Mirar atrás, a esa noche de Reyes, supone enfrentarse para muchos a la nostalgia. En uno de sus cuentos sobre la vida en Arrecife, el cronista Antonio Lorenzo contaba que a los chicos, nada más despertar el 6 de enero y el resto del año también, les encantaba jugar a la pelota en la Plaza de la Iglesia, "Don Adolfo salía a enfrentarse con los muchachos que, pelota de trapo forrada de media negra, pateábamos incansablemente el cemento cuadriculado". A ese juego en la calle sucedieron otros. Y sin saberse el motivo, explica Lorenzo, "llegó el tiempo del trompo; Miguel Robayna los hacía mejores que los de fábrica, con madera del moral de don Daniel; y la púa roma que traían se la cambiaba por una de tacha muy afilada y dentro del hueco se le ponía una mosca viva para que zumbara mejor; y llegó el tiempo del boliche?Todos teníamos una bolsita de tela que se cerraba tirando de un hilo para guardar los boliches, y vino el tiempo del arco".

Los años ruines en Lanzarote en los que resultaba difícil recibir buenos regalos, sobre todo de aquellos que se traían de las tiendas de Gran Canaria, aparecen envueltos en un halo de magia y sobre todo de mucha imaginación. Los chicos se las ingeniaban no sólo para hacer pelotas con las que jugar al fútbol sino utilizaban cualquier cacharro, los bidones de aceite o las maderas de una caja de botes de leche condensada y con eso fabricaban un camión con ruedas casi cuadradas.

Cuanta Antonio Lorenzo en su Historia Menuda de Arrecife que en la casa de Paquito Fábregas, "junto a La Plazuela, se guardaba la flota de barcos de corcho y lata".

Las niñas mantenían en aquellos tiempos un papel más secundario. No resultaban tan atrevidas y su máxima aspiración era recibir una muñeca, aunque fuera de cartón. Mónica Díaz cuenta que para ella fue maravilloso cuando su madrina le regaló una. Lo malo fue que siguiendo el consejo de sus compañeras de juegos decidió meterla en un balde con agua para lavarla y el final no pudo ser más cruel. Terminó en unos minutos con aquella muñeca maltrecha, desecha entre sus manos. Aún hoy aquel recuerdo sigue provocándoles cierta tristeza.

Otro gran contador de historias de Lanzarote, el escritor Leandro Perdomo, también se refiere en uno de sus cuentos a cómo los chicos pobres de la isla trataban de solucionar sus problemas a la hora de poder jugar al balón.

Leandro escribía: "la pelota fue para nosotros, los chiquillos de allá de los años veinte y treinta el mejor regalo de Reyes. ¿Qué les pides a los Reyes Magos? Y el muchacho pobre, el hijo de padres esmirriados contestaba sin reparos: una pelota. Los niños ricos, los niños de papá, pedían generalmente una bicicleta. Y se la ponían. Los que pedíamos una pelota y nos conformábamos no siempre recibíamos una pelota, sino un trompo o un pito, trompo de a perra gorda y pito de a perra chica".

Entonces no les quedaba más remedio que recurrir a aquellas pelotas de trapo grande, recosidas con calcetines viejos, y que en ocasiones al chutar les dejaba el pie desbaratado.

En uno de los cuentos que titula Recuerdos de un día de Navidad, Leandro Perdomo relata todos los esfuerzos de esos chicos por conseguir unos zapatos con los que poder jugar al fútbol, la mayoría o estaba descalzo, o como él, que usaba alpargatas viejas y rotas. Muchas veces se prestaban el calzado para que todos pudieran dar al balón con algo más de fuerza y no hacerse daño. Estaban tan desesperados por conseguir unos buenos zapatos o unas botas que a uno de ellos se les ocurrió ir al cementerio y robar el calzado a uno de los muertos: "y así fue como, estando con los primeros claros del alba arrancándoles las botas a un viejo que habían enterrado el día antes, cuando ya le teníamos un pie fuera de la tierra, la mala fortuna hizo que de repente apareciera el sepulturero, que se nos vino arriba con un palo y casi nos mata. No volvimos más al cementerio en busca de zapatos, dado el fracaso de la primera intentona y henos aquí al Catorro y a mí jugando, descalzo él y yo con la alpargata, un día y otro día, todos los días". Este relato de Leandro Perdomo, tal y como él mismo cuenta, sucedió en la Navidad de 1935.