Celadores de la conciencia crítica
Mañana se cumplen diez años de la muerte de Günter Grass y Eduardo Galeano, dos de los intelectuales más combativos con los abusos del poder, desde uno y otro lado del Atlántico

Günter Grass y Eduardo Galeano / El Día
Mañana, 13 de abril, se cumple un decenio de la desaparición conjunta del premio Nobel alemán Günter Grass (Danzig, 1927 - Lübeck, 2015) y del escritor y periodista uruguayo Eduardo Galeano (Montevideo, 1940 - 2015) —cronista de los sin voz y los desamparados, como se le ha llamado—, dos de los intelectuales más combativos de la segunda mitad del siglo XX. Entre ambos completaban la conciencia crítica, a uno y otro lado del Atlántico, de la cultura occidental. Sus muertes paralelas son un formidable pretexto para hallar no pocas concomitancias entre ambos: un Jano que compusiera música latina a partir de un pentagrama alemán, percutiendo, a través del horror que denunciaron, desde las venas abiertas del tambor.
Ambos alcanzaron sus títulos más célebres y emblemáticos con sus óperas primas, El tambor de hojalata (1959) y Las venas abiertas de América Latina (1971), publicadas, curiosamente, a sus respectivos 31 años de edad. Con aquella novela no ficticia y aquel informe con alma literaria sobre la génesis del poder omnímodo y desquiciado, en el viejo continente y en el subcontinente americano, lograron demostrar que la eficacia de la crítica más combativa nada tiene que ver con el panfleto, y, en cambio, sí mucho con el talento para componer un artefacto estético. En aquellos libros iniciales se despacharon a tumba abierta sobre el origen de las heridas nunca cicatrizadas en el alma europea y latinoamericana, esas dos regiones en el fondo reversibles y complementarias para el escindido hombre occidental; pues, como ha señalado Günter Grass, desde el corazón de la vieja Europa, «Latinoamérica es el lugar donde la gente encuentra lo que había perdido». Arropado por la ficción, con la figura de Oskar Matzerath, ese híbrido de niño y enano sicópata que, a más redobles va pegando en su tambor de hojalata, más destruye el orden marcial, Grass traza la génesis del horror del Tercer Reich, con los aspavientos del esperpento hitleriano en su propio jugo. Y era lógico que lo hiciera con cierto oscurantismo, una mezcla de la sintaxis alemana más la herencia de la picaresca española y del genio de Goya, como él mismo ha reconocido. Pues era también tinta de su propio calamar para encubrir su participación juvenil en la élite de las SS, como confesaría muchos años después, y cuyo arrepentimiento y fortísimo sentimiento de culpa ha sido uno de los móviles de su escritura. Galeano, a la inversa, ha escrito siempre claro desde planteamientos umbríos, recorriendo, asimismo, la génesis de lo que retrata como otro holocausto, mucho más lento y silente pero no menos flagrante: la depredación y el saqueo con que se formó América Latina, desde la conquista a las multinacionales gringas de su tiempo, propagando sus tesis, además, en plena escalada de las conchabadas dictaduras militares suramericanas.
No es difícil barruntar cómo se posicionarían ambos hoy ante el no menos mostrenco Donald Trump, acaso por imprevisible y caricaturesco, en su ciberpoder omnímodo, más peligroso. Ponderar la siniestra genealogía —o, más bien, metástasis— que Grass advertiría en la renovada peluca color rubio cloro de su grotesco personajillo, que iba deshaciendo cuanto redoblaba a golpe de tambor; y el bochorno con que Galeano daría ahora sus nuevos partes de un mundo «borracho de petróleo», y que le hacía quejarse así de exmandatarios estadounidenses menos despóticos: «¿Quién elige a estos tipos presidentes del planeta? A mí nadie me llamó a votar, ¿y a usted?».
