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La semana que cambió el mundo

En febrero de 1972, Nixon llegó a China para sellar su alianza frente a Moscú, los tres actores que aún rigen el mundo P Estos días de ecos bélicos se echa en falta aquella flexibilidad

Mao y Nixon, durante su encuentro en febrero de 1972. | ELD

En la pista de aterrizaje le esperaba el apretón de manos del primer ministro, Zhou Enlai, y el himno estadounidense interpretado por el Ejército de Liberación Popular. Horas después sentó con Mao las bases de un nuevo orden mundial. No le ahorró Richard Nixon ditirambos a su visita a Pekín. «La semana que cambió al mundo», «la más grandiosa semana en la Historia desde la creación»… El filósofo francés Andre Malraux le había advertido de que acometía «una de las misiones más importantes de nuestro siglo» y lo comparó con los viejos exploradores europeos del nuevo mundo.

Se acaban de cumplir 50 años de aquella cumbre que selló la alianza de Pekín y Washington frente a Moscú, los tres actores que aún rigen el mundo. Aquella China de delirante ideología veía en Washington al demonio e incluso los más audaces académicos estadounidenses que defendían el diálogo con Moscú lo rechazaban con Pekín. Solo la necesidad aceitó el encuentro.

Vietnam de trasfondo

Nixon necesitaba una excusa para salir del heredado conflicto en Vietnam que sangraba sus arcas y dividía a la sociedad. Perdemos Vietnam pero ganamos China, concluyó, jubilando la doctrina del dominó. China enlazaba desgracias como el Gran Salto Adelante o la Revolución Cultural y la geopolítica le era extraña, vocacionalmente aislada y con el asiento chino en la ONU ocupado por Taiwán. Les unía el miedo a la Unión Soviética. La Guerra Fría tenía aún un pronóstico incierto y Washington quería impedir un invencible bloque sino-soviético. A Mao, por su parte, le inquietaba que la creciente hostilidad de su antiguo aliado ideológico derivara en una guerra nuclear.

No se antojaba fácil una cumbre de dos países cuyos representantes rehusaban estrecharse la mano en los foros internacionales y de digestión complicada para sus opiniones públicas. La discreción abundó en los preparativos. Un año antes había visitado Pekín en secreto Henry Kissinger, la mano derecha de Nixon, gracias a la complicidad de Pakistán, uno de los escasos países que mantenía buenas relaciones con ambos. Kissinger dijo sentirse enfermo en Islamabad, fue trasladado a un bungalow apartado y desde ahí salió camuflado para subirse al avión que le llevaría a China. Un periodista inglés que vio por casualidad la escena en el aeropuerto no consiguió convencer a su editor de que ese tipo con sombrero y gafas de sol era el consejero de seguridad de la Casa Blanca.

A Pekín llegó Nixon con tabaco de obsequio, una costumbre local aún vigente. A los chinos les impresionó el sello presidencial en las cajetillas y el mensaje que alertaba de los daños a la salud. Mao, ya enfermo, departió con Nixon de historia y filosofía, y delegó en su eterno primer ministro lo sustantivo. Cualquier acuerdo pasaba por superar el escollo de Taiwán y Nixon lo sacrificó en el altar de la realpolitik. El Comunicado de Shanghái, firmado durante aquella semana, fijó el principio de «una sola China» y aclaró que la isla era parte de ella. La traición estadounidense allanó la salida de Taipei de la ONU y la precipitada pérdida de aliados que continúa hoy. El comunicado también incluía el compromiso de que ambos países se opondrían a los esfuerzos de la URSS de dominar Asia. Nixon marchó de Pekín con la misión cumplida y fue recibido como un héroe en Estados Unidos.

«Washington tenía que reconocer a China en algún momento, era un país demasiado importante para ignorarlo. Reino Unido y Francia ya tenían relaciones diplomáticas con Pekín y Japón esperaba a que lo hiciera Estados Unidos para seguirla. No las establecimos por completo hasta 1979. La cuestión no era hacerlo o no sino elegir el momento», señala Stanley Rosen, profesor de Ciencia Política en el Instituto Estados Unidos-China de la Universidad de South Carolina.

La cumbre dio la tranquilidad a China para centrarse en la apertura económica pocos años después. Una ola de revisionismo critica a Nixon por sembrar la semilla del auge chino que ahora perturba a Estados Unidos. El planteamiento ignora que era inevitable que despertara un país con «enorme población, vastos recursos naturales y algunas de las gentes más capaces del mundo», en palabras de Nixon.

«Esas críticas demuestran mucha confusión. La razón de la cumbre fue la seguridad, no tuvo que ver con la economía o con el compromiso global de China. Eso llegó mucho más tarde con su entrada en la Organización Mundial del Comercio», afirma Anthony Saich, sinólogo de la Harvard Kennedy School.

A Nixon y Kissinger, responsables de algunas de las peores tropelías de la mitad del siglo pasado, no se les puede negar la clarividencia. El primero alertó de los peligros de enfrentarse al «más formidable enemigo que ha existido nunca en el mundo» y el segundo pide estos días el diálogo para evitar un conflicto «catastrófico» que dividiría al mundo. Washington camina en sentido contrario estos días, tenaz en su hostilidad e ignorante de la prioridad sentada medio siglo atrás: evitar que Pekín y Moscú tengan mejores relaciones entre ellos que con ella.

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