El humor irrepetible de Les Luthiers
Se cumplen cinco años de la muerte de Marcos Mundstock, y diez de la de Daniel Rabinovich, el contrapunto central del grupo argentino

El humor irrepetible de Les Luthiers / El Día
«La esencia de nuestro es pectáculo ha sido siempre la misma; una representación de algo en la cual pasan cosas que no deberían pasar, una serie de accidentes respecto a un supuesto guión inicial muy formal, que es el que nunca lograríamos representar». Así me lo explicaba, en una entrevista, Marcos Mundstock (Santa Fe, 1942-Buenos Aires, 2020), cuya visible calvorota y portentosa voz declamatoria lo convertían en una suerte de maestro de ceremonias de Les Luthiers, el genial quinteto argentino, que hace dos años bajó el telón definitivamente, tras más de medio siglo de representaciones.
Fallecido hace un lustro, Mundstock era hijo de inmigrantes judíos de origen polaco que huyeron de la represión nazi. Dominaba el idish, y decía que su primera escuela fue la extrañeza que le provocaba “la voz operística” de los cantantes litúrgicos de la sinagoga. Era el encargado de las peroratas introductorias aparentemente serias, pero, sobre todo, su grave voz de bajo era el perfecto contrapunto del timbre de tenor dramático de Daniel Rabinovich (Buenos Aires, 1943-2015), percusionista y violinista, además de autor de cuentos, que falleció hará en agosto diez años, luego de sufrir un infarto cuando el grupo se hallaba de gira en Uruguay. Rabinovich solía poner el histrionismo, la atrevida ignorancia, la machaconería, frente a la lógica aplastante de Mundstock, para encender la mecha de un humor que, aviado de un cierto refinamiento cultural, arremete contra el refinamiento cultural, y que, aun siendo tan mordaz, levitaba todo el tiempo entre guantes blancos, vistiéndose de gala para subrayar la irreverencia. Con su prodigiosa habilidad para tocar las cuerdas de su propia garganta, y el bigote con aspecto de mexicano perplejo, Rabinovich funcionaba, en efecto, como el torpe antagonista que arruinaba las cautelas del personaje de Mundstock.
Así pues, los guiones oscilaban entre el riguroso minueto o partitura para partirse de la risa y el protestantismo luthieriano, con un ejercicio de sátira tanto más eficiente cuanto se sirve engalanada. Más allá de un quinteto de músicos formidables —y célebres por sus instrumentos inverosímiles, como la Exorcítara, el Bolarmonio o el Thonet…—, han sido narradores orales y hasta psicólogos sociales, que han propagado la luthierapia, como se llamaba uno de sus últimos espectáculos, erigiendo una suerte de diván entre la cuarta pared y la butaca. Se travestían de etiqueta para pulverizar mejor la etiqueta.
Uno de los principales cofundadores del grupo fue el músico y arquitecto Gerardo Masana (Buenos Aires, 1937-1973), fallecido de leucemia a sus 36 años. Tuvo la idea fundacional de reunir al grupo de amigos, a partir de una coral universitaria, en 1967. De él era la Cantata Laxatón, uno de los primeros éxitos, además de inventar los primeros instrumentos informales, como el bass-pipe, la máquina de tocar o dactilófono, el contrachitarrone de gamba o el cello legüero, que continuaron sobre las tablas. Entre Masana y Mundstock surgió la figura clave de Johann Sebastian Mastropiero («ahora, más tropiero que nunca…»), que encarnaba ese esencial contraste entre la excelencia musical y la irreverencia de andar por casa.
Aun conscientes de que por el tiempo no pasan los años, lo mismo desmentían las coplas de Jorge Manrique con esta formulación irrefutable: «Cualquier tiempo pasado fue anterior», que abrían cualquier veda de un modo ejemplarizante: «La pereza es la madre de todos los vicios y como madre hay que respetarla». Las sutiles paradojas, los lapsos lingüísticos y las expresiones de doble vínculo eran la base de su humor, con algunos giros que, vistos desde hoy, suenan a profecías lacerantes. Así, cuando afirmaban, por ejemplo: «Toda cuestión tiene dos puntos de vista: el equivocado y el nuestro». O más aún: «La verdad no es lo que importa, sino tener razón». O esta máxima poskantiana: «Si no puedes convencerlos, confúndelos». O estas alertas sobre tendencias cada vez más constatables: «El que es capaz de sonreír cuando todo está saliendo mal es porque ya tiene pensado a quien echarle la culpa». O «lo importante no es ganar, sino hacer perder al otro». O «errar es humano, pero echarle la culpa a otro, mas humano todavía». O como si estuviese formulado hoy mismo, y no hace lustros: «Los honestos son inadaptados sociales»…
No pocas veces les bastaba con aforismos que devolvían la acepción literal a las metáforas. «-¡Vaya, fuiste a Venecia y no viste mucha televisión!… -No, ¿por qué?… ¡Porque es la ciudad de los canales!». O «tener la conciencia limpia es síntoma de mala memoria». O «pez que lucha contra corriente muere electrocutado». O «el dinero no hace la felicidad: la compra hecha». O «hay dos palabras que te abrirán muchas puertas: tire y empuje». O, igual de irrefutable: «El instructor de la escuela de kamikazes les dijo a los alumnos: presten atención porque sólo voy a hacerlo una vez…».
También participó en la fundación del grupo el compositor y guitarrista Jorge Maronna (Bahía Blanca, 1948), el más joven de todos, con voz de barítono, y autor, además, de elocuentes libros de humor, como El tonto emocional o Cantando bajo la ducha. Dos años más tarde, en 1969, se sumarían Carlos Núñez Cortés (Buenos Aires, 1942), químico, compositor y pianista, nieto de un relojero murciano, y el director de orquesta y multiinstrumentista Carlos López Puccio (Rosario, 1946), de cana prematura y aspecto a lo Einstein, que toca el violín desde sus diez años.
A diferencia de Maronna, tanto Mundstock como Rabinovich fueron autores de libros serios, que nada tienen que ver con el humor, y que, por eso mismo —señalaba Munstock en la entrevista de marras— les costó Dios y ayuda promocionar. Rabinovich, autor del volumen de cuentos El silencio del final, hubo de subtitularlo, para que no hubiera dudas, Cuentos en serio, y Mundstock es autor del ensayo Los humoristas y el psicoanálisis. Aunque reconocía que, como buenos bonarenses ilustrados, todos los miembros del grupo coquetearon con el psicoanálisis, afirma que «no conviene cargar las tintas sobre una interpretación psicoanalítica de nuestro humor».
Cuando se le preguntaba sobre los rótulos peyorativos que, a menudo, recaen sobre los porteños, Marcos Mundstock advertía que «es tan exacerbado como decir del marinero que se emborracha y se pelea en la cantina. Otra cosa distinta», agregaba, «es que, ciertamente, el avisparse esté en la esencia del exiliado; y no hay que olvidar, desde luego, que un argentino que emigra de su país, huyendo de una economía desquiciada, está emigrando de un lugar en el que previamente ha sido un inmigrante». Eso no quita para que hayan explotado ese inevitable filón, al proclamar, por ejemplo: «El ego es ese pequeño argentino que todos llevamos dentro».
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