El actor de las mil caras
Se conmemoran cinco lustros de la muerte de Alec Guinness, el actor que iluminó con su talento algunos de los capítulos más brillantes del cine británico de los 50 y el intérprete que conmovió a varias generaciones de espectadores con sus memorables actuaciones en algunos de los filmes históricos de los 70

El actor de las mil caras / El Día
Se cumplen 25 años de la desaparición de Sir Alec Guinness (Londres, 1914/Sussex, 2000), uno de los intérpretes más respetados de la historia del cine británico y líder indiscutible de la escena inglesa durante décadas obsequiándonos, entre otras, con actuaciones sublimes como la del rey Carlos de Inglaterra en Cromwell (Cromwell, 1970), de Ken Hughes; el Herbert Pocket de Cadenas rotas (Great Expectations, 1947); el viejo y avaricioso Fagin de Oliver Twist (Oliver Twist, 1948), el obstinado coronel Nicholson de El puente sobre el río Kwai (The Bridge on the River Kwai, 1957); el general Yevgraf Abdréyev Zhyvago de Doctor Zhivago (Doctor Zhivago, 1964); el sabio y filántropo Profesor Godbole de Pasaje a la India (A Passage to India, 1984) o el flemático príncipe Faysal de Lawrence de Arabia (Lawrence of Arabia, 1962), las seis últimas bajo la prestigiosa batuta de su compatriota David Lean.
Y aunque sus primeros trabajos, durante la década de los años 50, tras demostrar sus magistrales dotes interpretativas a la órdenes de Lean, llevaban la marca indeleble del tradicional humor negro de típica matriz inglesa (Ocho sentencias de muerte / Kind Hearts and Coronet, 1949, de Robert Hammer; Oro en barras / The Lavander Hill Mob, 1951, de Charles Crichton; El quinteto de la muerte / The Lady Killers, 1955) o El hombre del vestido blanco / The Man in the White Suit, 1951, ambas bajo la dirección de Alexander Mackendrick…), gracias a su breve aunque decisiva vinculación a los míticos Estudios Ealing, la suya fue una carrera en la que predominaron los papeles de corte dramático, paródico o histórico pues su elogiada sobriedad expresiva ante las cámaras, sus virtudes camaleónicas y su admirable aplomo lo facultaron especialmente para encarnar personajes de naturalezas muy disímiles que traslucían, con elegancia, equilibrio y persuasión, su complejo mundo interior mediante un extraordinario ejercicio de economía gestual que Guinness, como otros gigantes de la escena británica, lograría manejar a la perfección.
De su larga colaboración en los teatros londinenses junto a su maestro y amigo Sir John Gielgud, con quien recorrió el amplio repertorio shakesperiano, aprendió, según sus propias declaraciones, la disciplina imprescindible para afrontar con absoluto rigor la construcción de un personaje y, sobre todo, la actitud personal que siempre hay que adoptar en el estudio de cualquier escenario dramático, de ahí que se convirtiera muy pronto en uno de los más renombrados profesionales del teatro y que su técnica se la comparase frecuentemente con la de los grandes mitos de la escena ya consagrados, como Laurence Olivier, Michael Redgrave, Ralph Richardson o con el propio Gielgud de quien llegó a afirmar que «era el actor más capacitado de su tiempo para representar a Shakespeare y a Marlowe John», y lo afirmó con completo conocimiento de causa exclamando que «era un prodigio de valor incalculable para la cultura de nuestro país».
Británico por los cuatro costados, adusto, dúctil y de gesto aparentemente displicente, Guinness se convirtió, especialmente a partir de su debut con Lean, en una de las presencias imprescindibles en los filmes de Carol Reed, Alexander Mackendrick, Peter Glenville, Ronald Neam y en los de otros muchos compatriotas que contribuyeron, con su singular talento, a prestigiar en todo el mundo la producción cinematográfica del Reino Unido.
Se ha dicho, y con razón, que el teatro y el cine británicos tienen sus propias señas de identidad y que éstas reposan, en gran medida, en su potente cantera de intérpretes. Sin ellos es más que obvio que la reputación de sus dramaturgos y de sus cineastas no estaría tan bien apuntalada, de ahí que se les reverencie en todas partes y que su presencia en las pantallas y escenarios de medio mundo se haya transformado, con el paso del tiempo, en una marca inconfundible de prestigio, distinción y respetabilidad.
Existe pues cierta clase de actores, secularmente arraigada en la ilustre tradición cultural del país, y de la que Guinness constituye, sin duda, uno de sus más sólidos y brillantes activos, que ha hecho del milenario oficio de la actuación un arte mayor, un arte que conmueve, explora y seduce sin tener que apelar nunca al socorrido y muy prosaico recurso al que, con excesiva frecuencia, acuden los falsos simuladores de la ficción: la sobreactuación. Un arte, en definitiva, permanentemente vivo que indaga en las zonas más ocultas del comportamiento humano en su afán por desvelar, mediante un milimetrado distanciamiento, lo que muchas veces las palabras o los gestos más elaborados no alcanzan a expresar: la verdad más honda y compleja de los personajes.
Junto a eminencias, en su mayoría desaparecidas, como Ralph Richardson, James Mason, Michael Redgrave, Christopher Lee, Ian Henry, Charles Laughton, John Mills, Dirk Bogarde, Peter O’Toole, Paul Scofield, Trevor Howard, Richard Burton o Jack Hawkins y otras aún en perfecto estado de revista, como Anthony Hopkins, Ben Kingsley, Michael Caine o Jeremy Irons, Guinness participó ampliamente de ese arte, logrando proyectar su sofisticada técnica actoral hasta ese punto de inflexión en el que un intérprete deja de ser un simple actuante para transformarse en el portador de una delicada estructura emocional capaz de provocar en el público la certeza de que se halla ante un personaje real dotado de una vibrante vida interior, cuya exteriorización solo es posible a través de la sensibilidad privilegiada de esta noble casta de actores.
En 1957, y tras una década plagada de actuaciones teatrales y de películas de tintes muy diversos, ganaría su primer Óscar al Mejor Actor incorporando al coronel Nicholson, personaje disciplinado y pertinaz hasta límites inimaginables, en la mítica El puente sobre el río Kwai, recibiendo, un año después, el premio a la Mejor Interpretación Masculina por su magistral intervención en Un genio anda suelto (The Horses Mouth), de Ronald Neame.
A lo largo de casi 80 años de profesión, Guinness, que potenció con su admirable versatilidad algunas de las páginas más sobresalientes de la historia del cine y lució sus magnéticas virtudes en centenares de representaciones teatrales, compuso trabajos que han quedado fijados en nuestras retinas como el reflejo de una personalidad inimitable que se prodigó en papeles tan notables como, insistimos, el protagonista de Cadenas rotas; el grotesco Fajín, de Oliver Twist; el flemático emperador Marco Aurelio en La caída del Imperio Romano (The Fall of the Roman Empire, 1964), de Anthony Mann; el Adolph Hitler de Hitler, los últimos diez días (The Days of Hitler, 1973), de Ennio de Concini; el inolvidable Obi-Wan Kenobi de la saga galáctica de George Lucas y un inagotable rosario de composiciones que engrosan hoy la selecta nómina de los grandes maestros de la representación.
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