El 3 de abril de 1982 se jugó en el Free State Stadium de Bloemfontein (Sudáfrica) un partido de rugby que aún se recuerda tanto por sus connotaciones políticas como deportivas. Se enfrentaban los Springboks, repudiados a nivel internacional por su indolencia con el racismo, y un sucedáneo de la selección de Argentina, que para disputar aquel encuentro no se atrevió por vergüenza torera ni a utilizar su típica camiseta albiceleste ni a jugar como un equipo que se pudiera identificar con Los Pumas. Así lo publica El Periódico de España.

Todavía hay quien prefieren fijarse solo en el marcador, en vez de pensar en las consecuencias extradeportivas. Los sudamericanos consiguieron vencer 21-12. Era la primera vez que se imponían a una de las selecciones de rugby más poderosas del planeta. El apertura Hugo Porta logró todos los puntos de un combinado que se hizo llamar para la ocasión Sudamérica XV. No todos piensan ahora del mismo modo sobre la conveniencia de que se celebrase aquel partido. Como todo en la vida, hay pros y contras.

En aquella época Sudáfrica estaba presidida por Marais Viljoen, un líder del Partido Nacional que abrazó desde el principio el apartheid como fórmula de gobierno y que continuó su sucesor Pieter Willem Botha, también conocido como “el gran cocodrilo”, cuando le sustituyó el 3 de septiembre de 1984. No es difícil de entender por qué en la década de los ochenta los Springboks eran una selección apestada a nivel internacional. La política segregacionista impuesta por su dirigentes blancos sobre la mayoría negra anulaba cualquier posibilidad de abrirse al exterior o de estrechar lazos con otros países.

'Halt all racist tours'

Tan sólo Nueva Zelanda se atrevió acogerlos en 1981 para realizar una gira que desató en el país una ola de violencia sin precedentes. Los responsables de todo aquello no quisieron tener en cuenta que varios sectores de la sociedad neozelandesa llevaban desde 1969 impulsando una campaña llamada 'Halt all racist tours' (detengan todos los viajes racistas).

Así que todo fueron problemas desde el principio. Los sudafricanos tuvieron que coger un avión privado porque el gremio de azafatas de vuelos comerciales se negaban a atenderlos. El último partido anotado en el calendario, y que se iba a celebrar en Waikato, se suspendió por motivos de seguridad y la devolución de visita prevista para un año después fue cortada de raíz por la Corte Suprema de Nueva Zelanda, que prohibió la gira.

Argentina estaba en manos de los militares. Gobernaba con mano de hierro Leopoldo Fortunato Galtieri, un general que años más tarde fue condenado a 12 años de prisión por su política represiva, aunque más tarde fue indultado. Ese perdón no ablandó al juez español Baltasar Garzón, que llegó a cursar una orden internacional de captura acompañada de una solicitud de extradición que nunca tuvo la respuesta esperada.

Galtieri fue el mismo general que un día antes de celebrarse el partido había ordenado el desembarco en las Islas Malvinas para comenzar una guerra que sabía nunca iba a ganar contra Gran Bretaña y que solo era una excusa para desviar la atención de los problemas que asolaban a los argentinos. Nada nuevo en las dictaduras militares eso de primar el interés patriótico por encima de los intereses reales del pueblo.

Reconocimiento

Aislada por el resto de las potencias mundiales, Sudáfrica vivía también en estado de tensión permanente con sus vecinos de Lesoto, Namibia y Mozambique. Necesitaba reconocimiento internacional y Argentina, gracias al rugby, trató de ser su avalista en esa fallida operación de cosmética. Y es que en aquella época el régimen sudafricano realizaba onerosas ofertas económicas a cualquier personalidad o colectivo que se animara a visitar el país. Galtieri no es que estuviera muy convencido de aquella aventura, pero la todopoderosa Unión Argentina de Rugby (UAR) echó el resto para que su selección pudiera enfrentarse a los Springboks, a quien no había conseguido vencer hasta entonces.

Se programó una gira de un mes para disputar 14 partidos por todo el territorio sudafricano. El plato fuerte, por supuesto, eran los dos test en los que ambas selecciones iban a medir sus fuerzas. Todo lo que rodeó a aquel evento tiene sabor a rancio. El primer encuentro, disputado el 27 de marzo en Pretoria, concluyó con una abultada victoria (50-18) para los locales que, en realidad, no respondía a la igualdad mostrada por ambos equipos hasta bien entrada la segunda parte.

Los Springboks se sentían tan superiores que eran incapaces de imaginar que estaban más cerca de morder el polvo de lo que creían. No sabían que los argentinos iban a contar para el siguiente partido con la inesperada ayuda de Nelie Smith, el técnico sudafricano que había sido despedido un año antes, quien se presentó en la concentración del combinado sudamericano y les dio las claves para derrotar a los anfitriones.

