La dialéctica de la piara

La contrarrevolución cultural de Trump no es solo un acto político, es un casual terremoto cultural que desafía la dialéctica de la piara

Archivo - El presidente de EEUU, Donald Trump.

Archivo - El presidente de EEUU, Donald Trump. / Brandon Bell/ZUMA Wire/dpa - Archivo

En la posguerra intelectual de Europa, el pensamiento quedó atrapado entre dos frentes: la Escuela de Frankfurt, que sofisticó el marxismo con ornamentos de revolución universitaria, y la Escuela Austriaca, que blindó el liberalismo económico con una fe cuasi religiosa en el mercado. Herbert Marcuse, en El hombre unidimensional (1964), trazó su estrategia revolucionaria: la "larga marcha por las instituciones", infiltrando universidades, medios y escuelas con el marxismo cultural.

Jürgen Habermas, en Teoría de la acción comunicativa (1981), consolidó una racionalidad consensuada que, en la práctica, legitimó una hegemonía moral progresista, descartando como "irracional" cualquier disidencia. Esta dialéctica, que prometía síntesis superadoras al estilo hegeliano, se ha pervertido en lo que podemos llamar La Dialéctica de la Piara: un ciclo estancado de autocomplacencia ideológica, donde el cerdo de la piara de Epicuro, aprovechado en la fábula de Augusto Monterroso, como símbolo del académico acomodado, escribe odas mientras desprecia a las "mulas" y "bueyes" que sostienen el mundo real.

El físico Alan Sokal, conocido por el escándalo Sokal de 1996, donde parodió los vacíos excesos postmodernos en la academia, ofrece una perspectiva curiosa. En una entrevista del 16 de mayo de 2025, Sokal critica tanto la ofensiva de Trump contra las universidades como las amenazas internas del progresismo woke. Para Sokal, "la ideología amenaza a la ciencia como nunca".

Por un lado, denuncia la estrategia de Trump, que ha congelado miles de millones de dólares en fondos para Harvard y otras instituciones, comparándola con tácticas autoritarias de Erdogan u Orbán. Por otro lado condena la distorsión de hechos biológicos en debates sobre sexo y género, donde científicos progresistas sacrifican la objetividad por causas políticas. Sokal se posiciona a medias entre ambos extremos, cuando que su escándalo nació en medio de la era de Fukuyama, cuando el liberalismo de los noventa tenía un potencial intelectivo robusto, capaz de dialogar sin sucumbir a la militancia.

La dialéctica de la piara se manifiesta en esta polarización. Lejos de avanzar hacia síntesis hegelianas, la academia se ha convertido en un corral donde la tesis progresista se impone, descartando cualquier antítesis. Trump irrumpe como un ariete, desmantelando la maquinaria ideológica que convirtió a Harvard, Columbia o Yale en granjas de activismos. Se dice que tres cuartas partes de los investigadores estadounidenses consideran abandonar el país ante recortes en áreas como diversidad o cambio climático, que Trump ve como militancia disfrazada de ciencia.

Realmente si esas son las áreas que desmerecen de ciencia, las más protegidas por los presupuestos de las administraciones occidentales para enriquecer a sus defensores sin haber dejado abierto un debate, sino habiéndolo impuesto desde organismos corruptos como la ONU, la purga de Trump, que podría parecer macartista, sería como un reset a las imposiciones políticas, no a las científicas. Christina Pagel, desde el University College de Londres, lo califica como una "guerra deliberada contra la ciencia", pero otros lo ven como una ofensiva necesaria contra el dogmatismo académico, donde se esconde siempre el mayor enemigo de la propia ciencia, el de comunidades científicas pasivas y ancladas en sus poltronas.

La reacción de Trump, violenta y decidida (tanto como la contraria del presidente de España contra las centrales nucleares y a favor de la matanza de los olivares milenarios por mor de una agenda 2030 que ya pide plazos y apagones), forma parte de un ciclo histórico. Como en los 80 con Reagan y Thatcher, que reiniciaron el sistema frente al colectivismo, Trump responde al exceso ideológico con pragmatismo. No es un filósofo, sino un disruptor que desmantela la comodidad del cerdo epicúreo.

La Inteligencia Artificial nos acompaña en este momento histórico que parece tender hacia una cierta tensión violenta, aún embridada. Geoffrey Hinton mismo, uno de los padres de las redes neuronales en la IA, abandonó Google en 2023, consciente de que la IA, al escapar desde la academia a las corporaciones, se ha liberado de ataduras ideológicas. Es fría, práctica y sin piedad, y no escribe odas sino que resuelve problemas. Trump y la IA convergen en su rechazo al pensamiento adoctrinado, uno desde la política, otra desde la tecnología.

En Europa, y especialmente en España, la piara sigue atrincherada. Ningún investigador con prestigio va a venir a España, pues la universidad pública está desprestigiada y tomada por activistas violentos, autodenominados podemitas (de un "podemos" que parece nacido de un estreñimiento). Tal vez Oxford y Aix-Marsella abran sus puertas al talento estadounidense, pero deberían tener cuidado con que la cizaña no venga a invadirlos, una vez ha sido exterminada del otro continente anglosajón.

La contrarrevolución cultural de Trump no es solo un acto político, es un casual terremoto cultural que desafía la dialéctica de la piara. Sokal nos recuerda que la ciencia debe buscar la verdad, no servir a ideologías. El pensamiento libre vuelve a oler a azufre, y eso, en un mundo de dogmas, es una buena señal.

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