Una búsqueda en Google de imágenes relacionadas con el término «nómada digital» da como resultado estampas de hombres y mujeres jóvenes sonrientes tecleando en un ordenador bajo un cocotero, en una hamaca con vistas al mar, frente a un paisaje de campiña o junto a la piscina privada de un hotel.

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Como los anuncios de electrodomésticos de los años 50 y 60, en los que mujeres felicísimas posaban con el aspirador que iba a cambiarles vida, también el teletrabajo itinerante se presenta como el fin de la condena que supone la clásica jornada laboral de 9 a 5 (en el mejor de los casos). Tras 300.000 años de evolución, el homo sapiens vuelve a ser nómada y libre. O eso dice la publicidad.

Nacidos para trabajar

En su definición más amplia, trabajar es esforzarse física o mentalmente para obtener algo, ya sea fabricar un coche, escribir un texto o cuidar a un familiar, pero la mayoría de veces se utiliza como sinónimo de ocupación remunerada o empleo. El tiempo de la vida cotidiana o de los cuidados, que sigue recayendo sobre todo en las mujeres, continúa sin contabilizarse.

Nacidos para trabajar

En el mundo clásico, depender de una actividad manual para sobrevivir era despreciable y propio de esclavos; un ciudadano libre ocupaba su tiempo en menesteres más refinados, como la filosofía o la política. De hecho, etimológicamente trabajo viene del latín tripalium, que era un instrumento de tortura, pero el concepto evolucionó hasta convertirse en un signo de estatus.

Nacidos para trabajar

Fragmentación

Una de las utopías de la robotización es precisamente una Atenas digital en la que las máquinas realizarían los trabajos más pesados mientras los humanos se dedicarían a cultivar el espíritu o las relaciones sociales. Sin embargo, de momento la tendencia apunta más hacia a una sociedad más dependiente de la tecnología que de la filosofía.

Nacidos para trabajar

No hay una sola imagen que represente el trabajo en el siglo XXI. El ámbito productivo alrededor del cual se organizaba la vida se ha fragmentado como un espejo hecho añicos. Según la Comisión Europea, en el 2019 el 40% de los trabajadores sobrevivían a base de contratos temporales (con España a la cabeza del ranking), jornadas parciales, minijobs o eran autónomos: es decir, no tenían horarios fijos.

Nacidos para trabajar

La pandemia ha acentuado esta tendencia, así como el teletrabajo. Si antes del covid-19 solo el 15% de europeos había trabajado en formato remoto, ahora se calcula que son el 40%.

Nacidos para trabajar

Las innovaciones digitales diluyen tanto las fronteras espaciales entre la oficina, la vivienda y la calle como las temporales entre el trabajo, el descanso y el ocio. El ciudadano ha pasado a ser un usuario que amplía su jornada laboral consultando las redes sociales, a cuyos dueños enriquecen con su actividad.

Albert Cañigueral ha escrito El trabajo ya no es lo que era (Penguin Random House) y responde al teléfono en un martes festivo: «Yo me pasaría todo el tiempo trabajando, porque para mí trabajar y aprender es lo mismo —confiesa mientras juega con unas nuevas gafas de realidad virtual—. Por eso es importante tener pareja, familia o una vida social que te ayude a estructurarte en un colectivo más grande».

Cañigueral es un slasher (slash es el nombre en inglés de la barra inclinada del teclado). Se presenta como «explorador / consultor / escritor / divulgador» sobre el futuro del trabajo con un enfoque colaborativo. «Mentalmente aún estamos en el paradigma de la segunda revolución industrial y del trabajo para toda la vida —afirma—. La identidad laboral tendía a ser monolítica, eras cartero o periodista, pero cada vez es más voluble y puedes ser varias cosas a la vez».

Ciudadanía y productividad

Ante la creciente precariedad, para este autor es urgente disociar el trabajo de la supervivencia: «Hay que proteger a las personas por el mero hecho de ser ciudadanos, no por su capacidad productiva”, defiende. En ese sentido, considera que la renta básica universal podría ser una buena solución, aunque duda del efecto psicológico de una vida sin metas laborales.

Asimismo, reivindica la soberanía digital frente al colonialismo digital y cultural de las grandes tecnológicas. Y, por encima de todo, el compromiso cívico: «Tenemos que dejar de pensar en el trabajador independiente y aislado. El futuro es colectivo».

En este nuevo marco de la economía de plataformas, iniciativas como la Reforma Horaria o la propuesta de la semana laboral de cuatro días que planteó hace un tiempo el exvicepresidente segundo y expolítico Pablo Iglesias parecerían anticuadas frente a otras medidas más acordes con los tiempos, como el derecho a la desconexión digital.

