Roma es una de las grandes capitales europeas. Sus monumentos heredados de la época clásica o construidos en el Renacimiento o en el Barroco por el empeño de los Papas, sus museos y su vida urbana hacen de ella un destino privilegiado para una visita corta o larga. Ahora, julio de 2021, hace 150 años que el rey Víctor Manuel II la proclamó como capital de Italia.

Desde hace unos tres mil años es una zona habitada. Lo dice la moderna arqueología y la interpretación mitológica clásica. Sabemos que Alba Longa fue la ciudad fundada por Ascanio hijo de Eneas uno de los héroes troyanos, según nos cuentan Virgilio en La Eneida y también Tito Livio y otros. Después, siendo rey su descendiente Numitor, quien tenía una hija llamada Rhea, es destronado por su hermano Amulio, que obliga a su sobrina a ingresar en el templo como vestal. Aún así Rhea queda embarazada (¿quizá por el dios Marte?) dando a luz a dos gemelos, Rómulo y Remo, que se crían amamantados por una loba y que fundarán Roma en el 753 antes de nuestra era. El asunto, un tanto lioso, acaba mal ya que Rómulo mata a Remo por saltarse este último el surco que marcaba lo que sería la muralla de la ciudad.

Desde la caída del Imperio Romano y hasta 1867 Italia permanece dividida. Tras el Congreso de Viena (1814), solo quedó en Italia un reino realmente independiente: el Piamonte, con capital en Turín, habiéndose engrandecido para ayudar a frenar a Francia con la Liguria y con Cerdeña. La Lombardía y el Véneto estaban en manos austríacas. También los ducados de Parma, Módena y Toscana tenían príncipes austríacos; además sobrevivían los Estados Pontificios, y en el sur el reino de las Dos Sicilias, regido por los Borbones. A mediados de siglo el rey de Cerdeña, príncipe del Piamonte y duque de Saboya, Carlos Alberto, rodeado por otros muchos políticos e intelectuales decide impulsar la unificación de Italia. Garibaldi, por su parte, con un ánimo igual de patriota, pero más progresista trata de crear la República de Italia. Después de muchos avatares los unionistas tuvieron, por la sagacidad del conde de Cavour, canciller del Piamonte, la capacidad de aprovechar los desencuentros entre los imperios europeos para alcanzar su objetivo.

Así, en 1867, Italia es una nación nueva en Europa con capital en … ¡Florencia!, después de haberla tenido en Turín (1861-1865), pero el objetivo era que lo fuera Roma. Hay que añadir que siete años antes, 27 de marzo de 1860, el Parlamento del nuevo Reino de Italia reunido en Turín la había designado para ser su capital. La Historia y el sentimiento general italiano no hubieran permitido otra cosa. El obstáculo era el papa Pío IX, apoyado por Francia, y débilmente por otras naciones católicas como España que envía a Italia un pequeño ejército al mando de otro Fernández de Córdoba esperando que tuviera el mismo éxito que el Gran Capitán, cosa que no ocurrió.

El papa entendía que, después de haber perdido los Estados Pontificios, Roma era el último reducto de su poder temporal, una de las tres coronas que luce en su tiara (las otras dos representan el poder espiritual y la representación de Cristo en la Tierra). Garibaldi, como buen revolucionario, estaba dispuesto a tomar la ciudad por las armas sin esperar la aquiescencia de ningún emperador extranjero. El rey Víctor Manuel prefiere aprovechar la oportunidad de la guerra prusiano-francesa que va a acabar con el emperador Napoleón III, quien había pasado de patrocinar la unificación italiana a ser el defensor de la Iglesia y, por tanto, enemigo de la unificación de Italia. Garibaldi cede una vez más y al caer Francia y su emperador, Italia, aliada interesada de Bismark consigue su objetivo, lo que le cuesta distanciarse del Papado. Los pontífices se autoconsiderarán prisioneros en el Vaticano, a pesar de las leyes italianas que los protegen. Hasta que en 1929 pactan con Mussolini el Tratado de Letrán, que devuelve al papa su carácter de soberano de un estado, aunque sea tan minúsculo como lo es el Estado Vaticano.

Es bien sabido que el siglo XIX rediseña las fronteras de Europa. Surgen estados como Grecia o Bélgica, se unifican naciones como Alemania o, según acabamos de ver, ocurre en Italia, y se abren oportunidades que van a cristalizar sobre todo con la Gran Guerra, ya en el siglo XX, para aprovechar la debilidad del Imperio Otomano (Albania, Rumanía, Bulgaria…) o de Rusia (Finlandia, Estonia, Lituania…). El asunto aún no ha terminado y en el presente siglo hemos vivido la disgregación de Yugoslavia creada apresuradamente hace menos de cien años antes entre otros cambios.

Propuestas de Stendhal y Goethe

Volvamos a Roma. Este sesquicentenario es motivo, si es que hace falta tener uno, para visitar Roma, porque hacerlo es quedarse extasiado ante tantas cosas que admirar, aunque he conocido gente que al volver al hotel después de pasar el día en el Vaticano, en los museos Capitolinos, en el Foro Romano, en la Piazza Venezia, lo único que comentaba es lo “sucio que está el Metro”. Es cuestión de perspectiva. Pero tenían razón, el Metro de Roma está sucio y las escaleras mecánicas funcionan un día sí y tres no.

En Paseos por Roma, donde Stendhal nos sitúa hacia 1830 con un grupo de amigos en la Ciudad Eterna, nos recomienda al principio de su libro realizar las siguientes visitas para un primer contacto con la ciudad: primera al Coliseo (y al Foro Romano), segunda a los museos vaticanos (y a la basílica de San Pedro), tercero al palacio de Monte Cavallo (ahora El Quirinal), cuarta Santa María la Mayor y San Juan de Letrán y, por último en esta rápida visión de Roma, las galerías Borghese y Doria y las estatuas del Capitolio (y los museos Capitolinos). Creo que es un programa acertado, aunque hay que decir que el Quirinal (Quirino es el dios en que se convierte Rómulo, fundador de Roma), no se puede visitar más que con reserva de hora, dificilísima de conseguir, y quizá no esté a la altura del resto de objetivos citados. Recomendaría cambiarlo por una visita al Panteón de Agripa, un monumento único, o a la Piazza Navona, con la fuente de los cuatro ríos quizá la más bonita de una ciudad llena de fuentes, o bien Ostia Antica que nos devuelve, más que la visita al Foro Romano, a la Roma del Imperio. Y, desde luego, fijarnos en los obeliscos, el adorno por antonomasia de Roma que tiene trece bien situados, los mejores que se conservan junto con el de París, y alguno de Luxor-Karnak, en Egipto. Para esta última recomendación me apoyo en otro gran viajero por Italia, Johann W. Goethe que en su Viaje a Italia (1786-1787), insiste en interesarse por estos monumentos egipcios.

Roma tiene una gran vida ciudadana fuera de los circuitos del Arte o la Historia. Es una ciudad divertida para caminarla, muy atractiva para comer y beber productos italianos de calidad si se sabe elegir el restaurante, ¡cuidado con los de las zonas turísticas!, y para comprar moda si eso es lo que se busca. En definitiva, ir a Roma siempre compensa, y ahora tenemos ocasión de celebrar con todos los italianos en este sesquicentenario la recuperación de una gran nación que ha dado mucho a Europa y al mundo.