Como dice la historiadora Paulina Bren, a veces «los accidentes de la historia suceden». Se crean lagunas documentales y de archivos, se van perdiendo fuentes y caen en las grietas del olvido personas, lugares, acontecimientos... No es casualidad, no obstante, que esos accidentes hayan enterrado a menudo la memoria de las vidas de mujeres, distorsionando su imagen, ocultando un papel determinado que desempeñaron, individual o colectivo, haciendo no solo más pobre sino también más inauténtica la historia oficial.

Por suerte hay quien, como la propia Bren, no ceja en el esfuerzo de hacer la fotografía completa. Por una mezcla de esa fascinación tan neoyorquina por el mundo inmobiliario y de curiosidad por cómo era en realidad el hotel en que Sylvia Plath basó el Amazon de La campana de cristal, la historiadora centró su objetivo. Persistió donde otros antes habían abandonado. Y a través de un minucioso trabajo de documentación, acudiendo a fuentes y materiales diversos, con decenas de entrevistas y buceo en archivos como los de la revista Mademoiselle, en The Barbizon consigue rescatar de su injusto olvido un hotel neoyorquino de mujeres hasta ahora injustamente obviado y «reconstruirlo», el verbo que elige en una entrevista telefónica

A través de la historia del Barbizon y de la de sus residentes —ilustres como Plath, Joan Didion, Grace Kelly, Liza Minnelli, Nancy Davis (luego Reagan), Joan Crawford, Cybill Shepherd, Ali MacGraw o Phylicia Rashad, pero también menos conocidas o directamente anónimas—, se contemplan desde una nueva perspectiva tanto el Nueva York del siglo XX como el intenso camino femenino de sueños y luchas, de triunfos y fracasos y, también, quizá sobre todo, de ambición. «Tenemos una cronología de los derechos de las mujeres, pero también hay otra de su ambición, que es algo muy distinto», recuerda Bren. «No siempre van en la misma vía. Y aún hoy decir que la mujer es ambiciosa es peyorativo».

Inaugurado en 1928

En un imponente edificio de estilo neogótico con 23 plantas y 720 habitaciones en la esquina de la calle 63 con la Avenida Lexington, en el Upper East Side, el Barbizon abrió sus puertas en 1928, ocho años después de que en EEUU se hubiera impuesto la ley seca y las mujeres ganaran por fin el derecho a voto. Nueva York bullía con speakeasies y flappers, y con oportunidades laborales tras la I Guerra Mundial. Había en la ciudad ya otros hoteles residenciales solo para mujeres, pero el Barbizon podía ofrecer a la clientela femenina de clase media y alta —por supuesto entonces blanca y especialmente con inclinaciones creativas (no por nada se bautizó en honor a una escuela de pintura francesa del siglo XIX)— no solo un alojamiento seguro y respetable (los hombres no podían pasar del vestíbulo), sino unas instalaciones envidiables.

La mayoría de los cuartos eran pequeños pero cada uno tenía una radio instalada y, en una señal de la domesticidad replanteada en la época, ninguno contaba con cocina. Había servicio de limpieza y cafetería. Y piscina, gimnasio, biblioteca, salas de lectura, estudios insonorizados, salones donde por la tarde se servía té gratis y jardines en sus terrazas de las plantas altas. A pie de calle, acceso directo a todo tipo de tiendas: desde una peluquería y una farmacia hasta una lencería.

Allí empezaron a llegar, con sus cartas de recomendación para pasar la rigurosa selección de la gerente, mujeres anónimas o con nombres destacados, como Molly Brown, superviviente del Titanic. Y lo siguieron haciendo, persiguiendo sus sueños laborales y de independencia económica, incluso con la Gran Depresión, cuando se las despreciaba si trabajaban fuera de casa porque se interpretaba que quitaban el empleo a los hombres (en el caso de las mujeres casadas, lo tenían prohibido por ley en 26 estados).

En esa época arrancó también el vínculo entre el Barbizon e instituciones que marcaron su camino y su fama. La primera fue la escuela de secretariado Katharine Gibbs, donde se formaba a la perfecta secretaria ejecutiva, que reservaba dos plantas del hotel para sus alumnas. «Entrar era complicado pero, una vez admitidas, las mujeres no solo aprendían mecanografía y taquigrafía sino también literatura, arte, etiqueta... Era el vehículo para que empezaran a subir la escalera corporativa y muchas acabaron en puestos directivos», recuerda Bren.

Poblado también de modelos de la agencia Powers que convertían el Barbizon en la luz a la que acudían como polillas los hombres (incluyendo el esquivo JD Salinger, que pasaba tiempo en la cafetería), el hotel empezó a forjar en los años 40 otra alianza clave: esta vez con la revista Mademoiselle. En el Barbizon se alojaban las 20 jóvenes brillantes que la revista seleccionaba entre cientos de candidatas universitarias y a las que reunía cada junio en Nueva York para participar en su programa de editoras invitadas. Así es como en 1956 llegó al Barbizon, un enclave de «blancura» en el ya hiperblanco Upper East Side, su primera residente negra, la luego reconocida artista Barbara Chase. Y así se alojaron también un año antes Joan Didion o Janet Burroway y, antes aún, en 1953, Plath. Es una suerte para Bren que estas escritoras fueran capaces de «narrar» sus propias experiencias porque, dice, «la gente tiene memorias, pero necesitas tener narrativas».

