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Día Internacional de las Matemáticas

Descubriendo los planetas

La Matemática ha sido decisiva para el conocimiento del Sistema Solar en dos etapas históricas diferenciadas desde hace dos mil años P Kepler enunció las tres leyes que llevan su nombre y permitieron comprender cómo se movían los planetas alrededor del Sol, según adelantó Copérnico

‘La noche estrellada’ (Vincent van Gogh, 1889). | ELD

Nosotros, pues todos los cielos están en nuestro interior y la vehemente energía que llevamos dentro atestigua nuestro origen celestial. En primer lugar la Luna: ¿qué otra cosa puede significar en nosotros más que el continuo movimiento del alma y el cuerpo? Marte representa la velocidad, Saturno la lentitud, el Sol Dios. Júpiter la Ley, Mercurio la Razón, y Venus la Humanidad.

(Humanitas).

(Ernst H. Gombrich, Imágenes simbólicas’)

En nuestro conocimiento del Sistema Solar hay dos etapas diferenciadas. La primera es la herencia de los clásicos, de aquellos hombres que hace dos mil años o más pasaban la noche intentando encontrar un sentido al movimiento de los astros y que se ayudaban de la Matemática para situarlos en el cielo. La segunda etapa se la debemos a la potencia de la Matemática, ya que sin ella, estudiando las perturbaciones de las órbitas de los planetas, no se hubiera podido completar nuestra visión del Sistema Solar. En medio queda Herschel.

Pero empecemos por los clásicos: «Los astros eran hijos del titán Astreo y Heribea o la Aurora. Habían querido escalar el Olimpo con su padre, Júpiter diseminó en el espacio su infinita multitud, con su rayo, y quedaron fijos al cielo» (Mitología griega y romana, de Pierre Commelin). Sin embargo, Júpiter no hizo bien su trabajo y algunos astros vagaban a sus anchas por el espacio. Los griegos llamaron a estos últimos «planetas» que venía a ser «errantes», es decir sin rumbo conocido. Posteriormente, tras siglos de mirar al cielo, advirtieron que sí seguían un camino predeterminado, es decir, se podía prever su movimiento, y pronto surgieron teorías y modelos para hacerlo. Sin entrar en muchos detalles podemos decir que se aceptó que estos astros vagabundos, los planetas, giraban llevados por esferas perfectas alrededor de la Tierra, que era el centro del universo.

Astros de esa naturaleza, si no contamos ni al Sol ni a la Luna que también lo hacían supuestamente, que girasen con la Tierra como centro, había siete ya que tanto en el caso de Mercurio como en el de Venus creyeron aquellos primeros astrónomos que cada uno era dos estrellas diferentes, una de mañana y la otra de tarde. Esto es así porque al estar situada su órbita entre el Sol y la de la Tierra, ya que son planetas «interiores», preceden al Sol, como lucero del alba al amanecer, al que los romanos llamaban Lucifer en el caso de Venus, o bien sigue al Sol como estrella de la tarde, y lo llamaban Vesper, pero acabaron por darse cuenta de que era uno solo al que dieron el nombre de la diosa de la naturaleza y del amor, Venus. Igual pasó con Mercurio con el que ocurría lo mismo

Por tanto los siete planetas quedaron reducidos a cinco: Mercurio (Hermes para los griegos), Venus (Afrodita en Grecia), Marte (Ares), Júpiter (Zeus) y Saturno (Cronos). Y su órbita en el cielo también era conocida, otra cosa era interpretarla correctamente. Fue Kepler (del que se cumplen ahora 450 años de su nacimiento: diciembre de 1571), quien iba a desentrañar el Sistema Solar y descubrió y enunció las tres leyes que llevan su nombre que permitieron comprender, ¡por fin!, cómo se movían los planetas, alrededor del Sol según había adelantado Copérnico. Y entre Copérnico, Galileo y el propio Kepler dieron carta de naturaleza a la Tierra para que figurase en este exclusivo club de planetas: no era otra cosa. El porqué de esos movimientos le correspondió encontrarlo a Newton.

