La primera imagen de Roma que Federico Fellini conservaba en la memoria era la de un poste milenario que surgía fuera del país, su Rimini natal, y en medio del campo. Pero en el tiempo de la escuela elemental, en el colegio de los curas, obtuvo sobre la Ciudad Eterna otro tipo de información. Así, citando las palabras de Julio César, alea iacta est, los escolares también podían cruzar el Rubicón y ver en diapositivas los principales monumentos de la capital: Santa Maria Maggiore, la tumba de Cecilia Metella, el arco de Constantino, el Altar de la Patria, San Pedro y cualquier otro de los que se incluían en las proyecciones de los sacerdotes.

Roma representaba para Fellini, que el pasado 20 de enero habría cumplido cien años, la bendición dominical del Papa transmitida por la radio, que hacía bramar a su padre, un hombre laico de ideas socialistas. Pero estaban también las películas interpretadas por Greta Garbo y los peplum ambientados en los tiempos del imperio de los césares. Muy distinta, sin embargo, es la realidad que encuentra a su llegada a la estación Termini, cuando viene a la capital para estudiar la carrera de Periodismo. Aquella es una Roma pueblerina, popolana, que convive con la necesidad cotidiana y el problema de la inflación. En este retrato del artista joven, que el director incluye en una de sus películas más reconocidas, la que precisamente lleva por título a la Ciudad Eterna, conduce al protagonista, él mismo, por un recorrido que va de la estación a la plaza Esedra, hoy de la República, cruzándose por el camino Santa Maria Maggiore, y del otro lado de la muralla medieval, San Juan de Letrán.

El destino final del recién llegado es la habitación de un viejo palacio en el que la patrona vive con su hijo y una decena de inquilinos, entre los cuales hay algunos actores de cuarta fila cuya principal dedicación es darse un poco de tono parodiando al Duce: "Me resisto a creer que el auténtico pueblo de Gran Bretaña que nunca ha tenido disputas con Italia pueda llevar a Europa a una catástrofe por defender un país africano sin sombra de civilización, contra este pueblo de héroes, de artistas, de poetas, de santos, navegadores y de calvos".

Cuando oscurece, el barrio se anima con la gente comiendo fuera de las trattorias, entre músicos callejeros y mendigos que pasan la gorra. Las voces, las canciones, se funden como si se tratase de una única y gran familia numerosa. Luego, en la noche profunda, cuando todo se ha detenido y por las calles solo deambulan los perros vagabundos y los empleados del autobús hacen sus necesidades, en cualquier lugar del Foro romano o de la Via Appia los destellos de los faros de un coche alertan sobre la presencia de una prostituta que se adentra en las tinieblas de siglos pasados, como la vieja loba, que es el símbolo romano. A los que hayan visto Roma (1971) estas imágenes no les serán desconocidas.

Tampoco olvidarán Caracalla los que recuerden a Giulietta Masina, mujer del cineasta y protagonista de Las noches de Cabiria (1957), ejerciendo la prostitución en las inmediaciones de las termas más famosas de Roma, unos exteriores que localizó durante los paseos nocturnos acompañado de Pasolini, gran conocedor de los rincones secretos de la ciudad oculta. Igualmente no les será ajeno el Teatro 5 de Cinecittà, de los estudios romanos, fábrica de sueños, a quienes están informados sobre dónde y cómo se rodaron 8 ½ (1963), La Strada (1954), Y la nave va (1983) o Ginger y Fred (1986), entre otras

La Roma eterna de Fellini es naturalmente la Fontana de Trevi donde se bañan Anita Ekberg y Marcello Mastroianni ( Marcello come here!) en La dolce vita, una película que hace ahora sesenta años nadie quería producir. Luego se convirtió en un escándalo, después en un hecho feliz por sus ingresos en taquilla, más tarde y para siempre en la mayor muestra identitaria del cine italiano. Se rodó en 1959 y fue estrenada al año siguiente en medio de una intensa polémica y encendidas críticas, no sólo desde los sectores ultraconservadores de la sociedad, sino también por parte de los protagonistas de la movida romana. El escritor Alberto Arbasino, autor de Fratelli d'Italia, en un furibundo ataque, llegó a preguntarse de dónde había sacado Federico Fellini a los intelectuales que aparecen en la película, capaces, a su juicio, de decir las cosas más ridículas.

