La isla que no conocía el hielo
La memoria de Lanzarote está plagada de historias menudas que nutren y dan forma al relato. Aquel Arrecife marinero, de pescados en salazón, cambió cuando a Eduardo Coll se le ocurrió construir cerca del Castillo de San Gabriel una fábrica de hielo. Aunque algunos no estuvieron de acuerdo. Lo mismo ocurrió cuando Manuel Díaz Rijo trajo la desaladora, muchos pensaron que el agua sabría a pescado

La isla que no conocía el hielo / ED
En el tiempo de la inocencia, cuando todos en Arrecife mantenían las puertas abiertas, y se podía mirar con disimulo por las ventanas, antes de que muchas cosas tuvieran nombre, en Lanzarote se vivía de otra manera, ajena a la luz eléctrica, y al agua corriente, y al transporte. La gente, los que menos tenían, iba a pie, calzados con lonas rotas, o descalzos, y otros subidos en burros y camellos. Después aparecieron unos camiones que tardaban cerca de un día en cruzar de la capital al sur, y lo mismo a la vuelta, con esas paradas interminables en las que el chófer podía bajarse, entrar en una cantina, jugar a las cartas y tomarse un vaso de vino, con media jarea.
Se trataba de los llamados camiones mixtos, tal como lo cuenta Antonio Lorenzo en su Historia Menuda volumen III, «llegaron provistos de dos bancos de madera, uno de ellos lo ocupaba el conductor, y lo demás era una amplia plataforma que servía tanto para que el usuario se sentara en el suelo o lo hiciera apoyado sobre unos sacos llenos de cebada o batatas». Aquel espacio se compartía con las gallinas, y las cabras que la gente del campo traía hasta la recova para tratar de vender su carga, en aquellos puestos atropellados, una mezcla variopinta de víveres, mujeres vestidas de negro con sombrera y niños pobres que trataban de jugar a la pelota, una pelota que a veces era solo una piedra y otras un montón de telas maltrechas, una pelota recosida con calcetines viejos y sudados, que como contaba Leandro Perdomo solía terminar con el pie de los jugadores desbaratado.
Entonces, relata Antonio Lorenzo, los adultos dividían el año en meses, semanas, días y horas; los chinijos en el tiempo del juguete con el que salir corriendo hasta la plaza de la iglesia, y así existía el tiempo del boliche, el tiempo del arco, el tiempo del trompo o el tiempo de la cometa. El tiempo de soltar las cometas hasta tocar el cielo coincidía con el de las brisas. Ese viento agradable y decidido que lograba mantener en el aire a unos artilugios hechos de cuerdas, ristras de tela viejas y papel canelo, siempre de ese color.
Las niñas solo podían jugar con sus muñecas de cartón o de trapo, y como cabeza, les colocaban una piedra lisa, sobre la que dibujaban unos ojos pintados de negro y una boca redonda, de labios finos, que a ellas les hacía gracia. Cuando se iba la magia, la muñeca no dejaba de ser un simple amasijo de restos de tela, que solían tumbar sobre una cama imaginaria.
En aquellos años ruines y escasos, no se podía hablar de agua corriente, grifos o fontaneros porque no los había ni estaban en el idioma del momento. La higiene diaria se reducía a un trapo mojado que las madres pasaban por la cara y los pies de los chinijos antes de irse a la cama. Los domingos, día de ir a misa, se producía el gran festín, y estaba permitido sacar del aljibe medio cacharro del agua para lavarse con más detenimiento, y además se podía usar una lasca de jabón medido, que resultaba tan reconfortante.
El adefesio de la fábrica de hielo
Las imágenes en blanco y negro que aparecen en la obra de Antonio Lorenzo Martín no tienen desperdicio. A través de una vertiginosa sucesión de anécdotas, de cuentos y de verdades, logra hilvanar un mundo que parece mágico, lejano y quebradizo, y con ese sentir de muchos lanzaroteños: siempre temerosos, o casi seguros, que el agua desalada que en 1965 salió, por fin, de los grifos de las casas de Arrecife sabría a pescado, así lo comentó entre risas, el gran Manuel Díaz Rijo, que pasó a la historia de la isla como el hombre de los milagros, el que fue capaz de transformar el agua del mar en agua dulce. Aunque tardó un tiempo en que la gente terminara por creer que aquello que hacía tuviera ese final feliz para todos.
