La poesía ‘orgánica’ de Félix Hormiga
El escritor lanzaroteño publica ‘Una red pintada con palabras’, con poemas manuscritos sobre fondos de acuarela

La poesía ‘orgánica’ de Félix Hormiga / ED
Si, como se ha estipulado, hay escritores-hormiga, que acarrean lentamente la comida sobre su costado, y escritores-abeja, que revolotean las flores para polinizar sus textos, Félix Hormiga (Arrecife, 1951) es un caso atípico, que rebasa su apellido hacia ambas dimensiones. Escritor polifacético, además de historiador, combina la poesía con el ensayo de investigación, el relato y la crónica (La vieja a veces bebía (2017) y El rabo del ciclón (1992) son dos de sus títulos emblemáticos), y ha cultivado también la literatura infantil y juvenil y el teatro, dos aspectos que, se observa, marcan la espontaneidad (sólo aparente) y la iconografía y oralidad de su escritura. Ahora, en coincidencia con la aparición de su poemario Una red pintada con palabras (Mercurio), la Asociación cultural Artebirgua, de Gran Canaria, le acaba de rendir un homenaje, el pasado jueves, en la Casa de la Cultura Agustín de la Hoz, de Arrecife, una institución fundada y dirigida por el propio Félix Hormiga, antes de participar también en la creación y gestión del mítico espacio cultural El Almacén.
De «divertimento» califica el modo original en que ha ido trazando sus poemas, inconsciente de estar generando, tal vez, una nueva tendencia, capaz de dialogar, en estos tiempos de retaguardismo, con la papiroplexia con que Miguel de Unamuno inspiraba sus poemas ahí al lado, en Puerto Cabras, hace apenas un siglo; o, para ser más precisos, con las decalcomanías que Óscar Domínguez elaboraba en París con la memoria fija en el tinte de las cochinillas de las tuneras de Tacoronte. «Para mí, ha sido un juego. Están pintadas en el fregadero de mi casa», dice de estas 89 láminas, sobre las cuales, en vez de fairy, iba vertiendo a voleo diversas acuarelas, para, una vez desecadas, escribir en ellas los poemas con tinta blanca, que se muestran tal cual fueron manuscritos, como en un mágico facsímil sin original.
De ese modo, la pintura y el texto, color y pensamiento, se condicionan; se inspiran y vigilan mutuamente. El escritor-abeja se posa veloz en las láminas, con alas transparentes que se mimetizan con la luz ambarina, melosa, justamente («pan de luz» del mediodía, «barrena de luz», del sol naciente, «Y toda tú eres luz», en la alcoba a oscuras…), mientras que el escritor-hormiga nos habla desde abajo, aterrizado, sin eludir el cabreo social y existencial. «La frase ‘yo respeto a todo el mundo’, expresada en cualquiera de los idiomas de los humanos, es totalmente falsa», se nos advierte, por ejemplo, irrefutablemente, a la entrada del libro. Y, sin salirse un ápice del entorno lanzaroteño, descorriendo lajiales pero sin suprimirlos (lo universal, como dijo el clásico, es lo local sin paredes), igual recurre a la mitología clásica, o dedica un poema a Auschwitz, que enhebra aforismos sobre su poética («Soñar es añadir presencias»; «Nadie se esconde de su sombra»; «Un día descubrí que la mentira y la verdad se contaban chismes»…), o desliza una có(s)mica greguería: «Y va de coña: / Todo cuanto se mueve / necesariamente / no está vivo, / por ejemplo: / el Mar Muerto».
En un verso, se delata de este modo: «Te construyo sin andamios». En realidad, su poesía —o su poética— es tan tridimensional como un arrecife, donde se cruzan la naturaleza del entorno, la del cuerpo de la amada y la de la propia poesía en construcción. Las tres dimensiones comparten la misma anatomía, de tal suerte que en cualquier evocación («Han abierto del rosal / los capullos. / En tus mejillas tersas / de sangre se airean / las sedosas rosas» […] «Estás donde los rosales / junto a un sueño de agua. / Virgen es tu boca / que construye el amor / entre vuelos de aves» …) se está invocando, a la vez, al poema, a la amada y al paisaje. En rigor, la amada es el presente; el poema se abre a la inminencia, y el paisaje que se evoca es, recurrentemente, el de la infancia. Con el trazo minimalista, casi mironiano, del poemario, una escaldada voz advierte: «Adios nube, el cielo / azul te ha tragado goloso. / Debes perdonarlo, aún vive / sujeto a la infante memoria / del ferial músical y luminoso. / Si tú nube, no te hubieras / sonrojado, quizá el cielo niño / no te hubiera pensado / algodón dulce». En realidad, es una constante en la obra de Félix Hormiga: una cierta melancolía por la infancia ida (por aquí cierto contacto con Luis Feria), instándonos a recuperar la inocencia perdida, pero, eso sí, a condición de que no seamos ingenuos. De ahí su rearme crítico, escorado hacia lo político-social («Construir un arma es un acto de guerra» …), y, sobre todo, existencial, con poderosas imágenes insularias, como «Un cielo / de tierra / me besó / la frente / como a un muerto», o «Allá lejos donde estamos, / en nuestra playa / adobada de llantos».
Es curioso que el poeta circunscriba la evocación de su entorno, presidido claramente por el mar de su infancia, a su Arrecife natal. Así como Lanzarote posee una secular mitología, desde el Lancelot de Espinosa a los Cuadernos de Saramago, pasando por A la sombra del mar, de Manuel Padorno o los Recitados lanzaroteños, de Perdomo Acedo, la capital es la materia prioritaria de nuestro autor. Sigue mirando, seguramente, el Charco de San Ginés con la misma devoción con que Baudelaire miraba el Sena, o Domingo Rivero, el Guiniguada, después de haber frecuentado el Támesis.
Sobre todo, en el homónimo libro Arrecife (2020), Hormiga emprende un lírico ajuste de cuentas con la ciudad que le vio nacer, cuyo aire le sigue oliendo a «una mezcla de sal, jable quemado y algas recién botadas a la playa». Indisociable de un mar que le merece «un campo sorribado», y que se cuela a su aire en la urbe como un magma reciente y renovado de la memoria de la infancia, recordándole, desde entonces, que las palabras tienen vida orgánica.
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