Era como un picotazo mortal y de seda cada suspensión de la Mamba Negra, cada vez que armaba el brazo afilado de tarántula decenas de veces cada noche para perforar el aro con la precisión cirujana de una tuneladora en cada escenario de la NBA, un campeonato donde era idolatrado y también cuestionado tantas veces, sobremanera después de un episodio que a punto estuvo de costarle la cárcel y la brillante carrera y del que salió airoso de la manera más al uso en USA: un acuerdo extrajudicial multimillonario para evitar una condena por violación.

Kobe Bryant, fallecido inesperadamente el pasado domingo al estrellarse el helicóptero en el que viajaba con una de sus hijas, Gianna, de 13 años, y varias personas más, era arrogante y retador; implacable y venenoso en la cancha, comprometido con causas sociales fuera de ella desde su retirada en 2016. La Mamba Negra ya no está, pero deja tras de sí una carrera deportiva memorable en una de las competiciones más exigentes del planeta. Dueño además de una estadística legendaria, bordada en púrpura y oro, los colores de los Lakers, como aquella jornada de enero de 2006, cuando endosó 81 puntos a Toronto Raptors ante la mirada atónita de Jose Calderón, por aquel entonces director de juego de los canadienses. O los sesenta de su partido de despedida, el 13 de abril de 2016, acribillando a Utah Jazz cumplidos los 37 años, renqueante tras un rosario interminable de lesiones.

A 800 dólares la entrada más barata, el Stapples Center se llenó para el último partido de corto de la Mamba; o Showboat, como le bautizó Shaquille O'Neal, o Vino, el nickname que se inventó para su cuenta de Twitter tras sufrir el peor contratiempo físico de su carrera, la rotura del tendón de Aquiles de la que regresó muy dañado pero con idéntica resolución ganadora: "Si me ves pelear con un oso, reza por el oso".

Pero la historia de amor de Kobe con el baloncesto -deporte al que dedicó una carta de despedida en su retirada de las canchas, que publicó The Players Tribune, un muy recomendable medio digital que reúne historias contadas en primera persona por deportistas y atletas, y que dio pie a un cortometraje, Dear Basketball, ganador del Óscar en 2018- no nació en una pista callejera de su Philadelphia natal sino en Italia, el país al que llegó a los 6 años y que abandonó a los 13, siguiendo los pasos de su padre Joe Jellybean Bryant, un ala-pivot anotador con experiencia en el baloncesto profesional americano que en el tramo final de su carrera buscó fortuna en la vieja Europa.

En 1984, casi en el ocaso de su trayectoria, Joe Bryant aterrizó a Rieti cargado de maletas y con toda su prole acompañándole en la aventura italiana: su mujer, Pam Cox, hermana de un exjugador de la NBA; sus dos hijas, Sharia y Shaya, y el pequeño Kobe, al que llamaron así por la denominación de origen de cierta carne japonesa. La vida cambia para la familia en aquella mediana ciudad de la región del Lazio, conocida como "el ombligo de Italia", que abastece de agua a Roma. Los padres prefirieron inscribir a sus hijos en la escuela de la localidad en lugar de mandarlos a un liceo norteamericano de la capital del país, a unos ochenta kilómetros de distancia. Kobe aprende pronto el italiano, idioma que dominará con acento toscano, como también el español por influencia de su mujer, la modelo Vanessa Laine, de origen mexicano (su verdadero apellido es Cornejo). En Un italiano di nome Kobe, el periodista del Corriere dello Sport Andrea Barocci relata multitud de anécdotas de la vida del Bryant niño en el país transalpino, como la escapada a los siete años por el balcón de su casa para jugar en la cancha al aire libre de los padres estigmatinos de Rieti; o la confección, a los nueve, de una canasta con cestas en un aparcamiento de Pistoia, otro de los destinos paternos en su periplo italiano. En el colegio de monjas de San Vicente de Paúl, de Reggio Emilia, donde fue inscrito a los once años, se aficionó al fútbol y se convirtió a la religión rossonera del Milan de Gullit, Baresi, Maldini y Van Basten.

Empezó a jugar al baloncesto en Italia, donde ya desde niño alcanzó fama de chupón. Su padre, que al regresar a Estados Unidos tras su retirada se convirtió en entrenador de equipos femeninos, recalcó que el talento innato de la Mamba se pulió con la experiencia europea: "Si Kobe se ha convertido en el jugador que es, se lo debe sobre todo al baloncesto italiano. En América se salta y se corre pero pocos conocen de verdad los fundamentos; en Italia aprendió lo básico de este deporte". El mismo Kobe reconoció esa influencia esencial en su carrera: "Aprender a jugar al baloncesto fuera de Estados Unidos fue, en realidad, una gran ventaja porque me enseñó a confiar en los fundamentos, no en el físico".

Ejemplos palmarios de esa teoría bastante extendida a una y otra orilla del Atlántico que defiende que el baloncesto se basa más en el conocimiento de los fundamentos del juego que en la fortaleza mastodóntica, de manera que en numerosas ocasiones David tumba a Goliat con armas tan poco pesadas como el dribling son, por citar los más cercanos, Pau y Marc Gasol; o más recientemente aún, la impactante irrupción de un jovencísimo Luka Doncic, talento natural forjado en la cantera del Real Madrid, que está llamado a convertirse en el libro póstumo de cabecera del brillante abecedario del baloncesto balcánico.

Que Kobe es a Italia lo que Messi a La Masía se explica en un hecho, datado en 1985, en el descanso del partido de las estrellas de la Lega italiana, en el que papá Bryant fue elegido mejor jugador por segunda edición consecutiva. El hijo de uno de los jugadores, un chavalín desgarbado, saltó a la cancha, cogió un balón del cesto y empezó a tirar a canasta desde distintas posiciones. Los más de siete mil espectadores contemplaron estupefactos que ese niño de raza negra encadenó veinte lanzamientos sin fallo. Seguramente fue el primer aplauso multitudinario a quien, con el paso de los años, se convertiría en icono universal del baloncesto, el jugador que más se aproximó a Michael Jordan, en cuya comparación forjó una leyenda.

Durante la estancia en el país de acogida infantil y acudiendo a los partidos que disputaba su padre, conoció a cañoneros de la talla del mítico Oscar Schimdt Becerra; o a bases calculadores y efectivos del tamaño de Mike D'Antoni, al que vio enfrentarse a papá Joe en las canchas italianas en los años ochenta y que con el paso del tiempo sería nombrado entrenador jefe de los Lakers tras la marcha en estampida del maestro zen Phil Jackson, con Kobe y Pau Gasol a sus órdenes. Dicen que Bryant llevó inicialmente el 8 en la camiseta porque era el número que portaba su admirado D'Antoni en su época lejana de jugador en Milán. Al final, el roce no llevó al cariño y entrenador y jugador, ambos de carácter impulsivo, acabaron a la greña en Los Ángeles. El técnico llegó a decir de Kobe: "Él habla italiano como yo, y eso es genial, porque puede venir e insultarme en ese idioma y ustedes ni se enteran".

Tan vinculado a Italia se sintió Kobe que puso nombre italiano a sus cuatro hijas: Natalia Diamante, Gianna Maria-Onore, Bianka Bella y Capri. Ci vediamo per sempre, Kobe.