Durante mi vida he ocupado diversos cargos políticos. Desde la presidencia del Cabildo Insular de Gran Canaria y de la Mancomunidad Provincial Interinsular de Cabildos hasta la de nuestra Comunidad Autónoma. En dos ocasiones Vicepresidente del Gobierno de Canarias. Y varias veces Procurador en Cortes, diputado de las Cortes Generales y del Parlamento de Canarias.

Pero, sobre todo, me sentí realizado por completo cuando ostenté el cargo de Consejero del Presidente del Gobierno con Adolfo Suárez. He tenido la gran oportunidad de poder ayudar a esta tierra de manera importante. Era precisamente lo que pretendía cuando, sin dudarlo, acepté el cargo de quien mañana se cumple el sexto aniversario de su fallecimiento que, en honor a la verdad, sentí tanto como si de un hermano se tratara.

Fui ponente en la Ley Para la Reforma Política, en cuya tramitación destacó sobremanera el presidente de Las Cortes, el inolvidable jurista asturiano Torcuato Fernández Miranda, al que la izquierda deleznablemente ha borrado de la Historia, como si nada hubiera hecho para que la Transición culminara exitosamente tras la aprobación del proyecto de aquella Ley, derrotando al bunker franquista y a los nostálgicos del régimen anterior, que con tal aprobación se hicieron el hara-kiri.

Para sacar adelante aquel proyecto de ley, nada menos que en las mismísimas Cortes franquistas de aquel proyecto de ley, Suárez contó con la inapreciable colaboración de José Manuel Otero Novas y recibió una de las mayores alegrías de su vida. Me consta al recibir su fuerte abrazo aquella misma tarde, después de mis intervenciones, tan abucheadas por los ultras franquistas, como por emplear la palabra "democracia" sin comentario alguno que pudiera ofenderles. Tales abucheos, ahora, más sereno, con el paso del tiempo, ya en plena democracia, reflexiono y pienso que constituyeron para mí un honor, un inmenso honor.

Pocos días más tarde de que las Cortes franquistas aprobaran la Ley para la Reforma Política, fui nombrado embajador de España en Venezuela, lo que me notificó con una llamada telefónica mi fraternal amigo José Manuel Otero Novas, Ministro de la Presidencia y Secretario del Consejo de Ministros. Recibí una de las mayores alegrías de mi vida, pero renunciaría, poco más de una hora después, ante la petición de mis compañeros de Unión Canaria para que me quedase en España y así poder colaborar, como miembro cualificado del partido, en las tareas que presumíamos nada fáciles de lo que sería una ejemplar Transición.

S.M. El Rey, sabedor de la razón de mi renuncia, me lo agradeció cálidamente, sentimiento que me transmitió en su nombre Adolfo Suárez, el día de la onomástica de aquel, un 24 de junio de 1977. Fue ante casi una docena de miembros de la hoy extinta Unión Canaria, a quienes recibió en La Moncloa para comentar los exitosos resultados obtenidos en las elecciones constituyentes celebradas días atrás.

Al preguntar Suárez, dirigiéndose a mi persona, si queríamos en su próximo gobierno un ministerio, renuncié a la posibilidad de asumirlo. Con voz firme y segura le dije que preferíamos varios altos cargos en diversos ministerios con la finalidad de que, de una vez por todas, la Administración central pudiera conocer con mayor amplitud nuestra problemática, tan grave como consecuencia de tantas promesas incumplidas durante el franquismo.

Mi curriculum, pues, describe tanto lo que, entre otras cosas, fui, como lo que, pretendiéndolo en un principio, rehusé, en favor de la Transición, es decir, de España en general y de Canarias en particular, donde ha transcurrido la mayor parte de mi vida política. Pero si, en definitiva, hay algo de lo que pueda sentirme orgulloso es de la confianza que Adolfo Suárez depositó en mi persona al nombrarme consejero suyo junto a personalidades tan relevantes como los restantes consejeros del presidente: Leopoldo Calvo Sotelo, Alfonso Osorio, Ricardo de la Cierva, Federico Mayor Zaragoza, Salvador Sánchez-Terán y José Ramón Lasuén.

En vísperas del sexto aniversario del fallecimiento de Adolfo Suárez, nunca mejor fecha para recordar, una vez más, como ha sido reconocido mundialmente, a quien ha sido una figura grandiosa en la historia de nuestro país. "La España de hoy" -como ha dicho Jaime Lamo de Espinosa, ingeniero y economista y ex ministro con Suárez- "no sería comprensible sin el paso de Adolfo Suárez en la presidencia del Gobierno". Lamo de Espinosa ha tratado con él "a lo largo de los años" y lo ha visto "con mucha frecuencia", y cree que "fue un personaje irrepetible, el hombre con más carisma que he conocido". Me ha ocurrido también a mí, pese a haber tratado de cerca, pasando a solas horas con ellos, a personas como Juan Pablo II, el presidente de Venezuela Rafael Caldera, íntimo amigo, Fidel Castro y Yasir Arafat, con quien conversé en dos ocasiones.

Ninguno de ellos puede compararse con Suárez. Su diálogo, tolerancia y moderación, sin ver jamás en el adversario a un enemigo, sino a un mero discrepante, definieron, sin más, su recia personalidad. Con inconmensurable valor para afrontar las situaciones más difíciles y su serenidad para encajar las adversidades. De lo que siempre hizo gala. Muchas veces resulta triste, muy triste de verdad, saber que durante muchos años, hasta su muerte, después de haber padecido, durante casi tres lustros nada menos, la terrible enfermedad de Alzheimer, sin saber lo que era España. Acaso fue mejor para él. Jamás tuve el valor de ir personalmente a verlo, dado su estado. Reconozco que fui cobarde. Y cuando estuve en su despacho, ya vacío, de la calle Ferraz, en Madrid, se notaba enormemente su ausencia. Porque él solo lo llenaba todo. Por eso aquella mañana lloré como un niño.