En una histórica foto, publicada por L'Europeo, veo a Fellini, sentado en la terraza del café Rosati, en la Via Veneto, sacudiéndose las críticas en compañía de uno de los guionistas, Ennio Flaiano, y del periodista Giorgio Bocca. Durante el estreno de la película en el cine Capitol de Milán, un 5 de febrero hace ahora cincuenta años, hubo insultos, silbidos y protestas. Los actores y el director recibieron escupitajos de espectadores escandalizados. Marcello Mastroianni lloró de amargura aquella noche. El periódico vaticano L'Osservatore Romano calificó la película de obscena y prohibió su visión a los católicos bajo pena de excomunión. Una buena parte de la prensa pidió la retirada de la cinta de las salas comerciales y hasta los diputados discutieron en el Parlamento sobre las escenas más escabrosas.

Fellini decía que si la historia del naufragio de los personajes de La dolce vita la hubiese tratado de manera cómica y banal nadie habría dicho nada y el público se habría limitado a reír. Pero no, aquella película era una inmersión trágica en la soledad y el vacío de las vidas de unos personajes incapaces de reconducir sus existencias y que disimulan su tedio en los locales nocturnos, las orgías, las casas de citas y los cafés de la Via Veneto. "He presentado el problema de la forma más eficaz. ¿Por qué estoy obligado a dar una solución? ¿Soy acaso un santo o un líder político? La solución se la dejo a otros, a los pastores de las almas y a los encargados de reformar la sociedad. Solo soy un director de cine y me he limitado a hacer una película", explicaba Fellini para responder a quienes le criticaban por reflejar los males de la sociedad sin ofrecer soluciones.

La película había obtenido entre otros los calificativos de cínica e irreverente, pero mucho antes de estrenarse el escándalo había llegado con ella a los estudios de Cineccitá, adonde el director había reconstruido la Via Veneto y acomodado a su troupe, de la forma en que sólo el gran Fellini sabía hacerlo: en un divertidísimo barracone. Desde el primer golpe de claqueta -el 16 de marzo de 1959- hasta el striptease de la bailarina turca en un local público que inspiró una de las célebres secuencias de La dolce vita, el clima fue absolutamente transgresor. Los fotógrafos que inspiraron a Paparazzo, el gráfico que acompaña en la historia a Marcello Rubini (Mastroianni), y a los que siguieron el camino de la instantánea robada, irrumpían en el set de rodaje en busca de exclusivas. Todo lo que rodeaba a la película era reproducido al día siguiente en los rotativos. La dudosa fama, por tanto, precedió al estreno. Fue la peor publicidad de la película, pero también la mejor, debido a la curiosidad que despertaba lo que estaba sucediendo dentro y fuera de los estudios romanos. Paparazzo, que persigue a la Ekberg hasta la cúpula de San Pedro, era en la realidad Felice Quinto, reportero gráfico amigo del director, se escondía en los arbustos para disparar su flash sobre las celebridades y recorría la Ciudad Eterna disfrazado, en motocicleta.

Una placa en el número 110 de la via Margutta, en la misma que César González Ruano alquiló un estudio en el último piso del número 33, entre la piazza de Spagna y la Villa Borghese, recuerda el lugar donde vivió durante décadas el cineasta con Giulietta Masina. Pero el espíritu felliniano está esparcido como si fuera polvo de estrellas por toda la ciudad que ha vivido un nuevo esplendor cinematográfico gracias a la inspiración que el maestro de Rimini ha imprimido en otros autores entre los que evidentemente se encuentra a la cabeza Paolo Sorrentino. Federico Fellini está presente en cada fotograma de La gran belleza, la película más aclamada de Sorrentino hasta el momento. Fellini es eterno como su Roma.