Una novela pequeña que se lee con agrado equivale a unas cortas vacaciones mientras que una larga, aunque justificada literariamente, permite al lector mudarse y permanecer durante algunas semanas o meses en la cronología del libro, adaptar su vida a ella y hasta fundirse con varias generaciones de los personajes que la pueblan, dándole la oportunidad de conocerlos, compartir preocupaciones y rituales. En el caso de la Trilogía transilvana, de Miklós Bánffy (1873-1950), una lectura para disponer del tiempo que ahora sobra, está la convulsa historia de Hungría en el período que abarca el imperio dual, la Monarquía Austrohúngara, la decadencia de una nobleza que se acerca al abismo sin saberlo, hasta que con la Gran Guerra y el posterior Tratado del Trianon pierde el 70 por ciento de su territorio que pasa a formar parte de Rumanía, Yugoslavia y Checoslovaquia. Así comienza la tragedia de un pueblo, obligado a ser una minoría absorbida por otros fuera de sus fronteras.

Bánffy publicó los tres libros transilvanos en húngaro entre 1934 y 1940. Para entonces, la tradición aristocrática anterior a la Primera Guerra Mundial que describe estaba muerta; o al menos la parte política, aunque persistiera la farfolla, sobre todo en el gran castillo familiar de Bonchida, Denestornya en la ficción, ya en Rumanía y destinado a ser parcialmente destruido por los alemanes en 1944. Político, diplomático, Bánffy, conde de Losoncz, nacido en Koloszsvár, hoy Cluj-Napoca, murió en 1950, sus papeles fueron quemados y sus libros se agotaron.

El autor de la Trilogía ( Los días contados, Las almas juzgadas y El reino dividido), que Libros del Asteroide empezó a publicar traducida al español en 2009, explica cómo el desastre húngaro, en parte, fue culpa de sus conciudadanos, producto de su política incestuosa, la servidumbre al emperador de Viena y, sobre todo, la naturaleza cerrada de una sociedad que no sabía cómo lidiar con el continente más allá de las fronteras marcadas por un matrimonio de conveniencia entre Budapest y Viena. El misterio sigue intacto muchos años después. Pero ni la acritud del tiempo turbulento ni la política restan emoción y belleza a esta obra monumental de la literatura centroeuropea que ofrece las respuestas a la decadencia en el lado húngaro con la misma precisión que Roth o Zweig lo hicieron del lado austriaco.

El primer libro de la Trilogía, Los días contados, se abre a punto de entrar el otoño de 1904, cuando el conde Bálint Abády regresa a su hogar en Transilvania, en esa época Hungría, después de varios años ejerciendo en el cuerpo diplomático en el extranjero. Se dirige a una fiesta y, a través de la ventanilla de su carruaje, reconoce a los personajes que nos serán familiares en las 1.500 páginas que siguen a continuación: su mejor amigo y primo, Laszlo Gyeroffy, un músico que termina en guerra consigo mismo; Adrienne Miloth, una bella mujer atrapada en un matrimonio infeliz como el de la propia Hungría, y Dodó Gyalakuthy, la heredera que busca marido, además de entrar en contacto con chismes y comentarios desafortunados que azarosamente tendrán efectos trágicos en las vidas de los protagonistas. El dramatismo cargado de irresponsabilidad jamás es ajeno a la obra de Bánffy, que cuando escribió los libros, a partir de la década de 1930, los hechos ya se habían precipitado de manera muy perjudicial para el país. El propio autor, que sirvió como ministro en el Gobierno, antes de renunciar por diferencias, pensaba que lo peor estaba aún por llegar. Y así fue con los nazis, primero, y los soviéticos, poco más tarde.

La prueba evidente del mundo desaparecido que Bánffy relata es que los nombres de los pueblos y ciudades que menciona ya no existen, mudaron cuando Transilvania pasó a Rumanía después de la caída del imperio austrohúngaro. Una caída que se fue produciendo en medio del olvido de personajes de la ingenuidad de Abády, la distracción de las fiestas, las aventuras amorosas y las deudas de juego, que impedían ver lo que estaba sucediendo frente a ellos. Algo que se sugiere desde el primer párrafo de Los días contados: "Una tarde soleada de principios de septiembre. La luz brilla tanto que las alondras, embriagadas por el resplandor, suben hacia el cielo diáfano, batiendo sus diminutas alas por unos momentos las alturas, para luego caer en picado, pasar por el suelo en vuelo rasante y volver a subir una y otra vez. Tal vez piensan que sigue siendo verano". La misma ilusión que arrastra a los protagonistas.