Lo que relataron de distintas formas, en una icónica novela en el caso de Plath, era una «experiencia común»: «el tira y afloja entre lo que querían y lo que la sociedad esperaba de ellas», dice. «Eran mujeres talentosas, ambiciosas y atractivas. Querían divertirse pero también ser intelectuales. Y podían parecer una anomalía en los años 50, pero se les juntaba, y se juzgaban unas a otras y a sí mismas».

El subtítulo del libro de Bren (del que HBO ya ha adquirido la opción de desarrollar una serie de ficción, con la actriz Emilia Clarke como productora ejecutiva) es «el hotel que liberó a las mujeres» pero la autora reconoce que tiene un elemento de «ironía», un reflejo de la paradoja del Barbizon. El mismo local en una de cuyas habitaciones nació la agencia de modelos Ford fue un lugar liberador al que se podía llegar sola, sin conocer a nadie, desde cualquier rincón de EEUU, y disponer de un espacio seguro para vivir y buscar trabajo. Sin duda fue un oasis de independencia en los retrógrados años 50. Pero aquella era, recuerda la autora, «una libertad circunscrita por el hecho de que no importa lo ambiciosa que fueras o lo bien que te fuera: la meta durante buena parte del siglo XX era el matrimonio, y se cernía sobre ti todo el tiempo». Además, «no había mucho tiempo y la ventana de oportunidad era pequeña —añade—. A la vez que trabajabas en tus sueños, tus ambiciones y tu carrera, debías compatibilizarlo con encontrar un marido y, por supuesto, ahí no hay mucha libertad».

No todas las mujeres lograron, además, culminar la historia de triunfo que marcaban los parámetros de la época, o la liberación económica, profesional, sexual o personal que buscaban. Los suicidios solían producirse los domingos, tras el día oficial de las citas. Hubo abortos clandestinos. Las colas en los baños para vomitar eran habituales en un espacio donde la presión de la imagen disparaba la bulimia. Y pese a la proyección de paraíso de clase media-alta, «socioeconómicamente había una enorme mezcla mucho mayor de lo que el hotel estaba dispuesto a aceptar», explica Bren.

Otra de las escritoras que Mademoiselle llevó al Barbizon, y que volvió dos años después para escribir una serie de artículos para The New York Post fue Gael Greene, y ella miró precisamente a esos otros aspectos menos glamurosos que rompían con la imagen de la «casa de muñecas». Y ahí estaban la depresión y desesperación de aquellas que llegaron a Nueva York cargadas de metas y ambiciones, pero «fracasaron» y se quedaron en el hotel, haciéndose mayores, solas, apodadas simplemente como «las mujeres».

El declive del Barbizon se movió en paralelo a la historia de Nueva York y, también, a la paradoja que el lugar representaba respecto a los derechos de las mujeres. Como dice Bren, «el hotel no era conscientemente feminista pero su misión lo era y muchas de las mujeres actuaban como tales aunque no se definieran así». Conforme el movimiento feminista avanzaba en los años 70, el negocio perdía parte de su sentido, si no todo.

La protección que ofrecía el hotel, y lo emocionante y excitante del lugar, ya no eran necesarios, ni buscados. En los años 70, la escuela de secretariado abandonó sus dos plantas y Mademoiselle acabó su programa de editoras invitadas. En una ciudad plagada por el crimen, la decadencia llegó también al Barbizon. Se hundió la ocupación. Y en 1981 se abrió a hombres.

El Barbizon, ya convertido en un hotel regular, fue pasando por distintos propietarios. Tuvo la suerte, al menos un tiempo, de contar con la figura de David Teitelbaum, un controvertido hotelero convencido de que el lugar debía un respeto al pasado. «Es una vergüenza que su visión no se consumara», lamenta Bren, que contrasta esa visión a la de una figura del sector como Donald Trump, encomendado al taladro y a las letras doradas. «En esa lucha —lamenta— sabemos quién ganó, tristemente para todos».

Finalmente, en 2007, el Barbizon se convirtió en un condominio de apartamentos de lujo, reconversión en la que también se refleja la deriva de Nueva York. Todo el interior se demolió. Los nuevos residentes, incluyendo famosos como Ricky Gervais, pagaron entre uno y 13 millones de dólares por unos apartamentos diseñados en un lugar que ha borrado su historia: de su pasado, hoy apenas quedan algunas fotos antiguas de las residentes famosas en una zona común de la tercera planta, una enorme B en la alfombra que ocupa un feo vestíbulo aséptico y de pretensiones futuristas y un ejemplar del libro de Bren en una mesita. Pero sin duda el vestigio más poderoso son las antiguas residentes del hotel, las denostadas «mujeres» que han resistido en él. Hoy quedan cinco de ellas en apartamentos de «renta estabilizada» —con precios antiguos e irrisorios en el mercado inmobiliario de la ciudad, incluso de menos de 200 dólares al mes— y que están blindadas contra la expulsión. Eso, dijeran lo que dijeran los antiguos parámetros del Barbizon, y de la sociedad, es triunfar en Nueva York.