María Casares tuvo dos exilios. Uno en vida, al que la Guerra Civil y la posterior dictadura la condenaron por ser hija de un rostro visible de la recién vencida República, y otro que aún dura hoy, relativo al ostracismo al que su obra y su legado fueron relegados en su país de origen. En Francia es un icono, una leyenda, un personaje histórico de calibre único en el gremio al que consagró su vida. En La Coruña, localidad española donde nació (21 de noviembre de 1922) y vivió sus primeros años, con suerte es un colegio de Secundaria o, para los más leídos, la hija del malogrado presidente del Consejo de Ministros republicano Santiago Casares Quiroga, que perdió toda relevancia política tras el golpe de Estado de 1936, para ser desahuciado más tarde por la resistencia republicana debido a su tibieza y a su falta de previsión para con la fuerza del movimiento subversivo que se articulaba bajo su mandato.

Pese a que ámbitos como el feminismo, el gremio teatral y los colectivos en favor de la recuperación de la memoria histórica se han esforzado, en los últimos años, por reivindicar su figura, su potencial creador y su trascendencia más allá de lo artístico, los foros reducidos nunca son suficientes si el grueso popular, y, sobre todo, las instituciones públicas no dan su refrendo.

De Francia, país en el que desarrolló su carrera artística y donde su apellido se escribía Casarès, procede su última biografía, La Única, obra de la escritora francesa Anne Plantagenet, editada en España por Alba Editorial. No es, desde luego, el primer trabajo que explora su figura y, a pesar de que en las que fueron sus fronteras de nacimiento se le sigue negando el crédito, existen en España autoras que se han esforzado por rescatar a la artista del olvido. María Lopo, autora de Cartas en el exilio. Correspondencia entre Santiago Casares Quiroga y María Casares y El tiempo de las mareas. María Casares y Galicia es una de ellas. «Fue una de las grandes creadoras europeas de la segunda mitad del siglo XX; una gran actriz, y también una gran escritora, lo que se ve en sus memorias y en su correspondencia. Viene de una familia que aquí se quiso borrar. Estuvo marcada por ser hija de quien fue», defiende Lopo.

Uno no es de donde nace, sino de donde pace, y a veces de ninguno de los dos sitios. María Casares, antes que actriz, antes que hija de Casares Quiroga, y antes que muchas otras cosas que conformaron las aristas de su personalidad, era una exiliada. Una etiqueta que llevó como prenda de honor y que integró en su identidad hasta el punto de titular su autobiografía como Résidente privilégiée, residente privilegiada; estatus que figuraba en su tarjeta de residencia francesa. Es por eso que, aunque agradecida a su tierra de acogida, no renunció jamás a su nacionalidad española, y solo se casó y adquirió la francesa una vez muerto Franco. «Pudo optar a la nacionalidad francesa, pero no lo hizo para no perder la española. Fue una decisión simbólica que le ocasionó muchos problemas. Llevó a Galicia siempre consigo», afirma María Lopo.

Dicen que no se debe regresar a donde uno fue feliz alguna vez. Algo que María Casares debió tener presente, pues, aunque siempre se reivindicó española, no volvió a pisar su tierra aún concluida la dictadura que la había abocado al destierro. “A España regresó como actriz, para representar El Adefesio de Rafael Alberti, por ejemplo. A Galicia no volvió. Imagino que no es fácil volver cuando has pasado 40 años fuera de tu tierra; ella tenía una gran fidelidad a su familia, y, por otra parte, no sabía bien qué iba a encontrarse: la casa estaba echada a perder, las personas ya no estaban...” , reflexiona María Lopo.

Muchos achacan al rencor el hecho de que no regresase jamás para quedarse en el país en el que tanto había perdido y sufrido su familia, pero en esta decisión caben mil lecturas; todas ellas, a ojos de quienes la conocieron y estudiaron, pueden llegar a ser válidas. Pese a desenvolverse habitualmente en francés, nunca perdió su acento vernáculo; y llevó consigo, allá adonde fue, sus fotos de niña en la playa de Bastiagueiro. Solía repetir que su mudanza con ocho años a Madrid debido al cargo de su padre como jefe del Consejo de Ministros, fue su primer exilio. “Venía de estar en A Coruña, todo el día fuera, en la playa. En su familia había bastantes enfermedades, y querían que ella saliese fuerte. Luego llega a Madrid como hija de un ministro. Todo cambia”, asegura Lopo.

