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A mi amigo y camarada Juan Carlos Domínguez Gutiérrez, celebrando sus novelas.

Se conocieron, al parecer, en Fernando Póo durante la última década del siglo XIX, inmigrantes favorecidos por el reglamento de colonización estatal de 1894. Dos isleños de Canarias entre los españoles de la ínsula misteriosa. El comerciante Rafael Romero Rivero había llegado en busca de fortuna; el trabajador Justo Díaz Rodríguez para ganarse el pan con menores engorros que en su tierra. Intimaron muy pronto. Cuando el burgués fue atacado por fiebres y estuvo a un tris de fallecer, el asalariado lo atendió esmeradamente en el transcurso de aquella larga y penosa afección. Las asistencias del uno arrebataron al otro de las garras de la muerte, alienada entre ellos la dialéctica de la lucha de clases. Los valiosos servicios de Justo, haciendo honor al patronímico, animaron al doliente Rafael, ya repuesto, a tomarlo bajo su protección. Así, oficiando de mentor, lo tuvo a su lado en adelante como hombre de confianza, amigo leal, defensor de sus intereses. Eso, al menos, se dijo a menudo, pese al engaño de las apariencias.

Volvieron ambos a Gran Canaria al finalizar aquella centuria. Los ahorros de Rafael bastaron para instituir el acreditado Bazar Alemán en la calle Mayor de Triana, expendedor de artículos de regalos y viajes, con anuncios frecuentes en prensa desde mayo de 1902. Lógico fue que Justo actuara de principal subalterno en la rúbrica. El próspero negocio hizo que su titular figurase entre los grandes contribuyentes de Las Palmas en febrero de 1914 y alcanzara el sitial número 18 en enero de 1920, según el Boletín Oficial de la Provincia. Apenas implantada la dictadura de Miguel Primo de Rivera, al iniciar su mandato el alcalde Federico León García, recibió el nombramiento de sexto teniente de la municipalidad y enchufó al estimado auxiliar en la plaza de cobrador de arbitrios. Empresario y empleado fueron por entonces militantes de la Unión Patriótica y colegas del Somatén de Canarias, todo a la mayor gloria del dictador y de su régimen. Aquel ejerció además como tesorero de la Asociación Patronal de Comerciantes a partir de 1929 y hasta su cruel óbito, actuando después del mismo la razón social Viuda de Rafael Romero Rivero y Compañía Limitada, disuelta en diciembre de 1977.

Hacia 1925, aproximadamente, el señor Romero adquirió una finca de casi 80 fanegadas en la aldea de majorera Tefía, aún municipio de Casillas del Ángel, a 15 o 16 kilómetros de Puerto de Cabras, por la cual abonó unas 40.000 pesetas. De nombre Roza Nueva, la explotación rústica jamás supuso un venero de riqueza. Tuvo el flamante propietario que invertir una suma equivalente a la de su compra a fin de ponerla en condiciones. Abrió un pozo y construyó un estanque para recoger aguas eventualmente generosas. Una sexta o séptima parte fue puesta en cultivo con las habituales gavias, recurriendo a sembradíos de cebada, trigo, millo y alfalfa, en medio de tuneras. La ganadería estuvo integrada, al producirse el crimen horrendo, por cuatro vacas, un buey, un novillo y dos terneros, tres cabras y un macho, una oveja, una cordera, tres gallinas y un gallo, un camello y un burro, aparte de dos perros y un casar de palomas.

De mayordomo en Roza Nueva escogió el inexperto hacendado, como era de esperar, al fiel Justo, elemento para todo en cualquier situación, también principiante en lides agrícolas o por ventura con destrezas guineanas. A sus órdenes trabajaron de jornaleros permanentes un hombre, dos mujeres y un niño. Se trataba de Manuel Rodríguez Pérez, de 20 años, soltero, natural de La Oliva; de las hermanas Agustina y Remedios Santana, de 31 y 30 años, respectivamente, solteras y vecinas de Tindaya; y de un hijo de esta última llamado Felipe, de 12 añitos, quien se ocupaba especialmente del ganado. Con carácter eventual solía contratarse, entre otros, a Braulio González Santana, de 31 años, casado, medianero de la finca Espino Gordo, propiedad del exconcejal capitalino Macario Herrera Arráez, a la distancia de kilómetro y medio.