Galeano: «Somos lo que hacemos para cambiar quienes somos»
Como se deduce también de sus libros autobiográficos, Memoria del fuego (Galeano) y Pelando la cebolla (Grass), ambos hicieron siempre gala de un desobediente izquierdismo libertario y, más aún, libérrimo. Se sitúan, una y otra vez, a la izquierda de lo posible, sin que, para ellos, el pensamiento pueda tomar jamás asiento, y de ahí que ambos resultaran siempre incomodísimos. «Cuando algo es moralmente correcto —manifestó Günter Grass— hay que defenderlo sin preocuparse de las consecuencias políticas o personales que vamos a pagar». Y, como señaló Eduardo Galeano, en defensa del movimiento y el revisionismo perpetuos, «somos lo que hacemos para cambiar quienes somos». Con sus proverbiales grafismos, alertó también sobre los transformismos edulcorantes de ciertas izquierdas al pasar de la oposición al Gobierno: «El poder es como un violín: se toma con la izquierda y se toca con la derecha».
Tras fijar tempranamente sus atalayas en aquellas obras iniciales, no han parado de combinar la escritura minuciosa con el activismo político, con un caballo de batalla común: la alienación inherente a la sociedad de consumo. Tras la caída del muro de Berlín —que, en realidad, se cayó hacia los dos lados—, observaron que la única ideología que quedó incólume era el capitalismo destructor, y, a ese respecto, cada uno ha levantado consignas que el otro suscribiría de buen grado. Así, cuando Galeano afirma: «El desarrollo desarrolla la desigualdad»; o cuando Grass advierte: «El dinero no crea ideas, sino melancolía».
Quizás nadie repararía en los paralelismos entre estos dos importantes intelectuales del siglo XX si no se hubiesen ido el mismo día. Resulta chocante que, mientras antaño se empleaba el término de reserva moral de Occidente con una connotación negativa, para designar los totalitarismos retrógrados y residuales, hoy es justo ese cintillo el que mejor puede vincular sus respectivas actitudes de resistencia. Ambos procedían de familias acomodadas con una fuerte formación católica, y, curiosamente, se iniciaron como dibujantes; Galeano como caricaturista y Grass como autor de láminas que derivarían en su legendaria pasión por la escultura. Su mensaje primordial es que un totalitarismo no puede ser respondido con otro totalitarismo —eran totalitariamente antitotalitarios— y que el combate ideológico no está reñido con el sí a la vida y al hedonismo libertario. Aviados con ropa de leñador, y de penetrante mirada, bajo sus cejas enarcadas como acentos circunflejos, desde unos rasgados ojos diminutos (azulísimos en el caso de Galeano, uno de cuyos ancestros era, por cierto, germano), nos legaron, sobre todo, el repudio hacia cualquier forma de abuso de poder. Los dos empezaron sus obras por el final, y luego la completaron y desglosaron con máxima coherencia, en nuevos libros y puntuales suscripciones políticas, de francotiradores situacionistas. Para ellos, un pensador comprometido es alguien que debe ayudar a los sin-voz a abrir los ojos; una suerte de padre empático y fraternal, como en el hermoso cuento que Galeano recoge en su también emblemático Libro de los abrazos, y que acompaña a su pequeño hijo a conocer el mar: «Viajaron al sur. Ella, la mar, estaba más allá de los altos médanos, esperando. Cuando el niño y su padre alcanzaron por fin aquellas cumbres de arena, después de mucho caminar, la mar estalló ante sus ojos. Y fue tanta la inmensidad de la mar y tanto su fulgor que el niño quedó mudo de hermosura. Y cuando, por fin consiguió hablar, temblando, tartamudeando, pidió a su padre: -‘¡Ayúdame a mirar!’» ...
Ahora bien, esa cálida empatía de la que ambos hicieron gala, no excluía el sarcasmo, más hermético y oblicuo en Günter Grass, y más satírico y directo en Eduardo Galeano, como en esta fábula sin desperdicio que también nos legó a sus supervivientes:
«El médico brasileño Danzio Varela ha comprobado que el mundo invierte cinco veces menos dinero en la cura del mal de Alzheimer que en estímulos para la sexualidad masculina y en siliconas para la belleza femenina. De aquí a unos años —profetizó— tendremos viejas de tetas grandes y viejos de penes duros, pero ninguno de ellos recordará para qué sirven».
