Los historiadores coinciden en que con Franco en la Península su intervención en la conspiración del golpe de Estado del 36 no hubiese sido tan determinante. Pero la II República lo mandó a Canarias pensando en aislarlo y, sin embargo, estimuló todo lo contrario. Sería difícil encontrar alguna otra conspiración de la España del XX que haya provocado tantas conjeturas y teorías, hasta el punto de que el expediente aún sigue abierto en el XXI con asignaturas más que pendientes, sobre todo por las dificultades para el fácil acceso a los archivos militares.

El futuro dictador encontró en su destino de Tenerife el paraguas para sentirse respaldado, tejiendo desde su atalaya jerárquica una tupida red de apoyos desde la política, su propios compañeros, la prensa, empresarios de sector agrícola/exportador e influencias diplomáticas. Todo ellos serían recompensados por Franco, tanto en el transcurso de la misma guerra como con posterioridad para aumentar sus economías o para escalar en la administración franquista. Sin ellos, Franco nunca hubiese podido saltar de Canarias a Marruecos ni tampoco que aterrizase el Dragón Rapide en Gando para trasladarlo.

Pero el suceso más llamado a la conspiración dentro de la gran conspiración fue, sin lugar a dudas, la muerte por un disparo del general Amado Balmes en La Isleta, un suceso que justificaría el viaje de Franco para asistir a las exequias y aprovechar el mismo para sumarse a la logística del golpe. Ha sido Ángel Viñas el que ha puesto patas arriba la versión oficial de la muerte del comandante militar de la plaza de Las Palmas. Avanzó su inquietante versión En la conspiración del general Franco (2011) y la remató en 2018 con El primer asesinato de Franco: la muerte del general Balmes y el inicio de la sublevación. La tesis de un crimen intencionado para salvar los obstáculos —se apunta a la disidencia del alto mando frente los golpistas— lleva al autor a introducirse en la impotencia de no poder dar con pelos y señales el nombre del que disparó a Balmes en el campo de tiro de La Isleta mientras probaba unas pistolas, precisamente en la víspera del 18 de julio.

El sino de la conspiración es que es un secreto y que los conjurados sellan a sangre y fuego los detalles más oscuros de su actuación. Pero ello no es óbice para que Viñas se extienda en lo que, a su juicio, fue una verdadera fake: manipular la realidad para dejar establecido para la Historia que el alto mando, curtido militar africanista, había cometido la torpeza de apoyar el arma en su estómago mientras la desatascaba. Los acontecimientos posteriores elevarían al cubo la trascendencia del gesto y sus consecuencias de cara a la próxima trayectoria del país.

¿Tendrá razón Viñas al señalar esta caja negra de la sublevación militar? Los conspiradores no dejan nada por escrito, pero también es sabido que la ciega pasión por el poder, fe ideológica también, mancha de sangre todo lo que toca, como bien se pudo comprobar con el tsunami de tragedias personales que acarreo la sinrazón de las armas. Pero volvamos a la gran conspiración: el historiador hace un repaso pormenorizado de las horas previas al golpe de Estado, y de los movimientos de la tripulación del Dragón Rapide ya en Gran Canaria, en tránsito para llevar los mensajes de marras a los interlocutores del general, que necesita a toda costa llegar a la isla vecina para hacerse con el mando y alcanzar la costa marroquí. Balmes sería el eslabón y su sepelio la mejor manera de ocultar los movimientos conspiratorios —conciliábulos para garantizar el éxito de la operación— que se replicaban a su vez en otros territorios de la nación. Una muerte premonitoria y el aislamiento de Canarias de Madrid se confabularon para dejar expedito el camino a Franco. Nadie fue capaz de detenerlo una vez leyó su manifiesto desde el Gobierno Militar.