Fui a Bonn hace ya tiempo para matar la curiosidad que me había despertado la pequeña ciudad alemana de la novela de John Le Carré y para ver las rayas de los cables de los tranvías atravesando las fachadas de las casas. La excapital de la República Federal había dejado de ser el lugar fantasmal, ensombrecido por los claroscuros y secretos de la Guerra Fría, y era, en cambio, una evidente apacible ciudad de provincias que le había tocado en la ruleta de la historia y después de la II Guerra Mundial un papel distinto al que tendría que haber interpretado. Su balcón privilegiado del Rin servía para remolonear a media tarde en los jardines de cerveza cerca del río, mientras el barrio gubernamental, el llamado Camino a la Democracia, donde se forjó el milagro alemán muchos años antes de ceder el testigo a Berlín en la década de los noventa, reposaba de su gloria burocrática. El Palacio Schaumburg, el Kanzlerbungalow (residencia del canciller) o la antigua sala del Parlamento sesteaban relegados a un papel protocolario y turístico después de la reunificación.

El río de las noches más templadas cambiaba de vez en cuando de color gracias a los espectáculos de fuegos artificiales, y el carnaval renano atraía en febrero a centenares de visitantes. Bonn dejó de ser la capital de una parte de Alemania pero nunca fue desposeída de su título honorífico de ciudad del arte, con dos de los museos más visitados del país, el Museo de Arte de Bonn y la Bundeskunsthalle". Los dos merecen visita. El primero de ellos exhibe una de las colecciones más completas del expresionismo, además de una nutrida representación de obra alemana contemporánea y artes gráficas internacionales desde 1945. El segundo alberga mayores aspiraciones: como reza en su enunciado promocional, su misión consiste en presentar la riqueza intelectual del país de una forma apropiada y ser defensor del diálogo internacional entre cultura y política.

Pero la verdadera gloria imperecedera de la pequeña ciudad de Alemania de Le Carré seguía siendo su hijo más ilustre y universal, el músico Ludwig van Beethoven, del que ahora se cumplen 250 años de su nacimiento con gran demostración jubilar en todo el país. Durante muchos años, se creyó erróneamente que el icónico compositor había nacido en 1772 en lugar de 1770. Se especuló también con que este engaño había sido tramado por su padre para hacer que el talento musical de su hijo pareciese aún más avanzado de lo que ya era. Para su edad real, Beethoven fue sin duda muy precoz y actuó por primera vez en público con solo siete años. Eso no disuadía a su progenitor, posiblemente para establecer comparaciones con Mozart, que era considerado un niño prodigio y comenzó a recorrer Europa con un año menos. De hecho, no hay un registro claro de la fecha exacta en que nació Beethoven, pero sí de su bautismo el 17 de diciembre de 1770, en Bonn. Los bebés, generalmente, se bautizaban todo lo más a los dos días de su nacimiento debido a las altas tasas de mortalidad.

Beethoven era conocido por ser increíble en la improvisación. El compositor Johann Baptist Cramer, contemporáneo suyo, dijo una vez: "Si no lo has escuchado improvisar, no sabes lo que eso significa". En 1783 , a los doce años, publicó su primera composició: un conjunto de nueve variaciones para piano. No solo las escribió en Do menor, una opción inusual para la época, sino que siempre resultaron difíciles de interpretar por su complejidad. Después de quedarse sordo siguió componiendo, hasta el punto que su vida adulta está marcada por una lucha heroica para continuar su carrera como músico y compositor, a pesar de la creciente sordera. Su oído comenzó a disminuir a partir de los 25 años, y a los 27 escuchaba zumbidos constantes, hasta que dos décadas más tarde se quedó sordo por completo. Aunque finalmente se retiró de dirigir y de actuar, continuó componiendo durante toda su vida. En realidad produjo algunas de sus obras más importantes en la última etapa antes de morir, cuando estaba teniente del todo. Incluso sordo, Beethoven retuvo el tono perfecto. Cuentan de él que iba a dar largos paseos en los que improvisaba frases increíblemente intrincadas que iba anotando en su cuaderno mientras avanzaba.

Su padre era un cantante fallido de la Corte que puso todas sus esperanzas en el joven Ludwig, obligándolo a practicar durante horas todos los días y todas las noches, golpeándolo por emitir notas equivocadas. Esa crueldad paternal lo llevaba, según sus biógrafos, a llorar amargamente sobre el teclado. La triste infancia del músico no acaba ahí. A los once años tuvo que abandonar la escuela para mantener a la familia, convirtiéndose en sus sostén: el alcoholismo impedía a su exigente padre dar un palo al agua. Él, en cambio, pronto comenzaría a trabajar como asistente del organista de la corte de Bonn. Todo fue precocidad en la vida de uno de los grandes músicos de la historia, que al final acabaría aficionándose como su progenitor a la bebida, lo que presumiblemente contribuyó a adelantar su muerte también prematura, a los 56 años en Viena.