Bloemfontein

La puesta en escena estaba repleta de simbología. Los surafricanos habían elegido para la ocasión la ciudad de Bloemfontein, la capital de Estado Libre de Orange. No fue una elección baladí. Allí residían la mayoría de ciudadanos de origen boer que aprovechaban cualquier ocasión para hacer patente la superioridad del hombre blanco. Si era menester no dudaban en emplearse con una brutal violencia.

Argentina, a su vez, trató de blanquear su imagen renunciando a su esencia, esto es, a su camiseta albiceleste. La nueva, diseñada para la ocasión, era blanca con una franja de colores celeste, rojo y amarillo con puños y cuello de color verde. En el escudo aparecía el jaguar argentino típico de Los Pumas, junto al tero uruguayo, el yacaré paraguayo, el cóndor chileno y una pelota de rugby que representaba a Brasil.

Todo era pura fachada. De los 42 jugadores convocados por Sudamérica XV, la mayoría tenía experiencia internacional con la camiseta argentina excepto cinco uruguayos, dos chilenos y dos paraguayos. El propio seleccionador albiceleste, Rodolfo O’Reilly, reconoció años más tarde que ese reducido grupo de nueve jugadores sabían de antemano que solo iban a disputar algunos partidos de la gira y que, en realidad, aceptaron “sin rechistar” su rol secundario en el equipo b, también conocido como La Legión, que consiguió dos victorias frente a rivales poco consistentes.

Hugo Porta

Era una ocasión única y los argentinos lo sabían. Los 21.000 espectadores que asistieron al partido comprobaron que los de Hugo Porta iban en serio. No había pasado ni un minuto cuando un violento placaje de Jorge Allen a la figura de los Springboks, Naas Botha, obligó al apertura a estar más pendiente el resto del encuentro de no recibir otra carga que de repartir juego con su habitual maestría. El factor psicológico había caído ya del lado argentino. Según el periodista Juan Ignacio Provéndola, el pilier debutante Serafín Dengra se tomó tan en serio lo de parar a los delanteros surafricanos que “la noche anterior al partido decidió tacklear parquímetros de la vereda hasta dejarlos torcidos”.

En el aspecto deportivo el capitán argentino fue la figura. Todos los puntos llevaron su firma: un ensayo, una conversión, un drop y tres golpes de castigo. En el plano político también triunfó porque años después su país le designó embajador una vez superado el apartheid. “Queríamos jugar al rugby y Sudáfrica siempre fue un atractivo... haber ido ayudó”, llegó a reconocer tras su retirada. Nada que reprocharse.

No fue el único que obtuvo réditos políticos. Juan Pablo Piccardo fue ministro de Espacios Públicos y Medio Ambiente con Mauricio Macri y el seleccionador Rodolfo O´Reilly fue nombrado al año siguiente de la gira subsecretario de Deportes con Raúl Alfonsín. Otros cayeron en desgracia como Alejandro Puccio, cuya vida fue llevada al cine en la película “El Clan”, ganadora de un Goya. El ala argentino y varios miembros de su familia participaron en una serie de asesinatos uno de los cuales tuvo como víctima a Ricardo Manoukian, hijo de una acaudalada familia y novio por aquel entonces de Isabel Menditeguy, la mujer que años más tarde se convirtió en la segunda esposa del ex presidente Mauricio Macri.

Hasta 1993

Aquel éxito no logró ocultar la realidad de un país donde la población negra tenía restringidos todos sus derechos. Los propios jugadores fueron testigos de aquella sinrazón. Marcelo Lofredda, que como seleccionador argentino llevó a jugar a su país las únicas semifinales de su historia en la Copa del Mundo de 2007, aseveró: “A nosotros nos chocaba demasiado porque en muchos lugares nos atendía gente de color. Se nos acercaban y nos daban ánimo, eran como nuestros hinchas. Nos decían: tienen que ganarles, tienen que ganarles”.

Ninguna otra selección visitó Sudáfrica hasta la caída del apartheid en 1993. Un año después de aquella amarga victoria, el presidente Raúl Alfonsín rompió relaciones con Sudáfrica, que se retomaron en 1994 de la mano de Carlos Menem tras el triunfo en las elecciones del partido de Nelson Mandela.

Argentina se divide entre los que defienden y los que censuran aquella gira. Como dato, la UAR computa los partidos de Sudamérica XV como propios de Los Pumas. Sin matiz alguno. Hay otros, como el inolvidable Agustín Pichot, a quien aún les escuece la herida y reniegan de aquella victoria. De hecho, alguien rebautizó aquel equipo como los jaguares, que viene a ser un puma con manchas negras. Los Pumas versión oficial tardaron 30 años más en lograr su objetivo. Lo hicieron en Durban, en 2015, con un marcador favorable de 37-25. Fue una victoria reparadora de otra salpicada de tantos aspectos extradeportivos que impedían su legitimación a demasiados amantes del rugby.