Dos ‘republicanos’ del deporte rey
«Una buena jugada es como una caricia al inicio de la seducción, y, si acaba en gol, es el orgasmo», señaló Eduardo Galeano. El carácter contestario del escritor de Montevideo y del autor alemán incluía una insobornable devoción por el fútbol como identidad popular. «El verdadero propietario de un equipo es el ambiente de los aficionados y no los jugadores ni los equipos directivos; la gente está por encima de las marcas» aseveraba, por su parte Günter Grass. Predicando con el ejemplo, fue siempre un forofo incondicional del Sport-Club Friburgo, un equipo que, pese a su veteranía (creado en 1904), ha vivido buena parte de su historia en Segunda División. En su estadio, ante 25.000 hinchas, el premio Nobel leyó sus poemas, entre ellos el emotivo Estadio nocturno, en el que equipara la figura del portero con un poeta solitario.
«Como todos los uruguayos, toditos, yo nací gritando gol», manifestó Galeano, que, al igual que Mario Benedetti, era un hincha irredento del Nacional de Montevideo. Autor de sendos monográficos sobre fútbol, Su majestad el fútbol (1968) y El fútbol a sol y sombra (1995), compartía con Grass su crítica a la creciente plutocracia del deporte rey, sin dar crédito, por eso mismo, de que tantísimos intelectuales de izquierda lo menospreciaran como un asunto banal. «Se ha convertido ya en uno de los negocios más lucrativos del mundo, que no se organiza para jugar sino para impedir que se juegue», sostenía. «La FIFA es la más hermética y despótica monarquía del planeta; sus secretos están sellados con siete llaves», agregaba, en términos refrendado por el escritor alemán: «Es una asociación de cobardes, que ha transformado el deporte en un negocio, olvidándose del placer y la gente».
Una verdad como un templo la expresión del cronista uruguayo: «El fútbol es la única religión que no tiene ateos». Y, además, «se puede cambiar de pareja, de partido político o de religión, pero no se puede cambiar de equipo de fútbol», sostenía. Eso no le restaba para decir de sí mismo: «Soy un mendigo de la buena jugada; con el tiempo, valoro cada vez más el talento, por encima del color de la camiseta, y si proviene de un equipo chico, modesto, lo valoro mucho más». De un modo complementario, su colega germano matizaba: «Ya no me fijo tanto en un buen jugador como en el ambiente que se genera en un estadio, y cuanto más modesto, mejor. Casi disfruto más con un partido de segunda o tercera división que con la Bundesliga, donde lo prioritario es el dinero llamando al dinero. La brecha entre clubes grandes y pequeños es cada vez mayor».
Ambos miraron al deporte rey con voluntad de destronamiento republicano. Su ánimo compartido era denunciar en voz alta los fueras de juego del fútbol de las finanzas, o sacarle tarjeta roja. Con su proverbial sentido de la ironía, siempre con un deje de melancolía por un mundo soñado que nunca fue, el escritor suramericano legó buenas perlas sobre el balompié, autorretratándose calentando junto al banquillo: «Yo no soy más que un mendigo del buen fútbol: voy por el mundo sombrero en mano, y en los estadios suplico una linda jugadita, por el amor de Dios. Y cuando el buen fútbol ocurre, agradezco el milagro, sin que me importe un rábano cuál es el club o el país que me lo ofrece». Ambos reconocieron que, de jóvenes, fueron futbolistas aficionados muy voluntariosos, pero bastante normalitos. Galeano lo explica con grouchesca filigrana: «Siempre jugué muy bien, la verdad maravillosamente bien. Era el mejor de todos, pero sólo de noche, mientras dormía». Y, sublime metáfora del vaciado de todos los demás ámbitos de la sociedad (Ya lo dijo el gran Ramón Gómez de la Serna: «Por la noche, todos los gobiernos están en crisis»), agregó: «No hay nada tan vacío como un estadio vacío. Ni nada tan mudo como las gradas sin nadie». A. P.
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