Dicen que cuando estás muy cerca de un objeto dejas de verlo claramente. La vista se desenfoca y eres incapaz de percibir los detalles de lo que estás mirando. Pero eso no ocurre con las personas.

Cuanto más próximo estás a ellas, cuanto más de cerca miras dentro de su alma, de sus pequeños defectos y sus virtudes, más descubres de ese ser humano.

Diez años después de su marcha, me sigue resultando difícil hablar de Adán. Del Adán al que querían sus muchos amigos. Incluso del Adán

Martín que se conoce públicamente, porque durante muchos años tuve la suerte de trabajar a su lado y también resultan recuerdos extraordinarios e irrepetibles.

Pero todo eso se desvanece cuando me asaltan los recuerdos de esos pequeños y grandes momentos que forman la historia de una vida en pareja. Cuando veo otra vez su sonrisa de niño pillo o la mirada inteligente que no perdió nunca. Jamás. Ni al enfrentarse al dolor. Ni al combatir la enfermedad. Ni siquiera cuando sabía que la mala suerte estaba echada.

Hablar de ese Adán, de ese Adán íntimo, sigue siendo doloroso. Lo es para mí. Lo es para sus hijos. Y también para aquellos que más lo quisieron desde una amistad inquebrantable que se extendió hasta sus últimos momentos.

Pero tal vez sí pueda e incluso deba hablar de su dimensión pública. Porque en estos momentos de enfrentamientos y de crispación, en estos

tiempos de desconcierto donde parece que no existe nada claro, la manera de ser y de actuar de Adán Martín es un referente ético.

Adán siempre pensó que el deber estaba por encima del querer. Y eso marcó profundamente su vida. Porque siempre puso en cuestión y aparcó sus preferencias personales cuando lo que estaba en juego era el bien común. Fue muy duro consigo mismo, porque nunca se perdonó nada,

mientras, sin embargo, aplicaba la tolerancia a los fallos de los demás.

Adán, llegaba casi siempre tarde a todos sitios. Su sentido de la responsabilidad, del deber y del interés general estaban por encima de todo. Porque era capaz de dedicarle a cada persona, con independencia de su importancia, el tiempo que sentía que necesitaba. Huía de la precipitación, del apremio y de las prisas porque, para él, reflexionar sobre los pasos que debía dar era una obligación. Tenía tiempo para todo y para todos. Podía llamarte ya muy de noche para consultar un problema o discutir una posible solución.

Adán intentaba equivocarse lo menos posible. Siempre me decía que las consecuencias de una equivocación suya las sufrirían los demás. Por eso le gustaba escuchar a todos antes de tomar una decisión.

Jamás se dejó llevar por la vanidad, ni creyó tener la verdad absoluta o la razón total. Y eso le permitió estar abierto a las ideas de los demás. Sus iniciativas se completaban con múltiples aportaciones y de esa manera también nos hacía sentir a todos partícipes de cada proyecto que emprendía. Y siguió aprendiendo cosas nuevas cuando dejó la política, con la misma ilusión y motivación que ponía en todo.

Adán sentía respeto intelectual y personal por aquellos que se consideraban sus adversarios políticos. Por mucho que lo intento no logro recordar haberle escuchado decir en la intimidad una de esas descalificaciones que hoy son tan frecuentes en política. Ni en privado ni en público. Adán Martín fue un ingeniero que prefirió tender puentes antes que alejar las orillas. Es más, llegó a sentir genuino afecto por muchas personas de otros partidos con los que tenía que negociar desde el otro lado de la mesa. Alguno de ellos se convirtió, andado el tiempo, en amigo.

Y, sin embargo, Adán Martín no era un político blando. Defendía sus convicciones con pasión y una vez trazado un objetivo, su decisión tenía la consistencia del acero. Pero era capaz de distinguir entre los hechos y las personas, entre las discrepancias y el respeto. Era, además, una persona de equipo, que le llevó a trabajar con gente muy distinta entre sí. Conseguía que esas diferencias no fueran un obstáculo para avanzar, sino todo lo contrario, visiones diferentes que aportaban y enriquecían el conjunto.

Elegía con criterio a los profesionales que quería en su entorno porque el éxito, para él, se conquistaba siempre con las aportaciones de los mejores. Adán se fijaba en las virtudes de cada uno, nunca en los defectos, y así lograba sacar lo mejor de todos y ponerlo al servicio de la comunidad.

Adán era un visionario que proyectaba su mirada al futuro. Estudiaba y aprendía de todo y de todos. Proyectaba ideas a muy largo plazo. Creía en Canarias y llevaba a Canarias en la cabeza y en el corazón.

Adán fue todo eso. Y muchísimas cosas más. Muchas mas de las que cabrían en estas líneas. Fue también muchas sonrisas. Y muchas lágrimas.

Fue una persona que quiso ser feliz. Y lo que es más importante, que los demás lo fueran. Nunca quiso hacer daño. Ni se toleró a sí mismo fallarle a nadie que confiara en él. Y me emociona recordar, de verdad que me emociona, todas las personas que le quisieron, que fueron a verle para darle fuerzas, para transmitirle su cariño y para gritarle a la vida que Adán no se debía marchar. Que no podíamos perderle. Pero se fue. Y nos dejaron aquí, sin él. Y ya nada fue igual.

Esa pérdida, ese vacío, siempre estará ahí. Pero el recuerdo de Adán no es Adán. Ojalá sirvan estas líneas, en estos tiempos tan convulsos, donde la intolerancia, la crispación, el cortoplacismo y sobre todo, donde es tan necesario escuchar para sumar en vez de restar para así poder afrontar los retos de este presente y futuro tan incierto.

Así fue su vida y este es el legado que nos dejó.

Pilar Parejo es la viuda de Adán Martín