Es posible que las Rickenbacker no sean las guitarras eléctricas más populares del mundo. No lo son, desde luego, entre la comunidad de guitarristas rockeros que se extasían con los solos de 10 minutos y que creen que las bandanas son elegantes. Pero fueron las primeras, son las más bonitas y las tocaban los Beatles. Más que suficiente para rendirles homenaje, ahora que se celebra su 90º aniversario. Aquí va una exposición de motivos por los que la Rickenbacker, la guitarra pop por excelencia, merece adoración eterna.

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TEINE UN NOMBRE HEROICO

Empecemos por el nombre. Ri-cken-ba-cker. Un cadencioso tetrasílabo ante cuya magnificencia poco pueden hacer patronímicos más vulgares como Gibson, Fender, Martin, Gretsch o, ay, Vox. Si Adolph Rickenbacher y George Beauchamp, fundadores de la compañía de instrumentos musicales Ro-Pat-In Corporation, hubieran sido españoles, la primera guitarra eléctrica de la historia probablemente se habría llamado Beaubacher o Rickenchamp. Pero no lo eran, así que no hubo disputa cuando el avispado Rickenbacher, un ingeniero industrial de origen suizo, sugirió que podían capitalizar la fama de un primo lejano, Eddie Rickenbacker, as de la aviación estadounidense y héroe de la Primera Guerra Mundial (con un asombroso registro de 26 victorias aéreas), y utilizar su apellido debidamente americanizado.

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SE ADELANTÓ AL RESTO

Y ese es un logro que admite poca discusión. La primera guitarra eléctrica que se comercializó fue el modelo Frying Pan de Rickenbacker desarrollado por George Beauchamp y lanzado al mercado en 1931. En realidad se trataba de una guitarra hawaiana con forma de sartén (de ahí su nombre) a la que se habían añadido dos pastillas magnéticas que permitían conectarla a un amplificador. Al cabo de un año, la marca dio un paso más con la aparición de la Electro Spanish, ya con la forma y las medidas de una guitarra española clásica. En los años 30 y 40, los modelos de Rickenbacker dominaron el limitado mercado de los instrumentos electrificados, pero la compañía se quedó en el andén cuando el tren del rock’n’roll inició su incontenible marcha a mediados de los años 50. Un error que trató de reparar con el lanzamiento, en 1958, de la Rickenbacker 325 de la serie Capri; un instrumento que, sin que nadie pudiera presagiarlo en aquel momento, iba a cambiar el rumbo de la música popular.

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LOS BEATLES

John Lennon vio la Rickenbacker 325 en la portada de un disco del músico de jazz Toots Thielemans y, cautivado por su mástil corto, decidió comprar una durante el primer viaje de los Beatles a Hamburgo, en 1960. Esa misma guitarra, ya customizada y repintada de negro, es la que Lennon empuñó en la apoteósica primera aparición del cuarteto en el televisivo show de Ed Sullivan, en febrero de 1964. Para entonces, George Harrison, que ese día tocó una Gretsch, ya se había agenciado también una Rickenbacker, del modelo 425. Consciente del enorme potencial comercial que tendría asociar el nombre de su firma a los cuatro de Liverpool, el entonces propietario y director general de la compañía, Francis C. Hall, aprovechó aquel viaje de los Beatles a Nueva York para regalarles algunos instrumentos nuevos, entre ellos una Rickenbacker 360 de 12 cuerdas recién salida del horno que acabó en las manos de Harrison.

El sonido combinado de las Rics de 6 y 12 cuerdas, con sus arpegios limpios pero vigorosos y su sublime tintineo, resultó determinante a la hora de configurar la personalidad musical de los Fab Four entre 1964 y 1965, el periodo en el que pasaron de ser un fenómeno de histeria juvenil a convertirse en un deslumbrante faro creativo. A rebufo de los Beatles, numerosos guitarristas de la época ingresaron en el culto al la Rickenbacker: Carl Wilson de los Beach Boys, Mike Pender de los Searchers, Tony Hicks y Graham Nash de los Hollies, Hilton Valentine de los Animals, Pete Townshend de los Who (volveremos a él más adelante), Paul Kantner de los Jefferson Airplane, John Fogerty de los Creedence Clearwater Revival… Y, por supuesto, Roger McGuinn de los Byrds.

