Si existe algo parecido a un líder espiritual en la creciente comunidad de temporeros estadounidenses que, asediados por la recesión, se han visto en los últimos años empujados a echarse a la carretera y vivir en sus vehículos (los furgorresidentes que aparecen retratados en Nomadland, la película triunfadora de los Oscar dirigida por Chloé Zhao), ese es Bob Wells. Aunque él repite que no se considera en absoluto un gurú («A pesar de mis esfuerzos por dominar las técnicas de control del pensamiento, lavado de cerebro y manipulación, todavía no he conseguido tener ningún discípulo», bromea), este hombre de 65 años con aspecto de Santa Claus tatuado que se interpreta a sí mismo en Nomadland ha dedicado los últimos tres lustros a predicar las bondades de una vida itinerante y sostenible, liberada del yugo de los costes de la vivienda, y ha inspirado con sus consejos y enseñanzas a miles de norteamericanos desposeídos (su canal de Youtube se acerca al medio millón de suscriptores).

Podría decirse de Wells que, como San Pablo, evangeliza con la pasión del converso, porque él llegó al nomadismo en contra de su voluntad, arrastrado por un cúmulo de circunstancias adversas. La primera noche que pasó en una destartalada camioneta Chevrolet no pudo dejar de llorar. Tal como él mismo explica en País nómada (Capitán Swing), el libro de la periodista Jessica Bruder en el que se basa la película de Chloé Zhao, Wells se veía como «un sintecho, un perdedor». Hasta que algo en su cabeza empezó a cambiar.

Rebobinemos un poco. A principios de los 90, Bob Wells vivía en Anchorage, Alaska, con su esposa y sus dos hijos, y se ganaba la vida como reponedor en el mismo supermercado en el que su padre había trabajado hasta poco antes de morir. En 1995, después de 13 años de matrimonio, los Wells se enfrentaron a un agrio divorcio como consecuencia del cual Bob tuvo que abandonar la casa familiar y pagar a su exesposa una pensión mensual de 1.200 dólares, la mitad de su sueldo. Incapaz de costear el alquiler de un apartamento en Anchorage, se instaló en una tienda de campaña en un terreno que había comprado en Wasilla, a 80 kilómetros de sus hijos y del trabajo, pero el consumo de tiempo y de dinero para combustible que le exigía esta situación no tardó en hacerse insostenible.

De modo que Wells decidió invertir sus últimos 1.500 dólares en una desvencijada camioneta de color verde y convertirla en su hogar. A medida que el dinero que ahorraba en alquiler le permitía ir acondicionando el interior del vehículo (con el tiempo instaló literas, un sillón, una cocina, una estufa catalítica, un generador, un microondas y un televisor de 27 pulgadas), la desesperación inicial dio paso a un sentimiento de liberación muy parecido a la felicidad. Y a una revelación. «Cuando me instalé en el camión —le confesó a Jessica Bruder— comprendí que todo lo que la sociedad me había dicho era mentira».

Lección valiosa

Convencido de tener una lección valiosa que compartir, en 2005 Bob Wells puso en marcha la web Cheap RV Living, un portal con recomendaciones prácticas para quienes quiseran vivir en un vehículo con un bajo presupuesto. La crisis de 2008 multiplicó las visitas a la web, en torno a la que empezó a configurarse una activa comunidad de furgorresidentes que intercambiaban consejos y experiencias, así que Wells optó por dar un paso más y convocar un encuentro anual de la nueva tribu nómada en Quartzsite, Arizona. A la primera edición del llamado Rubber Tramp Rendezvous (RTR), en enero de 2011, asistieron 45 vehículos. Ocho años después ya eran más de 10.000. Entre una cita y otra, Bob Wells sufrió un golpe devastador con el suicidio de su hijo mayor (un trance del que habla abiertamente en la película Nomadland). La desgracia reforzó su determinación de consagrar su vida al servicio de los desahuciados por el sistema. «Si tengo que seguir viviendo —les dijo el año pasado a los nómadas congregados en el RTR— será mejor que exista una razón, y esta es la razón. Vosotros sois la razón».