Fabian Mohedano, incansable promotor de la Reforma Horaria, considera que la semana de cuatro días «solo tiene sentido en sociedades bien planteadas, con una organización de 9 a 5, no como la española». En cambio, opina que la reforma horaria se adapta a los cambios del mercado laboral porque «el objetivo es que la ciudadanía pueda escoger libremente cómo organizarse el tiempo de la vida cotidiana». Lo que estamos haciendo ahora, lamenta, es «presencialismo remoto».

La lógica productiva no debería imponerse a la salud, por eso la Reforma Horaria defiende los beneficios de trabajar siguiendo el ritmo circadiano o de la luz natural, aprovechando las franjas horarias más productivas. «Para la gente joven el trabajo ya no es central —opina Mohedano—. Hay que desterrar definitivamente al yuppie de los 80 y la idea de que descansar es de perezosos porque para ser creativos necesitamos parar y descansar».

Esclavos de la reinvención

Sin embargo, el futuro sigue diseñándose en base a la eficiencia y exige la adaptabilidad permanente del trabajador a cambios tecnológicos acelerados. El pensador Yuval Noah Harari augura que, igual que la industrialización creó la clase obrera, la Inteligencia Artificial hará emerger una «clase inútil», laboralmente hablando, en un contexto en que el beneficio del capital depende cada vez menos del trabajo asalariado y más de la especulación financiera.

En la mirada crítica de Marina Garcés, la etiqueta de inútil no recae en las personas sino en la obligación de reinventarse continuamente. Más que una virtud, la filósofa considera que es una receta para perder las referencias que nos anclan a la realidad y facilitar «nuevas formas de servidumbre y esclavitud». La alternativa sería generar vínculos de compromiso con los demás en nuestras actividades cotidianas que den verdadero sentido a lo que hacemos.

En esta época de transición hacia no se sabe bien qué han surgido con fuerza los Estudios de Futuro, una combinación de disciplinas que reflexionan sobre los cambios que se avecinan y la capacidad que tienen nuestras decisiones de generar escenarios de futuro más positivos.

Desde este ámbito, Elisabet Rosselló insiste en que es hora de preguntarnos hacia dónde queremos ir antes de que se nos imponga un modelo de futuro: «¿Cómo se está planteando el futuro? ¿Por qué tanta insistencia en la eficiencia, en producir más al menor coste? ¿A quién está generando beneficio y cómo se distribuye? ¿Cómo encaja en este esquema el cuidado de niños y mayores?».

Comprender el momento que vivimos pasa por reflexionar sobre el modelo económico al cual va sujeto el trabajo: «Estamos a punto de hacer crac y necesitamos poner el foco en estos temas porque el futuro depende de cómo los negociemos como sociedad. Tenemos que encontrar tiempo para pensar y hacernos las preguntas adecuadas».

Organización y poder

Licenciada en Historia, Rosselló considera que el trabajo no sigue una evolución lineal y que es un error mirar al pasado en busca de modelos de mejor organización del tiempo: «No hay una tendencia a trabajar más ni menos. Depende de cómo se organice la sociedad y de cómo se distribuya el poder», afirma.

Los senadores romanos casi no trabajaban, pero sus esclavos trabajaban mucho más que ahora. En la Edad Media los campesinos limitaban su jornada a las horas de sol y el ciclo de vida de las plantas. Hay épocas en las que las condiciones laborales mejoran y otras en las que empeoran. En la era industrial, las jornadas en la fábrica eran de 12 y 14 horas antes de que las huelgas obreras culminaran en la jornada de ocho horas.

Lo que sí le quedó claro a Rosselló cuando estudió Historia es que «la idea del progreso es mentira». «En África han existido sociedades supercomplejas a nivel de distribuir el poder horizontalmente, civilizaciones mucho más avanzadas no en el sentido tecnológico que han desaparecido o mutado en otra cosa —explica—. Si solo ponemos el foco en la tecnología podemos decir que siempre vamos a mejor, pero el progreso no es el único campo de transformación».

La socióloga Teresa Torns considera que la imagen del nómada digital chapoteando en la piscina es «pura ideología». Mientras tanto, denuncia, continúan sin resolverse enormes problemas como el envejecimiento y la atención a los discapacitados y a los enfermos crónicos. «Hacen falta menos grandes palabras y más servicios de atención a la vida cotidiana, donde las mujeres nos jugamos el dinero día a día», defiende.

La relación laboral se ha individualizado y, para Torns, todas las alternativas pasan por la vía colectiva, por asociarse para defender los derechos como han hecho los riders o las kellys. «Solos no vamos a ninguna parte», concluye, combativa.

La actividad laboral en el siglo XXI se caracteriza por la fragmentación.

EL PUZLE DEL TRABAJO