Solía trabajar de noche, en la cara sur de la Casa de Vidrio —hogar en São Paulo, su primera obra en América—, ante la que se desplegaba en cinemascope la exuberancia del bosque tropical de Morumbi. Era un vivir en las copas de los árboles. Y el avance de una idea central de su arquitectura: «Seguir la lógica de la naturaleza a través de medios sencillos para interferir lo menos posible en su libre devenir». Porque Lina Bo Bardi (Roma, 1914), que llegó a Brasil en 1946 siendo moderna, concluyó que la naturaleza era «el lugar común de la humanidad». Quería resolver necesidades sin violentar, echando mano a lo que tenía cerca. Su hacer era modesto, colectivo y popular. Y esto, que suena radicalmente contemporáneo —lo practican los franceses Anne Lacaton y Jean-Philippe Vassal, los últimos premios Pritzker—, sucedía en los años 50 del siglo XX, y lo defendía ardorosamente la única mujer en un star-system emperrado en el mansplaining, una lectora de Gramsci, una extranjera en un entorno social entonces provinciano.

Treinta años después de que sus cenizas fueran depositadas en la Casa de Vidrio, la Bienal de Venecia le ha otorgado el León de Oro. «Lentamente, la arquitectura poderosa y radical de Lina va marcando el camino», aplaude Benedetta Tagliabue, fan incondicional, que la define como «una artista que supo bailar según los ritmos que escuchaba». Pero en vida «le hicieron la vida imposible», explica Mara Sánchez Llorens, profesora de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Madrid (ETSAM) y comisaria de la exposición Lina Bo Bardi: tupí or not tupí, que alojó la Fundación March en 2018. «Quiso hacer una escuela de diseño industrial y no lo logró; trató de conseguir la cátedra de Teoría de la Arquitectura y no la dejaron; nunca ganó un concurso y, a la que podían, intentaban hacer desaparecer sus obras —enumera Josep Maria Montaner, catedrático de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Barcelona, que lleva diez años preparando un documental sobre ella—. Siempre le segaron la hierba».

Entre dos guerras

¿Quién era Achillina —Lina— Bo? Una romana que nació el año del estallido de la Gran Guerra, que tuvo una relación problemática con su madre —una mujer que creció en la cárcel, donde su progenitora cumplió condena por intentar asesinar a su marido—; y que se alineó con su padre, un ingeniero aficionado a la pintura, amigo de Giorgio de Chirico. «Nunca quise ser joven —dejó escrito Lina—. Lo que deseaba era tener historia; con 25 años quería escribir memorias, pero me faltaba el material». Y el material llegó.

El fascismo lo emponzoñaba todo. Y se hizo arquitecta y comunista, y se apuntó a la Resistencia. A la vez —y ahí viene un misterio—fue amante de Marcello Piacentini, un arquitecto de cabecera de Mussolini, 34 años mayor que ella. Sintió asfixia y se mudó a Milán, donde empezó a trabajar para el diseñador industrial Gio Ponti, director de la revista Domus. «Bajo las bombas que derruían sin piedad la obra y el trabajo del hombre —escribe Lina—, comprendí que la casa debe ser para la vida del hombre, debe consolar, y no mostrar, en una exhibición teatral, las inútiles vanidades del espíritu humano». Y un día Ponti la envió a entrevistar a Pietro Maria Bardi, totémico periodista, crítico y marchante que —otra vez— tenía tratos con Il Duce.

Se convirtieron en amantes. Y colgado el dictador boca abajo, la joven de izquierdas desencantada con la llegada de la democracia cristiana —«los viejos fantasmas reaparecen, los viejos nombres regresan»— y el intelectual mussoliniano, 14 años mayor, con urgencia de poner tierra de por medio, se plantearon la fuga. Bardi abandonó a su mujer y sus dos hijas, y ella no titubeó en subir al barco rumbo a Brasil. ¿Una aventura condenada al fracaso? «Lina se definía ‘antifeminista’ —en el sentido de que ponía en cuestión que el canon masculino fuera el deseable—, ‘antimilitarista’ y ‘estalinista’», cuenta Sánchez Llorens. «Le interesaba el trabajo colaborativo; mientras que a él, que renunció a sus vínculos con el fascismo, le movía el bien común». La dimensión cívica fue el pegamento (y también que cada uno hacía lo que quería). «Consiguió vivir bien con su marido al lado —se congratula Tagliabue, viuda de Enric Miralles—. Y eso es mucho decir para una arquitecta» .

En Brasil no había ruinas ni muerte, la vida estallaba. Tomó posición en esa escala, desnudándose de a poco de los imperativos modernos —Mies van der Rohe estaba en su altar—, para ponerse del lado de la gente. «Su arquitectura es muy poderosa, pero en ella nunca te sientes desprotegida», explica Sánchez Llorens, que elige de entre toda su obra el Museo de Arte de São Paulo (MASP), planteado con la intención de «destrozar el aura que rodea los museos». Montaner, por su parte, se queda con el SESC Pompéia, la transformación de una fábrica de toneles en un centro social de barrio obrero, con la participación de los trabajadores y sus familias. «¡Una lección de rehabilitación! —resume el arquitecto—. Lina no quería hacer una obra icónica, sino, aprovechando la memoria industrial, hacer feliz a la gente».

El permanente ninguneo de la Academia —y, al parecer, una pelea con su marido— la llevó a Salvador de Bahía, donde montó una exposición de cultura negra, nordestina e indígena, y comenzó a hacer una arquitectura autoconstruible, con materiales locales, más orgánica. Una idea que reforzó después de la visita a Barcelona, en 1957, para estudiar de cerca la obra de Gaudí. Ese giro, según Montaner, «se nota en la Iglesia Espírito Santo do Cerrado, en Uberlandia, construida sin dinero y con la participación de niños, mujeres y hombres». Desde Bahía, también explicó a los brasileños qué era Brasil, cuando solo contaban Río y São Paulo (lo blanco). «Lina insistía en que lo había aprendido todo de Gramsci, que decía que el papel del artista era rescatar la auténtica cultura popular», explica Montaner.

Carácter endemoniado

No era una mujer fácil, Lina. Incomodaba. Cuentan sus discípulos que «tenía un temperamento fortísimo», que era «muy irónica», «una polemizadora a veces feroz», «una amante de llevar la contraria», pero también era «auténtica, antidiva, muy próxima a la gente». Solo bajó el perfil durante la dictadura de Castelo Branco, pero entonces se dedicó a activar la música local que alumbró la bossa nova —Caetano Veloso la señala como «una fuerza civilizadora», la musa del tropicalismo—; montó festivales, agitó la actividad teatral. «Participaba en las transformaciones de todo lo que la rodeaba», zanja Mara Sánchez Llorens.

Y, sin embargo, resultó irritante. Hasta el final. En su último trabajo, la nueva Prefectura de São Paulo, situada en un parque y para la que proyectó un gigantesco jardín vertical, se montó un buen lío. Lina había soñado una inauguración llena de luces de colores. Pero en la prueba de iluminación, era tal la cantidad de vatios, que la ciudad creyó que era un incendio y entró en pánico. ¡Adónde iba esa mujer!

Eso se acabó, Achillina. Después de 30 años de devastar el clima, diezmar los recursos, agrandar las desigualdades y menospreciar a los desposeídos, llegó el momento de darte la razón.