En abril del 2018 publiqué un libro sobre Leo Messi. Un día estaba siguiendo un partido del FC Barcelona y al ver las diabluras que Messi se sacaba de la chistera, con la colaboración sobre todo de Suárez e Iniesta, me dije: no quiero olvidarme nunca más de todo esto. La mejor forma que se me ocurrió para prolongar esa felicidad fue escribiendo sobre Leo Messi desde muchos puntos de vista, como un retrato poliédrico que era a la vez un homenaje sentimental y literario, un ensayo para conservar toda su esencia.

Desde entonces, a lo largo de esos dos últimos años más bien turbulentos para el Barça y para Messi, el libro se ha traducido y publicado en varias lenguas, de Argentina al Reino Unido, de Italia a China, de Holanda a Polonia. En las entrevistas de promoción con periodistas, me han quedado claras dos cosas: que Messi interesaba más que el propio FC Barcelona, y que todo el mundo se pregunta por lo que sucederá el día en que el futbolista argentino cuelgue las botas.

Nadie duda de que habrá un antes y un después en el fútbol tras la retirada de Messi, pero hasta esta semana la vinculación del número 10 con el FC Barcelona durante más de 20 años nos evitaba la incertidumbre sobre su despedida. Le veíamos como un hombre de club -él, el primero- y de hecho en mi libro ni siquiera consideraba la posibilidad de que Messi terminara su carrera fuera del Barça. Como máximo imaginaba un retorno breve y sentimental a Newell’s Old Boys, el club de Rosario donde empezó a los 8 años, y luego de vuelta al Barça para cerrar su carrera con todos los honores. A Messi y el FC Barcelona, pues, les unía una relación que abrazaba la infancia, adolescencia y la edad adulta del jugador, y parecía inquebrantable. Juntos habían vivido momentos difíciles, pero siempre los habían superado en beneficio mutuo para hacer historia y levantar títulos. Y ahora, por increíble que parezca, los hechos recientes nos han situado al borde del abismo.

El presente

La historia de Messi en el Barça empezó con una servilleta y podría terminar con un burofax. Menuda metáfora. De ese gesto desesperado y fundacional, que un mediodía de diciembre del año 2000 unía al club y la promesa de 13 años, llegamos a la prosa fría y distante de un documento oficial cargado de dolor, en pleno verano de la pandemia.

El tono aséptico del burofax parece vaciar de sentimientos el conflicto, como si fuera solo un asunto de abogados. Y en realidad es lo contrario: para muchos seguidores la reacción ha sido puramente emotiva, de una pérdida total. Y de alguna forma son (somos) el reflejo de un Messi que actúa también desde la emoción: alguien que se ha hartado y ya no puede más. El futbolista argumentó ante Koeman que se veía más fuera que dentro, sin un proyecto que le ofrezca la garantía de ganar títulos, sobre todo la ansiada Champions. Ajustada o no, esta visión es consecuencia de una gestión nefasta que dura desde hace años, en realidad desde que Sandro Rosell accedió a la presidencia del club, y que se ha prolongado y agravado desde que Josep M. Bartomeu le sustituyó, en enero del 2014.

La perspectiva de los años nos permite comprender que poco a poco se han eliminado los rasgos que habían hecho reconocible al mejor Barça de la historia -ganador del sexteto en el 2009-. Hoy quedan lejos los días de Pep Guardiola y Tito Vilanova como entrenadores; de Puyol, Xavi e Iniesta como valedores de un estilo de juego que era su santo y seña. Hoy también quedan lejos los valores de la Masia como escuela de talentos, y se comercia con jugadores jóvenes como quien compra y vende en la bolsa. En este panorama, la salida de Messi es el último síntoma de dejadez de la directiva, y cada aficionado deberá decidir si las acciones de Bartomeu y su junta son señales de su incompetencia y torpeza, o si detrás hay algún plan maquiavélico. Incluso se pueden discutir los límites demagógicos de Bartomeu al decir que dimitirá si Messi se lo pide públicamente (cuando a lo mejor todo sería diferente si, de hecho, hubiera dimitido tras la derrota frente al Bayern, un acto de responsabilidad que evitó).