De la correspondencia que padre e hija intercambiaban para solventar la separación forzosa, publicada en Cartas en el exilio. Correspondencia entre Santiago Casares Quiroga y María Casares, pueden adivinarse rasgos de la personalidad de ambos; desde la maravillosa escritura de Casares Quiroga o la nostalgia por lo perdido en el pasado, hasta el humor y la retranca que padre e hija compartían y conservaban.

«El teatro es mi patria»

La íntima vinculación que estrechó durante años con el filósofo Albert Camus no fue el único punto de unión de la actriz con los postulados existencialistas. María Casares irrumpió en los escenarios franceses para cambiar, para siempre, sus códigos y lenguajes. A su concepción existencialista de la interpretación, ocupación que trascendía en su día a día al mero oficio, dedicó su tesis doctoral la actriz Sabela Hermida, otra de las autoras que quisieron poner en negro sobre blanco la impronta y el legado de Casares. «Su biografía la escribe desde su espejo más vitalista o más existencialista. Lo que le quedó por hacer fue publicar su teoría dramática, que está ultrarrelacionada con las teorías existencialistas que incurren en su forma de interpretar y crear su personaje. Hacía un teatro vitalista», resume Hermida.

Para Casares no existía línea divisoria entre la vida y el teatro. No dibuja, en su trayectoria, frontera entre uno y otro, pues ambas facetas se retroalimentan: una vive de la otra. Su máxima a la hora de meterse en la piel de un personaje estribaba en que todos los elementos presentes en escena se homogeneizasen para crear el acontecimiento teatral. «Todo tenía que estar a favor para sacar la idea del poeta, que para ella era el dramaturgo. El teatro, para María Casares, era poético, y si no era poético, no era teatro, era otra cosa», reivindica Hermida.

Una concepción vital en la que el público no era un mero espectador, o un receptáculo vacío de la acción que tenía lugar ante sus ojos, sino la última pieza imprescindible para completar ese puzzle que era la escena. «Si no había comunión entre el público y la obra que se estaba representando, el hecho teatral no existe. La comunión debía ser algo casi metafísico. Para ella, el público era el último actor», completa Hermida.

Esta forma de concebir el modo en el que debía ejercerse su profesión la llevó incluso a distanciarse del cine por sus códigos encorsetados. Un género en el que triunfó, no obstante, con filmes como Les enfants du Paradis, Les dames du Bois de Boulogne u Orphée, donde actuó a las órdenes de Jean Cocteau, único director con el que se sentía lo suficientemente libre en pantalla como para no desvincularse del todo del formato, cuyas exigencias la hacían sentirse limitada como intérprete. «Para ella, cada vez que subía al escenario era una catarsis absoluta. Vivía por y para ese momento. Ella era una actriz creadora. Lo más importante para María Casares era la libertad, en todas sus formas; una libertad que el cine castraba y que era posible en el teatro», refiere Hermida. Sobre las tablas construyó la identidad que su estatus de exiliada nunca le permitió fuera de ellas. «El teatro es mi patria», clamaba con frecuencia.

Como hija de una figura controvertida como Casares Quiroga halló rechazo a ambos lados del tablero político: a la derecha, por sus ideales republicanos; y a la izquierda, donde se reprochaba a su padre su lenta reacción ante el golpe de Estado, que subestimó. Una contingencia que la condenó al olvido aquí, donde soportó incluso amenazas cuando regresó como actriz tras la muerte de Francisco Franco; pero no en el exilio argentino, en el que fue recibida, en múltiples ocasiones, como un símbolo del triunfo republicano en el destierro. «En Sudamérica fue recibida no solo como la gran actriz que era, sino como un símbolo de España y de la República ansiada. A pesar de venir de una familia burguesa, y de que no acostumbraba a hablar en gallego, el día de la patria gallega en la Radio Nacional francesa recitaba a Rosalía de Castro, a Rafael Dieste, a Celso Emilio. También colaboró con Galicia Emigrante y con Luís Seoane», narra Sabela Hermida.

María Casares pasó a la historia en Francia como una de sus grandes trágicas, pero su país olvidó escribir su nombre en el Olimpo de los dioses. Una deuda que sus estudiosos, compañeros de profesión y algún admirador fiel luchan por saldar 25 años después de su fallecimiento (el 22 de noviembre de 1996), y así romper, de una vez, el exilio que esta actriz, creadora, trágica y única, padece todavía.