Ir de compras, un ritual que habla de nosotros en los libros
A raíz de la publicación del ensayo de Mercedes Cebrián ‘Estimada clientela’, exploramos la presencia de este acto tan cotidiano como trascendental en la historia de la literatura, de Émile Zola a Annie Ernaux, pasando por Edith Wharton o Marie-Hélène Lafon.

Ir de compras, un ritual que habla de nosotros en los libros / Laura Monsoriu
Anna Maria Iglesia
En su intento por contar su tiempo, Émile Zola dedicó una de sus novelas a los grandes almacenes. El paraíso de las damas nos narra la transformación de una urbe, de unos rituales y de sus habitantes. Los grandes almacenes cambiaron los modos de comprar al mismo tiempo que permitieron a muchas jóvenes, la mayoría de provincia, como la protagonista de esta novela, entrar en el mundo del trabajo. Narrar su tiempo y su ciudad requería contar la aparición de estos nuevos locales. Lo sabía bien Zola y lo supo también, años después, Walter Benjamin, cuando dedicó algunas de sus páginas más memorables a los pasajes comerciales de París, que el filósofo convirtió en escaparate de un tiempo y de una clase social —la burguesía— en plena apoteosis.
A través de lectura de los pasajes, Benjamin intentó despertarnos del sueño o, si se prefiere, de la ilusión capitalista. Sin el componente de denuncia de Benjamin ni de Zola, Henry James en La copa dorada o Edith Wharton en novelas como La edad de la inocencia abordan la distinción del gusto a través del consumo: los muebles traídos de Europa, los vestidos de las boutiques parisinas, las flores de la floristería más selecta de Nueva York… James y Wharton nos hablan de la aristocracia, así como de esa nueva riqueza sin títulos que busca distinguirse a través de las adquisiciones.
En el mundo de las compras, sin embargo, no todo son grandes almacenes: la pequeña tienda de alimentarios de El Cielo y la Tierra en Una tienda en Chicken Hill, de James McBride; la moderna tienda de la esquina que regenta el señor Matuschek en La perfumerie, de Miklós Lászlo; la librería de Helene Hanff en 84, Charing Cross Road o la pequeña tienda abierta 24 horas de La asombrosa tienda de la señora Yeom, de Kim-Ho-Yeon son solo algunos de los pequeños comercios convertidos en escenarios literarios.
Escenarios entre los que también hallamos, en menor medida, los supermercados, que, como han captado autoras como Annie Ernaux o Marie-Hélène Lafon, son espacios en los que no solo transcurre parte de nuestro día, sino que representan la soledad, los modos de consumo y la precariedad de nuestro tiempo.
"Ir de compras ha sido para muchos de nosotros una experiencia, además de cotidiana, esencial para nuestra formación como consumidores", escribe Mercedes Cebrián en Estimada clientela, ensayo-crónica que pretende ser una celebración del ritual de las compras. Advierte Cebrián al principio de que, durante la lectura, es necesario "suspender por un momento los juicios de valor sobre lo nocivo de esta manía inquisitiva que practicamos" para así "rememorar y valorar la relevancia que la experiencia de salir de compras ha tenido y sigue teniendo en las ciudades de todo el mundo".
Y, efectivamente, no hay una mirada inquisitiva en las páginas de Cebrián; no le interesa poner el acento en los males del exceso de consumo, en los peligros de un consumismo que desdibuja ilusoriamente la diferencia de clase a la vez que, paradójicamente, los refuerza. Sin embargo, al dirigir su mirada al ritual de las compras y a su transformación a lo largo del tiempo, Cebrián capta la relevancia cultural, social e, incluso, emocional de ese ritual. No necesita ser inquisitiva para mostrar los matices y los claroscuros de este rito a través del cual se expresa todo un modo de vida, se plasman las relaciones sociales, los conflictos, las aspiraciones y las frustraciones individuales y colectivas.
Distinción y apariencia
"La intención de distinción aparece con el esteticismo pequeño burgués que, al hacer sus delicias de todos los sustitutivos pobres de los objetos y prácticas elegantes, madera torneada y guijarros pintados, mimbre y rafia, artesanado y fotografía artística, se define contra la estética de las clases populares", escribió Pierre Bourdieu en La distinción, ensayo que nos permite entender la aparición de esas primeras galerías comerciales, como la descrita por Zola. París, sin embargo, no fue pionera; fue en Londres, recuerda Cebrián, donde por primera vez abrió sus puertas un gran almacén. Fue muy probablemente Harding, Howell & Co., en 1796. En sus departamentos se ofrecía todo "lo necesario para los caballeros y las damas adineradas de la época, principalmente para estas últimas".