Antes de hacerse cargo de las ocupaciones en Fuerteventura, parece ser que Justo había intentado matarse ingiriendo una dosis de yodo e in extremis lo salvó la pronta intervención facultativa. Como reveló a no se sabe quién, lo hizo porque estaba cansado de vivir, y punto. Quienes lo frecuentaron después, ofrecieron de él la imagen de un tipo decidido y de condición enérgica, esclavo de sus compromisos, de temperamento más bien exaltado, que nunca se arredraba frente a los peligros, que por costumbre jamás daba cuenta de las afecciones personales, y que siempre dispensaba al patrón la reverencia absoluta hacia sus mandatos. El respeto que inspiraba aumentó al dejarse crecer poblada barba unos dos años antes del drama luctuoso. Pero otros conocidos aseguraron que no entendía mucho de agricultura a las usanzas majoreras.

Conforme a los indicios, por 1929 tuvieron una disputa el mayordomo de Roza Nueva y el medianero de Espino Gordo. La culpa fue de una camella de la heredad donde laboraba Braulio González que, en un descuido suyo, penetró en los sembrados de la otra y ocasionó varios destrozos. Justo denunció el estropicio ante el Juzgado de Paz y el asunto acabó en sanción irrelevante. Al poco, en natural desquite animalesco, el burro de la grey que este gestionaba saltó la linde de Espino Gordo y se despachó a su gusto. En vez de acudir a la justicia municipal, Braulio retuvo a la bestia en su poder y solo la devolvió a Rafael Romero en persona, aprovechando una de sus visitas de inspección, diciéndole que a nada ascendían los daños producidos. Animado a imponer la avenencia, exigió el negociante-agricultor las disculpas mutuas y los pequeños incidentes, a simple vista, pasaron de largo. Prosiguió Braulio acudiendo a Roza Nueva siempre que se reclamaban sus oficios e incluso su propia cónyuge, Juana Sosa, lo acompañaba al objeto de entregarse a lavar la ropa, moler el gofio u otros menesteres.

Aparentemente retornó la armonía entre los circunstanciales adversarios, aunque no era Justo de los que olvidaban una afrenta. En otro percance exhibió tal farruca idiosincrasia, propia de arrestos varoniles en tópica factura. Un vecino de Puerto de Cabras, José Domínguez, le mercó ciertas fanegas de trigo y resultó que, al presentarse a cargarlas con alguna dilación, Justo las había enajenado a un tercero escudándose en la demora. El merchante burlado reaccionó con ira y cuestionó la formalidad del intendente, poco propenso a tolerar dudas sobre su palabra. La controversia terminó en desafío y Justo corrió hasta la vivienda y salió esgrimiendo un cuchillo, instante en el que Domínguez tomó las de Villadiego. A menudo, afirmó la voz popular, juraba y perjuraba aquel que tarde o temprano debía ajustar cuentas a propósito.

Justo se consideraba un patriota español de los pies a la cabeza, un individuo de orden y, por ende, de derechas a machamartillo, naturalmente católico, creyente y practicante. Adepto sin fisuras a la monarquía borbónica, ultimaba sus cartas con la exclamación “¡Viva el Rey!” durante los tramos iniciales de aquella Segunda República diabólica, que Dios había traído para expiación de tantos pecados nacionales. Solo un mes antes de los infaustos sucesos, compró en Puerto de Cabras bastantes metros de tela con los colores de la antigua enseña patria y confeccionó banderas rojigualdas que emplazó en diversos puntos de la finca. La de mayor tamaño la puso a flamear en la copa de un mimo plantado a pocos metros de la casa, para que todos los transeúntes viesen que allí no se rendía culto al estandarte tricolor de rojos y masones. Al bracero Manuel Rodríguez, según sus propias facundias, comentó que iba a organizar una fiesta patriótica que sería muy sonada en la isla, tributo al buen monarca Alfonso XIII al tenor de los atisbos. ¿O escondía la exhibición, vergonzosamente tolerada por las autoridades, otros cálculos?

Tras casi un lustro gastándose dinerales en las mejoras y el sostenimiento de Roza Nueva, estaba muy harto Rafael Romero de la hacienda que ante todo le reportaba sinsabores, quebraderos de cabeza y magros beneficios. En múltiples epístolas transmitió a su mayordomo el empeño de desprenderse de la gravosa pertenencia, y en Puerto de Cabras anunció en público dicha voluntad, pues no quería saber en lo sucesivo de cosechas u otros quehaceres análogos. Hasta llegó a proferir que Justo distaba de ser un administrador idóneo y que únicamente por darle trabajo aguantaba semejante viacrucis. La versión referida por este fue muy distinta, como apuntaron algunas confidencias. Aseguró que el dueño había prometido regalarle la granja si contraía matrimonio y él, por escrito, le notificó en distintas oportunidades que sostenía relaciones amorosas con una muchacha presta al casamiento.