Woody Allen, de héroe de la progresía a villano. ¿Por qué? A esa pregunta responde el psicólogo y crítico cultural Edu Galán en el libro El síndrome Woody Allen (Debate), del que en esta página se reproduce un capítulo donde el autor explica cómo aquellos valores liberales que cautivaban a los universitarios de los noventa hoy empiezan a resultar casi proscritos en los campus.

La burbuja de internet no solo ha reforzado la pertenencia a grupos identitarios, de los que se nutren los populismos de diversos tipos, sino que ha creado una nueva clase de relación entre los individuos y las empresas -en principio, las multinacionales, después, todas las que aguanten en el monopolio de las primeras- que se ha mimetizado en todos los ámbitos de la sociedad: la ilusión de que el cliente es siempre escuchado y, por tanto, de que la persona individual es el centro de la realidad -"protagonista de su propia vida"-. Se crea una sociedad de atención al cliente a partir de una de consumo gracias a las herramientas que tenemos a nuestra disposición y que sirven, entre otras cosas, para engordar el "yo".

Faltan dedos de la mano y del pie para contar el número de vías que tenemos para contactar y lanzar nuestras quejas a las grandes empresas: por ejemplo, directamente en mostrador, teléfono, SMS, app propia, Whatsapp, Twitter, Facebook, Instagram, un formulario de su web o una reseña en uno de los intermediarios -Tripadvisor, Google Sites, etcétera-, donde podremos evaluar su calidad y se mostrará nuestra puntuación a otros usuarios.

Este sistema pone de manifiesto la distancia entre la posibilidad y la probabilidad, especialmente en el caso de las multinacionales. Existe, cómo no, la posibilidad de que te escuchen, incluso hasta el punto de tener la sensación de que será así de forma permanente por la cantidad de vías de contacto que ponen a tu disposición, siempre adornadas con memes o fotos de gente amable con cara de prestarte toda su atención. No se completaría esta cháchara de la "escucha permanente" sin una comunicación basada en la narrativa emocional ("los que trabajamos en esta empresa somos como tú, con tus mismos problemas") o en la mímesis de la empresa con tu identidad ("Ven como tú seas", fue la revolucionaria campaña de McDonald's en Francia para normalizar la presencia de homosexuales en sus locales en 2010).

Pero en la cruda realidad la probabilidad de que las grandes compañías inicien mecanismos serios con el objetivo de cambiar sus protocolos o su estructura empresarial y de negocio a partir de tu queja individual está casi anulada. En general no hay protestas individuales, ni siquiera grupales, que modifiquen las bases y estrategias de una gran empresa; sus inversiones, su política de contratación, su accionariado, sus estructuras directivas. Inconscientemente -sin Jung de por medio-, el cliente da ya por perdida esa macrobatalla, ya que además le es muy lejana a él y su realidad y tiene asumido que las únicas luchas individuales y grupales que se pueden ganar son secundarias -en importancia material- por mucho que a él le parezcan completamente centrales y llamen bastante la atención. De ahí que las multinacionales cedan sin demasiado problema en las luchas simbólicas ?-por ejemplo, que sus anuncios sean multiculturales-, en las luchas por el buen trato de los empleados en lo más bajo de la cadena laboral -por ejemplo, que quien te vende tu prenda de Primark a cinco euros sea ultraamable-, en las luchas por derechos sociales menores -por ejemplo, la posibilidad de que las mascotas puedan entrar en un recinto-, en las luchas culturales -por ejemplo, que no programen películas de Woody Allen en la Fnac- o en las luchas identitarias accesorias -por ejemplo, la señalética de los baños para que incluya a los transexuales, un grupo muy reducido.

Modelo cliente frente al modelo estudiante

El efecto de vivir, primero, en una sociedad de consumo y, después, en una sociedad de atención al cliente provoca que todos sus órganos se mercantilicen y se empapen de dinámicas puramente empresariales envueltas, para ocultarlas, en sentimentalismo. Hay ejemplos dramáticos como la sanidad, que no son objeto de este libro, pero otros son esenciales: me refiero a la educación y, en especial, a la educación universitaria. Asumíamos que la formación infantil tiene un aura de inconsciencia e hiperprotección que, de pronto, desaparece con las urgencias propias de la mayoría de edad y la llegada a la educación superior. De hecho, no es difícil encontrar declaraciones de los políticos y empresarios de cualquier país reforzando la idea de que la universidad debe ser un lugar enfocado a la búsqueda de trabajo: de allí, piensan, se sale ya dispuesto a trabajar. Deben ser, en definitiva, las empresas las que establezcan qué carreras interesan más, dónde se deben pedir más trabajadores formados y qué currículo académico deben tener los estudiantes si quieren ser útiles al mercado laboral. Y si no quieren, pues ¡a hacerse emprendedores! ¡Su esfuerzo, a buen seguro, les otorgará un puesto de trabajo beneficioso para toda la sociedad!

Esta concepción de empresarios y políticos neoliberales choca de frente hoy día con la realidad, ya que, paradójicamente, la universidad se ha convertido en una empresa con sus propios intereses. De tanto pedirle que se comportase como una lanzadera al mercado laboral, pero recortando sus presupuestos y haciéndola dependiente de sus estudiantes o familias, la universidad ha visto la oportunidad y ha empezado a vender ilusión y seguridad a sus clientes -y nada más-. El sentido clásico de la universidad, en parte resumido por la Institución Libre de Enseñanza a finales del siglo XIX a partir del krausismo, también se ha alterado: se trataba de formar a "personas capaces de concebir un ideal, de gobernar con sustantividad su propia vida y de producirla mediante el armonioso consorcio de todas sus facultades". Al final el enfoque de atención al cliente al que se ven abocadas las empresas -sí, también la universidad cada vez más- no respeta a los utilitaristas que piden a los alumnos "que sirvan para el mercado laboral", ni a los humanistas que piensan lo contrario, porque la supervivencia de la institución depende cada vez más de la economía de los estudiantes y la de sus familias.

Este mecanismo socioeconómico, especialmente presente en Estados Unidos, es una de las principales razones por las que la terapia del "yo" y la centralidad de las emociones se hayan instalado con tantísima fuerza en las aulas y hayan provocado infantilización, hiperprotección y, como dependemos de niños, una preocupante regulación de la libertad de expresión. La sociedad de atención al cliente ha ido transformando la universidad en una empresa con intereses propios, y al estudiante en un cliente y, consecuentemente, en alguien merecedor de toda la escucha.

"La infantilización del universitario, y el estatus hacia el que está evolucionando en el mundo de la educación superior (menos estudiante que consumidor) -asegura Caitlin Flanagan-, es alguien cuyos caprichos y afectos (políticos, sexuales, pseudointelectuales) deben ser constantemente apoyados y defendidos. Para entender este cambio, ayuda pensar en la universidad no como una institución que busca objetivos educativos, sino como el resort con todo incluido en el que se ha convertido en los últimos años".

Al asignar al alumno el papel de cliente al que "no molestar" cuando coloque el cartel en su puerta -de ahí lo potente de la imagen de Flanagan-, la relación pedagógica cambia de forma radical: ya no se mide lo que aprende, se mide su nivel de satisfacción; ya no se le ayuda, se le hiperprotege; ya no se le escucha ni se le rebate, se le da la razón.