Si pudiéramos juntar todos los móviles, ordenadores, televisores y electrodomésticos que desechamos en 2019 en el mundo, su peso sería equivalente al de todos los aviones jamás construidos, y su valor económico superaría al Producto Interior Bruto (PIB) de Serbia o Croacia. ¡50 millones de toneladas de basura electrónica!, que llenarían totalmente más de la tercera parte de la superficie de una ciudad como Santa Cruz de Tenerife. Solamente el 20% de esos residuos son reciclados y, si nada cambia, la ONU estima que podría haber cada año hasta 120 millones de toneladas de chatarra electrónica en 2050.

En el centro de Accra, la capital de Ghana, hay uno de los vertederos ilegales de basura electrónica más grandes del mundo. Hay personas, incluidos menores, que trabajan allí quemando la basura (que contiene materiales químicos peligrosos como mercurio, plomo o arsénico), para recuperar los materiales más valiosos (plata, cobre, paladio), en condiciones ínfimas, y viviendo en las neveras abandonadas o en las carrocerías de los coches. Basura tecnológica, que acaba en la sangre de los habitantes de Ghana, Filipinas, India y Nigeria, entre otros.

Según el informe The Global E-waste Monitor, publicado por la Universidad de las Naciones Unidas, la humanidad genera actualmente de media siete kilogramos. anuales de chatarra electrónica por persona, y aunque la mayoría procede de Estados Unidos, si hacemos un análisis de la cantidad creada por habitante, kg. per cápita, vemos en los primeros puestos a países como Noruega, Reino Unido, Alemania o España, todos ellos con más de 20 kg por persona, muy lejos de los dos kilogramos de residuos que generan los habitantes del continente africano. En un sistema construido sobre el concepto de usar y tirar, en un entorno que nos empuja a desechar un objeto y comprar otro nuevo sin tan siquiera esperar a que se rompa, la generación de residuos se ha vuelto un problema cada vez más difícil de gestionar. Pero esta montaña de basura realmente vale una fortuna. Las estimaciones calculan que de los desechos electrónicos podrían obtenerse hasta 55.000 millones de euros al año en materiales. De acabar en el lugar adecuado, en vez de resultar perjudiciales, podrían ser una fuente importante de trabajo y riqueza.

El porcentaje de reciclaje se sitúa actualmente sólo en el 20% a escala mundial (50% en la UE). El Convenio de Basilea, firmado en 1989 por 186 países establece que existen residuos peligrosos, que no se pueden exportar como un producto comercial. En el caso de los residuos electrónicos la distinción entre si algo es basura (conocido como RAEE o e-waste) o un objeto de segunda mano es un tema ambiguo, y esta indeterminación favorece tráficos ilegales de residuos electrónicos. Se exportan bajo la etiqueta de "reutilizables" productos que en realidad no lo son. Uno de los métodos es hacerlos pasar como donaciones para países en vías de desarrollo, aunque cuando llegan a su destino no son utilizables. Así se explica por qué parte de la basura electrónica producida en los países ricos acaba en lugares como Accra, pero los países ricos deberíamos ser conscientes de que los daños de la contaminación no se quedan solo en el sitio donde se produce. No hay ningún elemento en el mundo que sea estanco; estos materiales cuando se queman contaminan el aire, o penetran en el subsuelo, en los acuíferos, y terminan llegando a la cadena alimenticia. Una batería de níquel-cadmio de las empleadas en telefonía móvil, contamina 50.000 litros de agua.

El calentamiento global, la deforestación, el efecto invernadero, los desastres naturales, la desertificación o el derretimiento de los glaciares son algunos de los principales problemas de este siglo; y la tecnología no debería servir para empeorar más esta situación, sino para todo lo contrario. Pero, ¿cómo podemos reducir la basura tecnológica?, ¿qué alternativas tenemos? Luchemos contra la obsolescencia programada. Debemos calificar como delito la obsolescencia programada, e incluir en todos los productos una etiqueta con su vida útil. Existen iniciativas privadas, como Fennis (Fundación Energía e Innovación Sostenible Sin Obsolescencia Programada) que ha creado el sello Issop para indicar los productos que no tienen obsolescencia.

Apostemos por el ecodiseño0, facilitando el reciclaje, recolección y reutilización de los materiales. Prolonguemos la vida útil de los dispositivos, apostando por productos de calidad y utilizándolos de manera correcta para no tener que sustituirlos al poco tiempo.

Intentemos arreglar, antes que comprar, dejando atrás la cultura del usar y tirar. Están surgiendo iniciativas, como Repair Café, una red de locales en los cuales ciertos días a la semana se reúnen mecánicos, ingenieros, informáticos y otros expertos, y reparan todos los artículos que les trae la gente. Ya existen más de 1.000 en todo el mundo, y su número no deja de crecer.

Demos una segunda vida a los aparatos electrónicos, vendiéndolos, cediéndolos a otras personas que pueden reutilizarlos, o bien por donación a ONG especializadas. Tirar un producto tecnológico, incluso en un punto limpio de reciclaje, debe ser el último recurso.

Reciclemos, con el objetivo de avanzar hacia un modelo de economía circular, si es posible entregando el antiguo aparato en el establecimiento donde se adquiere uno nuevo. Y en este punto es fundamental que se active un compromiso internacional de los países ricos para construir plantas más modernas y avanzadas de tratamiento de residuos de aparatos eléctricos y electrónicos.

Es innegable que los avances tecnológicos del último siglo han supuesto toda una revolución para el ser humano, que ha visto como su calidad de vida asciende hasta límites que en el pasado nadie podría haber imaginado. Sin embargo, el acceso a la tecnología nunca debería suponer un deterioro del medio ambiente. El futuro digital será de tecnología sostenible€ o no será.