Algo parecido les había ocurrido años antes al grupo de avezados, entre los que se encontraba Eduardo Coll, que en la década de los cincuenta decidió que había llegado el momento de construir una fábrica de hielo, lo que terminaría por transformar la pesca en la isla, y que provocó una auténtica revolución con la aparición en los años sesenta de las conserveras. Un cambió que benefició de forma extraordinaria a las mujeres, muchas lograron al fin ganar un sueldo acorde a su trabajo.
Antonio Lorenzo cuenta que, en aquella sociedad, tal vez distinta, no se vio bien, que se pretendiera levantar la fábrica de hielo cerca del Castillo de San Gabriel. Y así aparece la actuación de Rafael Cabrera Díaz, Falín, para familiares y amigos, un gran amante de los castillos y que participó en todos los actos y ocasiones que su patriotismo insular le exigía. Una noche del año 1953 decidió acercarse hasta la obra de la futura fábrica de hielo y cortó las sogas que soportaban el techo en construcción y después prendió fuego a las maderas. Las autoridades no dieron con el autor de los hechos. Relata Lorenzo Martín en su libro que: «No cabe duda que la primitiva fábrica de hielo contribuyó al desarrollo de la pesca insular, pero la mente calenturienta de la juventud de aquel grupo con afanes culturales, consideró que, existiendo otros lugares, la construcción del adefesio en la explanada del carbón, frente al Castillo de San Gabriel, era un atentado contra la estética y contra la historia por la proximidad a la fortaleza y a la entonces espléndida bahía de Arrecife, libre de los rellenos posteriores que casi la estrangulan».
Cartillas de racionamiento
Las historias de aquel Lanzarote pobre y curioso, donde todo lo nuevo se veía con ojos de asombro y de miedo aparece en este relato con hechos tan llamativos como los nombres y las características de todos los dueños de las conocidas como ventas. Por ejemplo, les llamó mucho la atención la pluma estilográfica con tinta verde que doña Carmita Perdomo, usaba para hacer las cuentas. O el adorno de la tienda de don José María Gil, que tenía colgada de la pared una cachimba descomunal. Pero a quién no podrá olvidar el entonces chinijo Antonio Lorenzo, hijo de la maestra Margarita Martín, fue la venta de don Juan Armas, junto a la molina en San Bartolomé, que tenía aspecto de velero varado, tierra adentro. Allí acudían los vecinos y previa entrega del correspondiente cupón de la cartilla de racionamiento, “nos vendían a cada uno, una parte de aceite, la octava parte de un litro, lo mismo de petróleo, una lata de leche condensada para los niños pequeños, y cien gramos de arroz, que se embolsaba en un papel tan canelo como el de los cupones de la cartilla. Hoy dicen que el azúcar moreno es más saludable que el blanco y refinado; la de aquellos tiempos, escurriendo melaza, debió ser sanísima. Recuerdo y hasta casi paladeo mentalmente, el azúcar blanco de origen francés, en forma de cuadritos envueltos en papel, que don Guillermo Cedrés, regaló a mi familia”.
El porvenir aportó cambios importantes en la sociedad de la isla. El agua y la luz trajeron bienestar y riqueza para todos, el turismo no hubiera sido posible. Y después de eso, ya no fue necesario convencer al técnico, que se encargaba de encender y apagar la máquina que daba luz a la capital desde las seis de la tarde a las doce de la noche, para que la dejara un rato más, sobre todo aquellos días de fiesta. Eso lo contó Enrique Pérez, que fuera presidente del Cabildo de Lanzarote, y que para poder alargar los bailes reunían entre todos algo de dinero con el que ayudar a convencer al responsable de dar y de quitar la luz en Arrecife.
Y a pesar de ese paso de gigante para aquella isla que venía de una situación tan mala, tan ruin, en la obra de Lorenzo también se hace una reflexión sobre aquellos años sin luz, que el dibuja con ese pañuelo fino que es la nostalgia y cuenta: cuando había luna llena todos salían al camino, o a la era, a hablar con los vecinos, o a cantar”, y así pasaban la noche y así pasaron gran parte de la vida, con esos claros oscuros, con esas sombras que ellos trataron de sobrellevar como pudieron o les dejaron. Y con la luz aquellas noches de postal desaparecieron. Menos en la memoria y los relatos de Antonio Lorenzo, el hijo de la maestra Margarita Martín.
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