trivial. Se recurría a ciclos lunares que intentaban armonizar los ciclos del Sol y la Luna. Sin embargo, estos ciclos tampoco eran exactos y acumulaban errores a largo plazo. La «luna llena eclesiástica» calculada mediante estas tablas (el computus eclesiástico) podía diferir de la luna llena astronómica.

Durante los siglos posteriores a Nicea, la regla se mantuvo, pero el problema inherente al calendario juliano se hizo cada vez más evidente. El desfase acumulativo entre el año juliano y el año trópico provocó que el equinoccio de primavera astronómico se adelantara progresivamente en el calendario. Para el siglo XVI, el equinoccio real ya no ocurría el 21 de marzo, sino alrededor del 10 o 11 de marzo, por lo que la Pascua se celebraba cada vez más tarde en la primavera, existiendo el riesgo de celebrar la Pascua basándose en una luna llena anterior al verdadero equinoccio, o incluso de celebrar la Pascua dos veces en un mismo año astronómico si la primera luna llena de primavera caía antes del 21 de marzo calendárico.

Las tablas lunares también mostraron sus limitaciones, y la fecha calculada para el plenilunio pascual se desviaba de la observación astronómica. Esto hizo que una reforma se volvía imperante, no solo por precisión científica, sino para mantener la fidelidad al espíritu de la regla nicena. La solución fue la Reforma Gregoriana (1582): corrección del desfase acumulado, con lo que se suprimieron 10 días del calendario. Esto devolvió el equinoccio de primavera al 21 de marzo; se ajustó la regla de los años bisiestos, los años seculares (aquellos que terminan en 00) solo serían bisiestos si fueran divisibles por 400 ; se reformó el ciclo lunar, introduciendo un nuevo método para calcular la edad de la luna (las epactas), proporcionando una predicción más precisa de los plenilunios eclesiásticos, alineándolos mejor con los astronómicos.

Vemos que la decisión del Concilio de Nicea, aunque motivada para la unidad eclesial, estableció un marco dependiente de la observación astronómica y la exactitud calendárica. Por una vez, la historia de la fecha de la Pascua es un fascinante ejemplo de la conjunción entre fe, ciencia y la búsqueda humana de orden y precisión. A veces, cosas tan alejadas como religión y ciencia pueden navegar juntas.

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