Si nos fijamos en los nombres de los cinco planetas antedichos veremos que son los que sirven para designar a los días de la semana, bien es verdad que en otro orden y que Saturno se ha cambiado por su nombre en hebreo Shabbathai, de donde viene sábado. Son planetas con pedigrí. Naturalmente el lunes viene de Luna y el domingo es el día del Señor (o del Sol en otras culturas).

A finales del siglo XVIII, para colocar los planetas en el espacio, entre Johann Daniel Titius y Johann Elert Bode, formularon la llamada Ley de Titius-Bode (1772), que de una manera empírica, sin que haya una razón física detrás, nos da de manera aproximada la distancia media de un planeta respecto del Sol y que, formulada como lo haríamos hoy, coincide bastante bien con las distancias reales de los planetas entonces conocidos a excepción de un hueco entre Marte y Júpiter. Este vacío sideral y la posibilidad, en la fórmula de seguir añadiendo planetas incentivó la búsqueda de los mismos. Para entonces la óptica había avanzado mucho y eso permitió a Herschel, en 1781 con un telescopio de quince centímetros de diámetro descubrir a Urano (dios griego de los cielos, primer nombre no latino de un planeta) en el lugar adecuado para la Ley de Titius-Bode. Eran seis y no cinco los planetas. El hueco se resolvió en 1801 por el astrónomo italiano Piazzi quien, desde Palermo, descubrió a Ceres (diosa de Sicilia y de las cosechas) en el lugar adecuado, aunque tuvo que intervenir Gauss para confirmar la posición del nuevo planeta (¿Ya eran siete? Luego volveremos sobre Ceres).

Unos pocos meses después del hallazgo de Piazzi, Georg Wilhelm Friedrich Hegel defendió una tesis, Disertación filosófica sobre las órbitas de los planetas, en la que mantenía que solo podía haber siete cuerpos girando alrededor del Sol. Claro que ya eran ocho (los seis planetas más la Tierra y Ceres).

¿Habría más planetas que cumplieran con lo esperado? Ahora comienza la segunda etapa a la que antes me referí y donde la Matemática juega el papel principal. Los planetas se mueven en un espacio casi vacío y la influencia del Sol es enormemente predominante cuando queremos conocer sus órbitas ya que los demás planetas ejercen una influencia muy pequeña en su movimiento. Sin embargo, dado que los datos astronómicos se fueron afinando, fue preciso introducir la «perturbación» que un planeta produce sobre los otros planetas. Este fue el origen del problema de los tres cuerpos y por lo tanto, al estudiar, por ejemplo, el sistema Luna-Tierra-Sol, se considera que el movimiento de la Tierra y la Luna está influido muy poco por esta última, y en las ecuaciones se le aplica un parámetro que facilita la resolución de las ecuaciones resultantes. Este procedimiento se conoce como «teoría de la perturbación» y fue investigado por Laplace , Poisson y Gauss, entre otros.

Se sabía que el recién descubierto Urano presentaba algunas anomalías o perturbaciones en su trayectoria, lo que estudiado por el británico Adams, por un lado, y por el francés Le Verrier (o Leverrier), por otro, condujo a localizar a un nuevo planeta desde el observatorio de Berlín, al que llamaron Neptuno. Lo consiguió Johann G. Galle quien siguiendo los cálculos de Le Verrier encontró (1846) este octavo planeta, si contamos a Ceres (que no lo debemos hacer), en la posición predicha lo que se valoró como un gran triunfo de la Matemática. Esta teoría de las perturbaciones generalizada se aplica en multitud de casos y es básica en, por ejemplo, el estudio de la Teoría de la Relatividad.

Por desgracia, la posición del nuevo planeta no cumplía con la Ley de Titius-Bode. Hay que hacer notar que Neptuno, sin saber el sabio toscano que era un planeta, ya aparecía como un astro en los cuadernos de observación de Galileo en 1613, que lo había visto alineado con Júpiter.

