En línea con las reivindicaciones de la mujer en el mundo del arte, reflejada en anteriores muestras como la dedicada a Clara Peeters en 2016 y a Sofonisba Anguissola y Lavinia Fontana en 2019, el Museo del Prado mantendrá abierta hasta el próximo 14 de marzo la exposición Invitadas. Fragmentos sobre ideología y artes plásticas en España que estudia la participación de la mujer en el arte, como artista o como modelo, entre los reinados de Isabel II y de su nieto Alfonso XIII (1833-1931).

La muestra se inicia con la obra de Rosario Weiss (1814-1843) y se culmina con la de Elena Brockmann (1867-1946). Se trata de una extensa muestra (más de 130 obras, casi todas propiedad del Prado y la mayoría ocultas en sus almacenes) que ocupa dos salas completas del museo. Cuarenta de estas obras fueron restauradas para la ocasión. Con esta exposición se quiere fomentar, a través del arte, una reflexión sobre cómo los poderes trataron a la mujer en la sociedad de aquellos años. El Museo del Prado fue en esa época un elemento central de ese papel y por eso es más meritoria esta exposición, porque es al mismo tiempo una autocrítica de la propia institución y una mirada hacia un tiempo y una sociedad que trató a la mujer más como un objeto que como un valor.

La mujer fue, en efecto, en el mundo del arte, más una invitada que una protagonista. Muchos de los cuadros pintados por mujeres fueron firmados por hombres y algunos quedaban sin firma por haber sido precisamente pintados por mujeres.

Un recorrido temático

La exposición se divide en dos grandes áreas temáticas: una que recoge el apoyo de los poderes oficiales a aquellas mujeres que se plegaban a los ideales del sistema, siendo premiadas con encargos y galardones, y otra que muestra las obras de aquellas cuyo desarrollo obedecía al pensamiento predominante, desde el romanticismo a las vanguardias.

Estos dos apartados se subdividen en 17 secciones de títulos que ilustran sus contenidos. Así, Reinas intrusas, que recoge una serie cronológica de lo que pretendió ser una galería de retratos de todos los reyes de España. Al principio hace hincapié en las reinas con el fin de legitimar el derecho de Isabel II a la corona, pero es significativo el giro que se da tras su caída, que se manifiesta en el interés por Juana I de Castilla, alimentando el mito de su locura para impulsar los prejuicios sobre la incapacidad de la mujer para gobernar.

A finales del XIX la atención se desplaza hacia la denuncia social que legitimaba los valores patriarcales de la época en temas como la educación de las niñas, siempre intrascendente, tanto por maestros como por familiares, denunciada por Emilia Pardo Bazán, y de esposas supeditadas a la autoridad de sus maridos. La mujer fue representada también como alegoría de todos los vicios y también como representación de la bruja y la loca, que la asociaba a conexiones ocultas e irracionales que la descalificaban y la enfrentaban a la ciencia. También la presencia de la mujer en lugares de ocio se identificaba como perniciosa e inmoral. Algunos pintores, como Antonio Fillol, fueron marginados por denunciar esta imagen desfavorable de la mujer propiciada por las instituciones patriarcales y por denunciar la prostitución infantil.

En la sección Brújula para extraviadas se muestra a aquellas hijas pródigas que regresan al hogar después de haber sido seducidas y abandonadas, obras que pretendían servir de advertencia a jóvenes inconformistas. Perdonar nos manda Dios es la obra que mejor representa este mensaje. Las obras que denunciaban la explotación de la mujer a través de la prostitución sólo eran admitidas si contenían algún mensaje moralizante. La realización plena de la mujer sólo se contemplaba en la maternidad. Frente a estos valores, algunos pintores se atrevieron a denunciar la paternidad irresponsable a causa del abandono familiar y los malos hábitos de esos progenitores. También a representar el drama que suponía para muchas mujeres abandonar su casa y sus hijos para servir como nodrizas en casas de familias pudientes.

Una de las secciones más atractivas de la exposición está dedicada a desnudos femeninos, que incorporan críticas a la exaltación de la belleza a través de la sexualización de los cuerpos. Algunas de estas obras se saltaban los cánones del relato histórico o literario y situaban a sus modelos en escenarios exóticos. Hay desnudos de niñas y de adolescentes, algunos pintados por mujeres como Aurelia Navarro, quien escandalizó a la sociedad de la época y tuvo que ingresar en un convento por las presiones que se ejercieron sobre ella.

Una sección, la séptima, está dedicada a las censuras que se impusieron a obras que, a juicio de los censores y a pesar de su alta calidad, no se adecuaban a los preceptos morales vigentes, como El sátiro, de Fillol. El cuadro de una niña que identifica a su violador fue rechazado por el Estado. Se censuraban sobre todo los temas que se referían a los derechos de la mujer con la excusa de sobrepasar la decencia y el decoro.

El casticismo es otro de los temas de esta exposición, un casticismo que ensalzaba a la mujer conservadora del siglo XVIII, opuesta a la imagen de la mujer moderna, liberada y sufragista.

Las modelos de las incipientes revistas literarias fueron retratadas por Raimundo de Madrazo y Garreta. Aline Masson posó para él como española castiza, como mujer cosmopolita y vestida como Mme. Pompadour. Las nuevas profesionales teatralizaban sus posados, potenciando una apariencia que las convertía en productos de consumo que subordinaban el papel de la mujer a objetos de adorno.

La sección Náufragas (un título tomado de un relato de Emilia Pardo Bazán) quiere retratar a las mujeres marginadas del siglo XIX, abocadas a trabajos indignos o silenciosos o en labores domésticas.

Las actividades más frecuentes de las mujeres pintoras fueron el miniaturismo y el copismo (se autodenominaban copiantas) sobre todo de obras religiosas y de grandes artistas del pasado. Ambas formaban parte de la formación educativa de las jóvenes de la alta sociedad, aunque su acceso a las academias de Bellas Artes estaba vedado. Teresa Nicolau, Rosario Weiss y Emilia Carmena llegaron a conseguir una alta estima por sus cuadros. La propia Isabel II legó a practicar el copismo y a presentar sus trabajos en varias exposiciones, siguiendo la tradición de su madre María Cristina de Borbón. La proliferación de copias, miniaturas, bodegones y retratos era consecuencia del acceso restringido que las mujeres tenían a la formación impartida en las academias. Y porque estos géneros se identificaban con cualidades y virtudes femeninas como el cuidado del hogar y la castidad. Algunas alcanzaron un gran prestigio profesional, como María Luisa de la Riva, Lluïsa Vidal y Julia Alcayde.

Con la aparición de la fotografía, la mujer también se sumó a la práctica del nuevo invento. El rechazo que recibió la fotografía como disciplina artística facilitó la permisividad de la presencia de las mujeres en esta actividad. Destacan la retratista Mme. Fritz y Jane Clifford, esposa de Charles Cifford y autora de muchas de las fotografías que se le atribuyeron a él.

La exposición se cierra con el apartado Anfitrionas de sí mismas, dedicada a las mujeres que consiguieron estar presentes en certámenes públicos y adquirir notoriedad, a pesar de que la crítica elogiaba su obra diciendo que pintaban “como un hombre”. Helena Sorolla, Antonia de Bañuelos y Brockmann llegaron a hacerse populares.

En 1903 se celebró la primera Exposición de Pintura Feminista en Madrid. A partir de entonces la labor de la mujer en el mundo del arte comenzó a tener otra consideración social.