Elogio de la mansedumbre

Julio Llamazares reedita el poemario ‘La lentitud de los bueyes’, su primer libro, donde fija sus claves como futuro narrador y prosista

Julio Llamazares

Julio Llamazares / ED

"Todo es tan lento como el pasar de un buey sobre la nieve". Esa imagen del primer fragmento del poema/poemario La lentitud de los bueyes (1979), su primer libro, podría servir de introito a la abundante obra en prosa de Julio Llamazares (Vegamián, León, 1955), en que las lindes del narrador, el ensayista, el cronista, el guionista y el testigo viajero son indisociables del poeta inicial.

Ese trasvase se aprecia ahora en la inmejorable edición de Nórdica, con elocuentes ilustraciones de Leticia Ruifernández, tan contundentes y brumosas como las imágenes de los versos. Casi medio siglo después (cuando, curiosamente, se cruzan las fechas del final de la década de los 70, en su publicación, con el estreno de los 70 años del autor), se ve que son su granero literario. O, incluso, el sustento de su propia "conciencia", como subraya en el prólogo.

"Yo soy esos bueyes que caminan con pesadez hacia la nada y que para mí son la imagen de la humanidad que se fue de este mundo con ellos y como la que se irá cuando yo no esté ya en él sin dejar sus pisadas en la nieve más que unos fugacísimos instantes temblorosos", explica ahora, desde la edad, ya como un asumido caso atípico de urbanita con irredenta memoria rural, además de portador de una timidez campanuda, si bien disimulada con su apasionado escepticismo y perplejidad; "hay que vivir con ilusión, pero sin esperanza", me dijo en una entrevista, para El independiente, tras la aparición de La lluvia amarilla (1988), su segunda novela que, siempre marcado por el lirismo, le supuso un antes y un después.

Es probable que la nostalgia sea un sentimiento más propio de la juventud, cuando las pérdidas se agudizan, a causa, tal vez, del muchísimo más tiempo de incertidumbre por delante. Aquí se observa esa intensidad, en el embrión de una de las principales fijaciones de Llamazares: la articulación de la memoria y el olvido. Revela también en el prólogo que ha escrito el poemario frente al mar de Gijón, donde entonces residía, pero (al igual que la urbe en madrileña no contará en sus primeras narraciones) el mar no aparece por ninguna parte, para no interferir en la fija recuperación de sus orígenes campestres.

No es mal resarcimiento para alguien que, con mucha menos agua, acababa de perder, en su adolescencia, su pueblo natal de Vegamián, a la vera del río Porma, engullido por un embalse (que llevaba por cierto la rúbrica del ingeniero Juan Benet…). Al poeta le queda, entonces, el pretexto de esa estampa originaria tan escindida: entre la pesada mole de los bueyes, con sus duras pezuñas, y el "vaho", lo "vaporoso", lo "fugacísimo" de su pisada, sobre una nieve que también se extinguirá. (Memoria de la nieve (1982) fue su segundo y, por ahora, último poemario).

Esto es: lo borroso del origen terminará por coincidir con lo borrado del final, o viceversa. ("No tuvieron otro dios que su existencia ni otra memoria que el olvido", dirá de sus ancestros). De ahí, ese balanceo irreductible de su ritmo, entre la necesidad de autoafirmación y lo sinuoso y telúrico de un entorno que florece y se basta a sí mismo. "En el origen fue el silencio… el único momento memorable", afirma. Así, se reivindica pero también se relativiza la memoria (humana), toda vez que "en el recuerdo está el origen de la autodestrucción", y "nadie recordará el primer grito". Como en un tratamiento homeopático, se receta entonces "la mansedumbre que sustenta el olvido".

Aquí y allá, se nos recuerda que la soledad necesita del olvido —del mismo modo que "los fresnos precisan del sol para darnos su música"—, o "soledad sin olvido es agua muerta, o quizá menos: leña seca destinada a arder en fuegos sin costumbre". Precisamos del olvido, o incluso somos olvidadizos como un mecanismo de defensa frente a nuestra condición primigenia de seres memorizos. "Con la primera palabra nace el miedo y, con el miedo, se incendia la hojarasca del conocimiento y del olvido", expresa.

"El olvido supone trascendencia…Tras la amargura inicial, brotará como un trigal de mansedumbre"; "en cambio, los recuerdos, espejismos del miedo, son dulces a la lengua, pero roen el corazón como alimañas". Con el mismo funambulismo del paso del buey sobre la nieve, se entierra la pezuña grave, en un aldabonazo: "Llega un momento en que la duda no sirve de moneda", pero, de vuelta a lo sinuoso y sutil, se acepta que "mi voz será como un paréntesis de dudas".

Lejos de la ansiedad y la prisa de perpetuarnos como "cazadores furtivos en los bosques del tiempo", se apuesta aquí por la lentitud y la dubitación, y, en definitiva, por la más empática mansedumbre. "Absteneos, no obstante, de ponerle interrogantes amarillas o de buscar dioses de trapo allí donde existen solamente aguas absurdas", se nos alerta, para desbrozar lo único que es de veras trascendente: "De todos es sabido que el tiempo no posee otra grandeza que su propia mansedumbre".

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