A esta misma clientela apelaba el Bon Marché, el primer gran almacén de París. Se inauguró en 1838 y sigue abierto, al igual que Harrods, inaugurado en 1835 y cuyo lema —Omnia omnibus ubique— es una declaración de intenciones: Harrods quería ofrecer todas las cosas posibles para todas las personas. Por esto, Cebrián lo compara con El Corte Inglés, fundado en 1940 y que quiso ser un lugar para cualquiera, independientemente de su clase social. "El Corte Inglés era la obra de un emigrante asturiano, un indiano hecho al trabajo infatigable, austero y seco como cualquier self-made man. Exigía a sus trabajadores una dedicación absoluta, como la suya", cuenta Sergio del Molino en Lo que a nadie le importa. Su abuelo fue dependiente de El Corte Inglés y vio como ese primer local que quería asemejarse a Harrods se convirtió en un imperio. A través de su abuelo, Del Molino nos narra El Corte Inglés desde la mirada de uno de sus empleados; la apertura de este centro comercial trajo muchos puestos de trabajo y, a diferencia de lo que pasaba en ese "paraíso para damas" inventado por Zola y en la Tea Room descrita por Luisa Carnés, los trabajadores eran también clientes: "Cuando mi madre cumplió ocho años, se organizó su primera comunión […]. José Molina compró con su descuento un traje que encargó Currita en El Corte Inglés", recuerda el nieto.
El descuento a los empleados era una estrategia, pero no la única. Las tarjetas cliente y la posibilidad de pagar a plazos son mecanismos habituales para desdibujar diferencias de poder adquisitivo entre los clientes y convencernos de que en los departamentos hay todo para todos. La mercancía, mostrándose abiertamente ante todos, borra los signos visibles de las desigualdades económicas y el cliente, señala Beatriz Sarlo, deambula por los pasillos sin perderse, siguiendo un trayecto perfectamente marcado, aunque no sea consciente. A Sarlo recurre Cebrián, que hace hincapié en la capacidad del centro comercial "de producir comunidad a su manera", siendo "imaginariamente inclusivo por su estética y su disposición".
En el centro comercial, convertido en una ciudad en miniatura, se puede pasar el día. La entreplanta, de Nicholson Baker, es una novela sin apenas trama que transcurre en una especie de mall descrito por Baker a partir de sus recuerdos en el Midtown Plaza de Rochester. El protagonista es un empleado que, tras la comida, sube las escaleras mecánicas para regresar a su puesto de trabajo. La novela se compone de sus reflexiones a lo largo de este breve trayecto. Su día transcurre en este edificio, no hay aparentemente nada más fuera.
Esta ausencia de un afuera recalca la idea de que en el mall está todo lo que necesitas, incluso lo que deseas pero no puedes comprar. Pero el hecho de estar ahí te hace sentir la posibilidad de adquirirlo. La idea de una posibilidad que, sin embargo, nunca se hace posible revela la idea de ilusión de los centros comerciales que quieren ser para todos, pero no lo son. "Con mi chándal y mis tacones, arreglá pero informal, /arreglá pero informal, con mi chándal y mis tacones, /arreglá pero informal, /domingo por la mañana y él me saca a pasear, /y él me saca a pasear", dice Sevillanas de los bloques, de Martirio, que rescata Cebrián, recordando que el videoclip tenía como escenario "viviendas de ladrillos de clase media-baja". Porque al híper, donde hay casi de todo y los precios son más bajos, no acude el cliente de las boutiques de la calle de Serrano de Madrid.
"Cuánto tiempo necesitaba una realidad para acceder a la dignidad literaria", se pregunta Annie Ernaux en Mira las luces, amor mío. Hay ironía en las palabras de la premio Nobel, que, recuerda Cebrián, líneas después señala que "no se imagina a Alain Robbe-Grillet, Nathalie Serraute o Françoise Sagan haciendo compras en un supermercado y después contando la experiencia en sus libros". Narrar las compras en el súper, apunta Cebrián, era "demasiado poco Prix Gouncourt". No tiene el glamur de las elegantes galerías de las novelas del XIX ni tampoco de las pijas tiendas de la narrativa más comercial de nuestro tiempo.
La ausencia del supermercado en la literatura se explica en términos de clase social, pero también de género; se pregunta, de hecho, Sara Mesa, en su conversación con Álvaro Colomer en Aprende a escribir, cuándo hacen la comida los escritores que dicen escribir todo el día. "Porque preparar la comida no sólo es encender los fogones, también ir al mercado, recorrer los puestos, regresar a casa con la bolsa llena…". Quien sí interrumpe la escritura para ir al supermercado es Ernaux: "Después de haber trabajado provechosamente desde por la mañana en el libro que estoy escribiendo. Como para llenar el vacío que supone en un caso así el resto del día".
Vencer el vacío
El vacío que comenta Ernaux define también a los personajes de Nuestras vidas, de Marie-Hélène Lafon. El escenario es el Franprix de la calle de Rendez-Vous (París); quien narra es Jeanne, que observa cómo cada viernes un hombre entra a comprar y se empecina en pagar en la caja de Gordana, que ese día tiene turno. Lafon habla de una soledad que, paradójicamente, se hace más patente en ese lugar de encuentro que es el Franprix. Espacio cotidiano, el súper es un punto de encuentro, pero también un lugar sin apenas interrelación. Uno recorre los pasillos, coge los productos y los pone en el carro sin hablar con nadie.
En la insistencia de aquel hombre de acudir a la caja de Morgana percibimos un intento de vencer el vacío. Porque ir de compras siempre ha tenido algo de compensación. Madame Bovary escapaba del tedio yendo de compras a París. Y las damas de Zola se engañaban creyendo encontrar la libertad en los departamentos de ese paraíso con mucho de cárcel. Hablar de ir de compras no es banal, y lo demuestra Cebrián. No se trata de condenar un ritual que forma parte de nuestro día a día, sino de ver qué hay detrás. Pues hablar de tiendas, centros comerciales o súper es hablar de nosotros.
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