El pasado

Estos días, mientras consultamos cada cinco minutos nuestro móvil pasa saber más detalles sobre el futuro de Messi, los culés acudimos a nuestros recuerdos como una forma de conjurar su salida y el vacío que nos quedará después. Tengamos en cuenta que hay toda una generación de aficionados que ha crecido con él. Es decir, han vivido una era de la abundancia que nunca volverá a repetirse, y en parte sufro por ellos. El privilegio de haberle visto jugar durante tantos años, a un nivel único, se condensa ahora en un montón de imágenes que intentan resumir todo lo que nos ha dado... El fútbol se juega siempre en dos planos alternativos: el presente y el pasado, la realidad y la memoria de cada uno. Messi es tan extraordinario que es capaz de mezclar esos dos planos en un solo instante, y cuando le vemos jugar recordamos también su fútbol anterior. Le hemos visto repetir goles, modificar jugadas que nos sabemos de memoria, y este repertorio infinito ahora nos asiste. Hay quien recuerda su primer gol oficial, en mayo del 2005, con pase de su mentor Ronaldinho, y hay quien repasa su último gol, de oportunismo visionario frente al Nápoles. Hay quien revive todas las ocasiones en que besaba el escudo durante una celebración, o se acordaba de su abuela señalando al cielo, o ese día mágico frente al Real Madrid (2-3), en que celebró un gol quitándose la camiseta para mostrársela al público del Bernabéu. Era la imagen rediviva del adolescente que en un anuncio de Nike nos avisaba: «Recuerda mi nombre».

Ahora todo este fervor que nos acompaña se puede resumir en una frase que comparte medio mundo, pero que tiene especial relevancia para los aficionados del Barça. Pronto diremos con orgullo aquello de «yo vi jugar a Leo Messi», con un leve acento melancólico, pero con la misma carga mítica de quien dice «yo vi boxear a Muhammad Ali», o «yo vi jugar a Michael Jordan».

El futuro

Me pregunto si, tras su salida, algún jugador del Barça tendrá la osadía de llevar el 10 a la espalda, o si sería mejor retirarlo durante un tiempo, hasta que Leo Messi vuelva -porque tiene que volver-. Todas las informaciones apuntan a que el futuro del jugador está en el Manchester City. Aunque la idea de verle vestir otra camiseta que no sea la del Barça (o la albiceleste de Argentina) me resulta por ahora inimaginable, también es cierto que quizá sea la alternativa más aceptable.

Con Ferran Soriano y Txiki Begiristain en el club, y Pep Guardiola como técnico, el City tiene todas mis simpatías porque me hace pensar en una especie de Barça en el exilio, y no me resultaría difícil seguir cada partido de Messi en su nuevo club. Lo miraría por la curiosidad de ver cómo sigue jugando el mejor del mundo, especialmente tras su reencuentro con Pep Guardiola; para ver qué es capaz de hacer en una liga más competitiva y dura como la Premier inglesa; para fijarme en cómo se reinventa y adapta a sus nuevos compañeros. Pero toda esta afición ad hominem -al jugador y no tanto al club- sería mucho más interesante si, de alguna forma, su traspaso al club inglés fuera un billete de ida y vuelta. De vuelta a Barcelona, se entiende.

Estos últimos días, muchos aficionados han comentado que no están listos para despedirse de Messi. Es también una cuestión estética: no puede ser que su último partido con el Barça sea la debacle de la Champions: el 2-8 frente al Bayern es un final demasiado trágico. Así las cosas, una salida con bronca y litigios sería un nuevo paso hacia la miseria moral del club, y en cambio, una salida amistosa, tal como propone Messi, jugaría a favor de la entidad. La contrapartida es que él pueda volver a Barcelona cuando todo acabe. Quizá no para jugar de nuevo como blaugrana, pero sí para recibir el homenaje que todos nos debemos y formar parte de la historia del club, de su patrimonio, su presente y su futuro. Con buena voluntad, no parece tan difícil.