Le Verrier, crecido por su triunfo científico, quiso resolver las perturbaciones que se sabía que afectaban a Mercurio y predijo la existencia de otro planeta al que llamó Vulcano más cercano al Sol que explicaría ese fenómeno. Vulcano tuvo una existencia efímera ya que nunca existió y las perturbaciones de Mercurio se aclararon en 1919 con la teoría de la Relatividad tras la observación del tránsito de este planeta sobre el Sol. Le Verrier se había pasado de listo, lo que no le impidió llegar a ser el director del observatorio de París.

Y tampoco se ajustaba a la ley de T-B el planeta Plutón cuando fue descubierto casi de la misma forma, es decir mediante previos y complicados cálculos matemáticos, el 18 de febrero de 1930 por el astrónomo estadounidense Clyde W. Tombaugh desde Arizona en el observatorio fundado por Percival Lowell, cuyas iniciales (PL) determinaron el nombre del nuevo planeta, aunque Plutón era el dios romano del inframundo y poco apropiado para andar por los cielos.

Así pues, cuando el Sistema Solar (véase Hegel) parecía estar completo se descubrieron hasta cuatro planetas más: Urano, Ceres, Neptuno y Plutón. Pero era solo un espejismo.

Ceres fue descalificado enseguida al descubrirse otros muchos cuerpos similares como Vesta, Juno, Palas,..., con los que compartía el espacio orbital. En realidad es uno más, aunque destacado, del cinturón de asteroides (el nombre de asteroide se debe a Herschel, que los nombró así ya que no eran «ni planetas ni cometas»), de los cuales sabemos hoy que hay más de medio millón. Tampoco Plutón dio la talla y fue clasificado como un «planeta enano» aunque ha habido dimes y diretes sobre el asunto. Esa condición le fue adjudicada cuando se descubrió que tenía un compañero, Caronte, y por tanto no había limpiado su órbita que es condición para ser considerado planeta (véase el acuerdo de 2006 de la Unión Astronómica Internacional; he leído que un grupo disidente de astrónomos no solo quieren rehabilitar a Plutón sino añadir otros ciento cincuenta planetas más al sistema solar).

Más alejados aún que Plutón hay otros muchos objetos que de alguna manera pertenecen a nuestro sistema solar y que conforman el cinturón de Kluipert y la nube de Oort, pero ninguno entra, hoy por hoy, en la categoría de planeta (hasta que los disidentes se hagan con el mando). Hay que hacer notar que estas estructuras no son visibles sino que se han encontrado mediante cálculos matemáticos. Todos estos objetos se llaman «transneptunianos» y el más alejado localizado por el momento es el llamado Farfarout (algo así como «el más lejano») que se encuentra a 132 veces la distancia de la Tierra al Sol (que es la unidad astronómica). Ahora se dice que para explicar ciertas perturbaciones debe existir un noveno planeta que estaría a una distancia entre 300 y 800 veces más lejos del Sol que la Tierra. Sería un planeta grande con una masa entre cinco y diez veces la del nuestro, con una órbita moderadamente inclinada (15-25 grados) y elongada. Sería sobre todo un planeta difícil, pero no imposible, de detectar en la próxima década y cuyo proceso de formación además representa, debido a su gran distancia al Sol, un problema formidable (tomado de Eva Villaver). Por ahora es una hipótesis, veremos si no pasa como con Vulcano.

Así pues, nos quedan ocho (quizá nueve) cuerpos celestes que merecen el nombre de planetas: cuatro rocosos (Mercurio, Venus, la Tierra y Marte), y cuatro gaseosos (Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno). Naturalmente algunos de estos planetas tienen satélites y hay además cometas, meteoroides y otros objetos pero no son todos estos cuerpos celestes, por mucho que brillen algunos, estrellas errantes con un pasado clásico.

*La 40ª Conferencia General de la Unesco proclamó (40C/Resolución 30 de 26 de noviembre de 2019) el día 14 de marzo de cada año como Día Internacional de las Matemáticas. En muchos países ya se venía celebrando como el Día de Pi.

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