DIRECTORA DE TWO ART GALLERY

Hay historias que parecen repetirse una y otra vez a lo largo de los siglos, algunas incluso podríamos decir que son tan viejas como la misma vida, y es que cuando el amor hace de las suyas todo se vuelve dramático y trágico, la sensatez deja paso a la locura y todo acto en su nombre adquiere un valor más allá de lo teatral. No es raro encontrar multitud de casos en los que artistas y aprendices, maestros y musas o modelos comparten inquietudes que van más allá de lo puramente pictórico, Velázquez y Juana Pacheco, Jackson Pollock y Lee Krasner, Rodin y Camile Claudel, Salvador Dalí y Gala, Willem de Kooning y Elaine Fried, Federico Beltrán Massés e Irene Narezo, Pablo Picasso y…, bueno tendríamos que abrir un capítulo aparte para hablar de todas las musas del malagueño —desgraciadas la mayoría de ellas por lo mal que las trató—, relaciones en las que normalmente ellos eclipsaban las carreras de ellas que acababan transformándose en un objeto más de la decoración de su estudio, aunque siempre hubo algunas excepciones que encontraron una especie de perfecto equilibrio entre lo artístico y lo privado como sucedió con Constance Mayer y Pierre-Paul Proud’hon.

Mientras que ella tuvo una exquisita formación técnica bajo la tutela de los mejores maestros ya que su padre era partidario de la educación de la mujer, incluso trabajó con el insigne Jacques-Louis David, Pierre-Paul era alabado por su gran dominio del dibujo, así que cuando ambos se conocieron en aquellos primeros años del siglo XIX no fue raro que fusionaran sus habilidades de manera que en muchas ocasiones él esbozaba la base de ciertas escenas y ella en un segundo momento las manchaba, un trabajo conjunto que sigue generando confusión pues no se sabe dónde empieza la mano de uno y dónde acaba la del otro.

Como es lógico no siempre pintaban juntos, ambos tenían sus respectivos caminos, y a pesar de que París era el punto de referencia de la creación europea la imagen de la mujer pintora seguía limitada a un arte menor, de hecho cuando Constance Mayer presentó en 1814 El amor seduce a la inocencia la crítica tiró por tierra toda pretensión de triunfo al afirmar que «una mujer debe limitar sus actos a pintar unas flores o a dibujar sobre el lienzo los rasgos de sus queridos padres. Ir más lejos, ¿no es mostrar una naturaleza rebelde? ¿No es violar las leyes de la decencia?». Siempre se le criticó hacer uso del desnudo en algunas de sus obras y haberle puesto sexo a los querubines que tradicionalmente se representaban de manera andrógina, fue según muchos como quitarles la inocencia, esto no sólo provocó un gran desánimo en su espíritu sino también que estuviera siete años sin pintar escenas mitológicas.

Con los años se convirtieron en reconocidos artistas, incluso recibían continuos encargos del mismo Napoleón, lo cierto es que tanto los retratos como ese estilo emotivo y un tanto erótico que ambos practicaban calaron muy bien en la alta sociedad. Su relación se fue afianzando a todos los niveles, compartían casa con los cinco hijos del pintor con los que ella no tenía buena relación, siempre la miraron con indiferencia, mientras esperaban más pronto que tarde poder formalizar su relación. Desde que se casara con diecinueve años su matrimonio sólo fue para él motivo de infelicidad, la mujer de Proud’hon estaba ingresada en un sanatorio mental desde hacía cinco años así que el previsible desenlace no se haría esperar por mucho más tiempo.

Lo cierto es que fueron más de diez años de espera, el doble que separaba sus edades, un tiempo que de seguro fueron casi cien para ella pues le provocaron ciertos estados de ansiedad y melancolía, además gastó su fortuna familiar en mantener a los hijos de su amante, su reputación estaba muy malograda, no estaba bien visto que una mujer viviera con un hombre casado, y el número de encargos bajó considerablemente pues sus mecenas pronapoleónicos tuvieron que salir huyendo de allí, así que quedó en una situación financiera muy delicada, prácticamente casi en la indigencia.

En la primavera de 1821 la esposa de Pierre-Paul ponía fin a su agonía no sin antes hacerle prometer a su marido en su lecho de muerte que jamás volvería a casarse. Seguramente en un acto de piedad mal entendida el pintor accedió y juró que nunca lo haría, sin saber que en ese mismo instante comenzaba a escribir el trágico final de su propia vida. Cuando Constance conoció la noticia fue al estudio de su amado, tomó su navaja de afeitar y se cortó el cuello, su frágil y sensible naturaleza no pudo soportar la idea de permanecer alejada de su amado, muriendo en el acto con tan sólo 46 años. Por su parte, él quedó absolutamente hundido en una depresión, nunca nada volvió a ser igual, muriendo de pena dos años más tarde.

El amor los unió y el amor los separó, un desenlace inesperado que no sólo puso fin a sus vidas sin también a su arte. Tras el fallecimiento de Proud’hon sus hijos, en una especie de póstuma venganza hacia aquella mujer que se metió con calzador en sus vidas, convirtieron la figura de Constance en una sombra que desde entonces ha estado oculta bajo aquellas confusas pinceladas. Aprovechando que ella no tenía herederos y borraron la firma de todos sus cuadros para atribuirlos a su padre y así venderlos en el mercado a un precio mayor, enterrando para siempre el nombre de Constance Mayer.

Bien podríamos cantar aquella canción de Sabina… «El amor cuando no muere mata, porque amores que matan nunca mueren…». Juntos vivieron y pintaron, amaron, murieron y también juntos yacen en la misma tumba del cementerio Père Lachaise en compañía de Isadora Duncan, Modigliani, Chopin, Corot y la cantante Édith Piaf, entre otros. Descansen en paz.