El martes se van a cumplir cien años. El 10 de diciembre de 1919, Marcel Proust recibió el Goncourt por su novela A la sombra de las muchachas en flor. La decisión trajo consigo una de las mayores controversias en la historia de la literatura de Francia. Se sucedieron protestas de todo tipo y de todos los colores: ex combatientes y pacifistas, reaccionarios y revolucionarios. El pasado proustiano no tenía que suplantar al presente, mediatizado por la Gran Guerra. Veían en el premio un signo de decadencia el habérselo concedido a un autor que vivía el momento de su país como los ingleses lo hacían en el Sudán. En la prensa se cocía un consenso: la obra premiada debería haber sido Les Croix de Bois, de Roland Dorgelès, un periodista corresponsal de guerra, que curiosamente acabaría, diez años después, presidiendo la Academia que concede las más prestigiosas distinciones literarias francesas.

Mientras tanto, Proust, objeto de ira y de mofa, seguía la polémica desde la cama envuelto en su edredón. Thierry Laget, novelista, crítico literario y colaborador de La Pléiade, ha escrito un magnífico ensayo, Proust, Premio Goncourt, que publica Ediciones del Subsuelo, donde relata a través de testimonios, cartas, documentos inéditos, artículos de prensa y otras piezas sueltas, la historia de aquella especie de motín en torno a la figura de uno de los más grandes creadores de la literatura de todos los tiempos.

A la sombra de las muchachas en flor, publicada por Gallimard, se había postulado, pero tenía un competidor de peso, según los cánones de la época: la citada Les Croix de Bois, editada por Albin Michel, una especie de novela de teletexto sobre la Gran Guerra, muy de moda teniendo en cuenta que las terribles heridas del conflicto mundial, en el que muchos jóvenes habían dejado su piel, especialmente en las trincheras, no se habían cerrado todavía. Existía, además, una motivación generacional para rechazar a Proust, que estaba a punto de cumplir 50 años mientras que Roland Dorgelès, su competidor, tenía catorce menos, un hecho no tan irrelevante como podría parecer a simple vista, ya que los preceptos del Goncourt incluían la obligación de distinguir a autores jóvenes para ayudarles en su carrera. Coincidiendo con la entrega del premio, Proust decide, asimismo, presentarse como un hombre joven para aparentar ser menos viejo que Dorgelès, pero su imagen no es particularmente atractiva. Laget cuenta cómo en 1919, su ropa mantiene un corte anticuado: el gran escritor es para muchos la imagen de un difunto al que entierran con su mejor traje. Intentando rejuvenecer consigue el efecto contrario: resultar más caduco.

El caso es que el segundo volumen de la monumental En busca del tiempo perdido logra seis de los diez votos de la Academia y estalla el escándalo. La evocación de las muchachas del ayer se impone al dolor de las trincheras. La opinión pública se muestra ofendida por el desprecio hacia la terrible actualidad. Dorgelès, que había luchado como voluntario durante dos años, pierde la batalla frente a alguien que jamás vistió uniforme, un homosexual mundano y "viejo", demasiado rico para pillar los 5.000 francos, que, a juicio de sus detractores, deberían recaer sobre alguien más necesitado. El pequeño mundo de las letras está enojado porque Proust no ha hecho la guerra, todos suponen que es rico y por tanto corrupto. El premio, sostienen muchos, debe ir a parar al talento y la juventud. L'Humanité carga contra lo viejo. Proust, en la cama, se repone de un resfriado, tomando una tisana. Un enviado de Le Petit Parisien, que le tilda despectivamente de meridional por el color de su pelo y de su tez, le pregunta: " A la sombra de las muchachas..., trata sobre muchachas, ¿no es cierto?. Y Proust responde: "Evidentemente, evidentemente?"

Cuarenta y siete años después de todo aquello, Dorgelès, explicaba en una entrevista radiofónica que entonces acababa de volver de la guerra, no tenía un céntimo, y se había hecho ilusiones con ganar un premio que le habían asegurado obtendría. Pero también aclaraba que si al principio se sintió decepcionado, más tarde pudo alegrarse de no haberlo obtenido y no tener que soportar así el remordimiento de robarle el premio a Marcel Proust. "Estoy contento de no tener que cargar con su cadáver".

A la gran controversia de los Goncourt siguieron otras muchas, pero ninguna de ellas tan llamativa cómo la de discutirle la gloria a un dios de las letras. La feroz respuesta al premio concedido a Proust alcanza la categoría de sarcasmo.