Se mire como se mire, Juana de Arco era muy marciana. Tanto que Mark Twain se enamoró de ella por «su confianza en la voluntad de Dios, su coraje y su simplicidad», los chovinistas franceses la mantean como heroína nacional y los colectivos como Urban Porn la beatifican como la santa queer (tunearon su estatua en Lille, añadiéndole un pene a la pobre). Pese a que hay estudios que dan por sentada su disforia de género, la medievalista británica Helen Castor, autora de Juana de Arco. La historia de la Doncella de Orleans (Ático de los Libros), explica que vestida de hombre «era menos vulnerable» —«los cordones con los que se anudaba la manga del jubón ofrecían una protección práctica contra la agresión sexual»—, y que, según testigos de la época, cuando vistió con ropa de mujer durante los días de su proceso por hereje, «la violaron en su celda».

Buceando en apnea por los textos de los juicios que la condenaron —1431— y, posteriormente, la rehabilitaron tras su muerte en la hoguera —1456—, Castor no se detiene en las voces que oyó de santa Catalina, santa Margarita y el Arcángel Miguel —«en la época todo está impregnado de este tipo de cosas»—, ni en su lado disfórico, sino en el hecho de que una campesina de 17 años, analfabeta, se creyera llamada por Dios para ser «¡una líder militar de Francia!» (y que, encima, la dejaran). La cosa, calcula Castor, es que Francia estaba bajo dominación inglesa, inmersa en la guerra de los Cien Años y, para mayor oprobio, los borgoñones (muy anglos) y los armañacs se sacaban las ojos. ¿Qué perdía el delfín Carlos por darle un puñado de soldados y que probara suerte en Orleans?

Y Juana de Arco, con la armadura que no se quitaba ni para dormir, no solo la liberó en cuatro días, sino que lo hizo prohibiendo a sus tropas «el asesinato, la violación, el saqueo y cualquier otro tipo de violencia a los (enemigos) dispuestos a someterse» a su causa. Varias victorias rápidas más tarde, y con Carlos ya coronado en Reims, empezó el bullying. Sacaron el Deuteronomio y la condenaron, sobre todo, por vestir ropa de hombre, «una abominación ante el Señor». Así acabaron con unos pocos meses de carrera que han atravesado siglos.

La redujeron a cenizas, mientras que en las altas esferas, como ahora, los enemigos acabaron haciendo negocios. «Los borgoñones obtuvieron un dinero y, a cambio, los ingleses, a su prisionera. Eso fue lo que pasó cuando los milagros cesaron», zanja la medievalista.