El pitido final del árbitro inglés Howard Webb después de 120 largos minutos de partido, dio rienda suelta en las calles de Santa Cruz a la euforia general por la consecución del primer título mundial de la selección española. Ese inolvidable momento, que llegó cuando la noche había caído ya sobre la ciudad, fue también el colofón a una larga jornada de ilusión compartida y permitió a los aficionados liberar la tensión de una jornada plagada de emociones.

Casi nadie fue ajeno en Santa Cruz a un acontecimiento que representa un hito en la historia del fútbol nacional. La capital tinerfeña vivió aquel caluroso domingo de julio pendiente de la gran final. No se habló de otra cosa. El partido en el que España iba a medir su excelente fútbol coral frente al talento y la tradición del estilo holandés, se convirtió en el tema central de conversación en cada rincón de reunión, en los bares, en las terrazas, en las playas de una ciudad engalanada con banderas y motivos rojigualdos en los balcones y escaparates, o portados en los coches por las calles de la capital santacrucera.

La ciudad vivió el gran día de la final, además, con optimismo. La trayectoria de la selección de Vicente del Bosque hasta llegar al partido decisivo en el Soccer City de la ciudad sudafricana de Johannesburgo, esa creciente autoridad con la que dominó el juego y sometió a sus rivales, fue generando una corriente de favoritismo que se convirtió en el denominador común las recurrentes porras sobre el resultado final del partido, elaboradas entre amigos o simplemente con clientes en cada centro de reunión. El favoritismo de España y el papel estelar del tinerfeño Pedro Rodríguez, uno de los once elegidos para una cita en la cima del mundo, fueron los temas de conversación preferidos.

A la hora del partido, las 19:30, la mayor parte de las calles de Santa Cruz estaban prácticamente desiertas. Los miles aficionados que eligieron la opción de seguir el encuentro fuera de sus casas se concentraron frente a las pantallas gigantes instaladas en puntos estratégicos de la ciudad. Fueron más dos horas de grandes emociones, de nervios, de altibajos en el juego y en el ánimo de la afición. El punto de inflexión llegó con la milagrosa parada de Casillas frente a Robben tras una larga carrera del jugador holandés durante la que se encogieron los corazones. La secuencia que pareció sacudir los cimientos de la capital se produjo con el gol de Iniesta, en el minuto 116 de juego.

Desde que España se adelantó en el marcador hasta que acabó la contienda, transcurrieron cuatro largos minutos, nadie fue capaz de volver a sentarse en los muros, a encaramarse a los árboles o simplemente de recuperar su reducido espacio en el suelo, apretujados como habían estado durante todo el partido. El final del encuentro descorchó la euforia. Santa Cruz recuperó el bullicio, la gente se echó a la calle ataviada con la camiseta o con la bandera de España sobre los hombros y los claxons de los coches no cesaron de sonar hasta bien entrada la madrugada, mientras desfilaban los protagonistas por las pantallas de los televisores. Entonces empezó, de verdad, el proceso de asimilación de una gesta histórica: España ganó un Mundial con dos canarios en su alineación titular.