Un mal día para ser recogepelotas en París, la única buena noticia para Djokovic es que nadie salió herido en su ridícula pretensión de interrumpir la invencibilidad de Rafael Nadal en trece finales ya de Roland Garros. Qué esperan para ponerle a este torneo el nombre de su único campeón.

Antonio Díaz Miguel aseguraba que, pese a la aparente exuberancia y variabilidad de un marcador de baloncesto, el que obtiene la primera canasta suele ganar el partido. Por tanto, Nadal se aseguró el Roland Garros de 2020 y varios de los sucesivos con su seis a cero inicial frente a Djokovic, que parecía suplantado por un pésimo imitador. Tras la final no debió someterse al test antidopaje, sino a una PCR.

Las trece victorias sobre trece finales en París conllevan una querella de jerarquías. Si Federer es el mejor jugador de todos los tiempos, y Djokovic el número uno momentáneo, qué lugar en el escalafón debe ocupar el jugador que los ha hundido a ambos no solo en la pista, sino también anímicamente. La victoria en la final del domingo queda definida por su facilidad y su infalibilidad.

Se midieron la seriedad contra la frivolidad. A Nadal le corresponde el mérito de haber reducido al incomparable Djokovic a un títere, porque en ningún caso lograría el serbio jugar tan mal como en la final, ni voluntariamente. Escaso de reflejos, estrellando el primer servicio a diez centímetros por debajo de la cinta, con un abuso enfermizo de las pelotas cortas que fueron su perdición. Necesitó veinte juegos para obtener una ruptura de servicio meramente decorativa, vivió confinado por un rival al que con antelación había derrotado estrepitosamente.

Fue una final embarazosa, atrapada en la contorsión de clown que escenificó Djokovic en el tanto que lo hundió cinco a cero. Tras la aniquilación del serbio, la pregunta no es si Nadal ganará Roland Garros con cuarenta años, sino cómo es posible que no lo obtenga a esa edad o a cualquier otra. Los quince torneos para el mallorquín han dejado de ser posibles, para convertirse en previsibles. Se diría que le basta con presentarse en París para consolidar su victoria, ya sea a las órdenes de Toni Nadal o de Carlos Moyá, ya sea con o sin pandemia, ya sea con o sin su admirador Juan Carlos I en la grada.

Igual que la apelación al fetiche de los españoles abrazados resulta insuficiente para explicar la propagación del coronavirus, tampoco el argumento de la tierra batida explica por sí solo la supremacía de Nadal. En ese escenario pulverulento puede concretar su potencia, pero el mejor deportista español de todos los tiempos no se limita a vencer, aterroriza. Ningún ser humano desearía encontrarse ayer en la piel del serbio.

El escalafón de los Grand Slams continúa siendo la estadística más fiable para calibrar a los campeones. Nadal (20) no solo iguala a Federer (20) en los clásicos, fracturando así el dique que los amantes del tenis de filigrana habían interpuesto contra el mallorquín. Sobre todo, se aleja de Djokovic (17), que en los dos próximos años aspiraba a desbordar la ventaja de sus rivales.

Por tanto, es muy posible que Nadal sellara la condición de tenista más grande de todos los tiempos, aparte de que su cosecha en París parece inagotable. Y no, no hay nadie más, conviene recordar que por séptima vez el mallorquín no pierde ni un solo set en dos semanas de Roland Garros.

De hecho, el partido más curioso fueron los cuartos de final ante Jannik Skinner, un adolescente con maneras de cetáceo. Este italiano solo dominaba el partido cuando no amenazaba a Nadal. Las tres veces en que se adelantó al mallorquín, se desmoronó a continuación como si hubiera cometido un crimen, perdiendo la ventaja y el partido. Pese a esta fragilidad psicológica manifiesta, no alcanzó el nivel de degradación sufrido por Djokovic a manos del campeón.