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VOLANDO CON LOS BYRDS

Si los Beatles convirtieron las guitarras de la marca californiana en un rutilante icono pop, fueron los Byrds quienes dieron carta de naturaleza a lo que en adelante se conocería como sonido Rickenbacker, un torrente de notas cristalinas que fluye como un riachuelo y repica como las campanas de Rhymney, pura ambrosía para los oídos. Roger McGuinn llevaba un tiempo tratando de averiguar cómo lograban los Beatles sacarles esa sonoridad a sus instrumentos cuando asistió a una proyección de A hard day’s night en un cine de Los Ángeles y en el minuto 13 de la película el misterio quedó resuelto: eso que tocaba Harrison en I should have known better era una guitarra de 12 cuerdas. McGuinn no tardó en pillar una Rickenbacker 360/12 y hacer de su tintineo (su “jingle jangle”, como dice uno de los versos de Mr Tambourine Man) el sello distintivo de la banda. Un sonido con una cualidad sobrenatural, capaz de reunir a Bach y a John Coltrane, que abrió las puertas del paraíso a esa música del diablo llamada rock’n’roll y que ha tenido una influencia colosal en varias generaciones de guitarristas.

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DEL ‘JANGLE’ AL ‘INDIE’

Entre los guitarristas que tomaban apuntes al escuchar los discos de los Byrds figuraban Johnny Marr y Peter Buck. Sin esa inmersión en el sonido Rickenbacker probablemente no habrían existido (no, al menos, tal como los conocimos) los dos grupos que a ambos lados del Atlántico anticiparon y lideraron la eclosión del pop y el rock alternativo en los años 80, The Smiths y REM. Ni todos los subgéneros que florecieron en su campo de juegos: jangle pop, C86, Paisley Underground, Nuevo Rock Americano… Un festín de bandas hermanadas por el amor a las guitarras cristalinas y reverberantes.

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WHO, JAM, POWER POP

No todo son riachuelos y campanas. Pete Townshend, que se hizo con su primera Rickenbacker a principios de 1964, entendió enseguida que la disposición de la guitarra le permitía atacar las cuerdas con suma fiereza sin que los acordes perdieran claridad. Eso, unido a que el cuerpo de media caja tenía tendencia a soltar acoples si se situaba a la misma altura que los amplificadores, resultó determinante para modelar el explosivo sonido de los primeros Who, basado en una contundente sucesión de acordes abiertos y power chords bañados en feedback. El enérgico modo de tocar de Townshend tuvo una influencia decisiva en la génesis del power pop y en el revival mod que a finales de los 70 encabezaron los Jam, cuyo líder, Paul Weller, fue durante años un destacado paladín de la Rickenbacker (hasta que se pasó a la Gibson SG y la Epiphone Casino y vendió buena parte de su impresionante colección de Rics).

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TAMBIÉN ROCKEA Y BAILA SKA

Una lista breve pero representativa de guitarristas que han sabido sacar un excelente partido a su Rickenbacker en terrenos alejados del pop y del folk-rock: John Fogerty (CCR), John Kay (Steppenwolf), Fred Sonic Smith (MC5), Steve Howe (Yes), Viv Albertine (The Slits), Wreckless Eric, Dave Wakeling (The Beat), Guy Picciotto (Fugazi), Courtney Love (Hole), Billie Joe Armstrong (Green Day), Jeff Buckley, Carrie Brownstein (Sleater-Kinney)…

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A PRUEBA DE ONANISTAS

Como consecuencia de una serie de características técnicas en las que no vale la pena detenerse demasiado (la principal, la estrechez de los trastes, que tan práctica resulta a la hora de montar los acordes), las guitarras Rickenbacker son bastante esquivas cuando lo que se pretende es el punteo vertiginoso. Por esta razón, a menudo son tratadas con desprecio por todos esos héroes de las seis cuerdas para los que tocar bien consiste en hacer solos inacabables con las piernas abiertas y cara de éxtasis. No, la Ric no está hecha para el exhibicionismo virtuoso y el desperdicio onanista de notas. Y eso es un puntazo a favor.

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BAJOS DE ALTURA

¿Qué tienen en común Taxman de los Beatles, Ace of Spades de Motörhead, Teenage Kicks de los Undertones y She’s lost control de Joy Division, más allá de ser canciones imbatibles, cada una en su estilo? Pues eso, la presencia de un bajo Rickenbacker. Y aunque aquí hemos venido fundamentalmente a celebrar las excelencias de las guitarras de esta marca nonagenaria, no podemos dejar de dedicar 800 espacios a apuntar que, desde que en 1965 Paul McCartney cambió su ultraligero Hofner con forma de violín por un Rickenbacker 4001s (vale, Pete Quaife de los Kinks se le adelantó unos meses), la firma californiana ha dejado una huella fundamental en el mundo de las cuatro cuerdas, con unos bajos de sonido peculiarísimo (nítido y contundente a la vez) y aspecto inigualable. Lo cual nos lleva al último punto.

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SON PRECIOSAS

Poco que añadir aquí. Las guitarras Rickenbacker son más bellas que la Victoria de Samotracia. Y por eso, aunque no existiera ninguna de las nueve razones precedentes, seguirían siendo dignas de ser amadas y admiradas. A sus 90 años.