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30 años de los jjoo de barcelona 92

El vuelo prodigioso del fuego olímpico

Fue el más ‘amateur ‘de todos. Tanto, que ahí sigue, ejerciendo de ebanista en el taller del popular barrio madrileño de San Blas, donde todo el mundo se siente orgulloso de tener a Antonio Rebollo, el arquero olímpico, el arquero del vuelo milagroso, entre sus vecinos

(L) | PETER READ

De pronto entró alguien en la reunión del Comité Ejecutivo del COOB-92, la organización de los Juegos Olímpicos de Barcelona 92, y le comentó al oído a uno de sus miembros una pequeña incidencia, que el portador de la noticia creía vital y el receptor consideró una bobada, lo que hizo, sin duda, que la reunión continuase sin el menor problema.

Pasadas algunas semanas, se supo, porque todo se sabe, que la noticia, la confidencia, la información relatada en secreto al ejecutivo del COOB-92 era la inquietud porque, de los 1.000 flechazos, o lanzamientos, o pruebas, que habían realizado el arquero Antonio Rebollo, medallista paralímpico, de Madrid, y sus dos sustitutos, una mujer y un hombre, por si le ocurría algo en las horas previas a la ceremonia inaugural de los JJOO, tres habían chocado contra el pebetero, es decir, no había sobrevolado la gigantesca antorcha del Estadio Olímpico de Montjuïc.

¿Y si la flecha choca contra el pebetero, qué hacemos?, fue la pregunta con la que alguien trató de inquietar a José Miguel Abad, máximo responsable de los JJOO. Abad lo tenía clarísimo, el tío del mechero activaría el truco que estaba preparado y, al día siguiente, asumirían las críticas «pero nada de repetir el flechazo ¡ni hablar! Se enciende manualmente, como si la flecha hubiese sobrevolado el pebetero, y punto pelota».

Es posible que Rebollo no sepa nada de todo esto. ¿Por qué? Porque se hubiese ofendido un montón. Él, todo lo que lanzó, lo acertó. ¡Menudo es Antonio! «Si me lo hubiesen pedido, si yo hubiese querido, es más, hasta lo propuse, hubiera hecho entrar la flecha en el pebetero». Y es que Rebollo, de 67 años, que sufrió polio a los ocho y se apuntó al deporte para saberse fuerte, capaz, recuperado, atleta, ha sido triple medallista paralímpico y olímpico, es decir, competía en las dos modalidades, lo que todavía lo hacía más merecedor de ser, sin duda, el atleta que provocó lo que todo el mundo considera el momento olímpico (y el efecto, y el encendido, y el segundo) más espectacular de la historia.

Rebollo cuenta que él era el más tranquilo del estadio. Y yo, después de hablar con él durante una hora, me lo creo. Les cuento. Un tipo que se convierte en la estrella de una noche única, histórica, y, 30 años después, sigue trabajando en el taller de carpintería («yo soy ebanista pero, Emilio, ahora, eso ya está pasado de moda, ahora todo viene hecho, todo son colas, tableros, herrajes, tornillería… ¡adios al arte, a las manitas!») de siempre, en el barrio madrileño de San Blas, es un tipo muy grande, único y merecedor, desde luego, de haber pasado, no digo a una mejor vida, pero sí a contar con un reconocimiento especial. Lo tuvo, pero…

Viajes a Barcelona

Rebollo nunca pidió, aunque merecía, un sueldo para toda la vida, ni siquiera una estatua (aunque las hay y no llevan su nombre), ni una calle, ni una plaza, pero sí que se le considere un grande de aquellos JJOO. Yo, y muchos, lo consideramos así, ¿a qué sí? Y es que este veterano arquero, al que, cierto día, mientras practicaba en la plaza Elíptica de Madrid se le acercó el gran Pepo Sol, el inventor de ese original y arriesgado número de la flecha para encender el pebetero, y le preguntó si él se veía capaz de lanzar una flecha con fuego, se quedó tan flipado con la idea «que, la verdad, lo tomé por loco, creí que era una broma, una chunga, ni caso le hice».

Pero ¡menudo era Pepo Sol! Volvió y le convenció. Y Rebollo empezó a hacer pruebas y más pruebas. Cada fin de semana viajaba a Barcelona y en un campo de tiro, en el foso de Montjuïc, en la falda de la montaña barcelonesa, con una batería de arqueros, él iba ensayando. Y ya les digo yo que Antonio no fallaba. Por eso estaba tranquilo Abad. ¡Tres de 1.000! ¡Por favor!.

«Yo pasé», explica el bueno y generoso de Rebollo, «de ser un arquero paralímpico ¡y olímpico! a ser un artista, de ser un deportista de élite a ser un actor, muchos dicen que el principal —y mira que había artistas allí!— de un espectáculo único. Y no podía fallar».

Era evidente que Rebollo sabía más de arcos y flechas que Sitting Bull, el jefe sioux, que acabó trabajando en un circo para Buffalo Bill. Y, en ese sentido, Rebollo se convirtió en el mejor asesor del gran Reyes Abades, el experto en efectos especiales de cine que debía encontrar la fórmula, la pócima, para que la cápsula que transportaba el fuego olímpico en la punta de la flecha, no se apagase.

«Aquello no era tarea fácil, la verdad. Es más», sigue contando Rebollo, «si Reyes Abades, cuyo primer intento fue una locura, pues se trató de un trozo de tubería de gas ¡Dios!, daba con el truco, lo demás, el lanzamiento, era coser y cantar. Bueno, no tanto, pero era lo menos difícil. Y, a base de probaturas, lo conseguimos».

Cuando Rebollo habla del resto del ejercicio está pensando en que él lanzaba con un arco a 40 o 50 libras y el olímpico, el que debía propulsar el vuelo prodigioso de esa flecha mágica y olímpica, debía ser de 80 libras, doble esfuerzo, pues salía a casi 300 kilómetros por hora del arco.

Rebollo triunfó, su flecha fugaz encendió el pebetero, iluminó el estadio, convirtió a Barcelona en el centro del mundo y la luz que provocó su flechazo fue máxima audiencia en el planeta.

Y, ahora, él sigue en su taller del popular barrio de San Blas, pidiéndole a su compañero de trabajo que apague un momento la sierra «porque estoy hablando con este periodista, que me está haciendo una entrevista». Y, minutos después, encolara un estante «porque, Emilio, esto de ser ebanista, ya no es lo que era».

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