Ya no nos desprendemos de la mascarilla ni para escribir un artículo sobre fútbol. Sin embargo, mantenemos la ficción de que la obsesión pandémica es compatible con la devoción deportiva, cuando solo se trata de una jugarreta del neocórtex. Nos fingimos devastados por el exilio de Messi, después de sufrir la Champions de futbito salvada por las retransmisiones radiofónicas, pues era preferible no visionar esa paramera. Por no hablar de la vigente charlotada de la NBA en Disneylandia, mates envasados al vacío. Los campeones llevan un año sin competir en serio, y encima pretenden aburrir con sus hazañas antediluvianas. Se han visto reducidos a la caricatura de un videojuego.

No se discute si Messi. Y ante todo, debería decretarse que no es nadie sin su público, esas hormigas gregarias que el gran negocio subestimó y sin las cuales no va a sobrevivir. Por no centrarse en el mejor futbolista de todos los tiempos pasados, la misma circunstancia arrasa con Mbappé, Benzema o Pérez. Ahora que la existencia se disputa a vida o muerte, preferimos tener al lado a un epidemiólogo, por citar a otro profesional del reino de la fabulación.

Messi y su estirpe parecen hoy demasiado mayores para presentarse en calzón corto, niños ancianos que no se enteraron de que la cosa va en serio. La fenomenal evocación en que nos vemos envueltos ejerce de retrospectiva. No nos emocionan los años vividos junto a un campeón solo igualado por Michael Jordan, Michael Phelps o Sergei Bubka, nos atrapan los tiempos en que no había coronavirus. El aguafiestas señala entonces los millones en juego, pero la agitación mercantil también es una pachanga. Las cifras barajadas no son irreales por descomunales, sino porque bajarán a cero con la gran inflación. El mundo se quedó a oscuras, sin estrellas, Messi no tendrá ni que apagar su luz.