Literatura en el nombre del padre
De Franz Kafka y Sören Kierkegaard a Philip Roth y Richard Ford, pasando por Peter Handke y Thomas Bernhard, el ‘ajuste de cuentas’ con la figura paterna es una secular constante literaria, y, en algunos casos, el móvil mismo de la vocación de escritor.

Literatura en el nombre del padre / Adae Santana
«Puede que el impacto no fuera tan grande como el que me habría producido tener el cerebro de mi padre en el cuenco de las manos, pero por ahí se andaba», expresa, en Patrimonio, Philip Roth (Nueva Jersey, 1933-Nueva York, 2018), tras escrutar, extendidas sobre una colcha, las radiografías de un tumor en la cabeza de su anciano progenitor. «El cerebro era un misterio al que poco faltaba para ser divino, incluso perteneciendo a un agente de seguros jubilado que no llegó a pasar del octavo grado». De nombre Herman, curiosamente, y de ascendencia judía, como el padre de Franz Kafka (Praga, 1883- Kierling, Austria, 1924), ningún texto logra redimir mejor, por su asepsia desmitificadora, y en justas dosis de crueldad y conmiseración, el compungido alegato de la Carta al padre, de hace un siglo.
También presencial, a diferencia de la profusión de títulos de evocaciones póstumas que han ido creciendo con el predominio de la autoficción, Roth destaca de su Herman, a quien ayuda a bañarse: «Le miré el pene. No creo que se lo hubiera vuelto a ver desde que era pequeño, y en aquella época me parecía enorme. Era correcto: grueso y robusto, la única parte del cuerpo en que no se revelaba la vejez. Parecía en buen estado de funcionamiento. Más gordo que el mío, observé. ‘Mejor para él’, pensé». Es un formidable antídoto contra la medida del resentimiento que provoca en Kafka su Herman: «Yo flaco, débil y angosto; tú fuerte, grande y ancho. En esa caseta me sentía miserable y no solo frente a ti, sino ante el mundo entero, porque eras para mí la medida de todas las cosas». Semejante imagen de impotencia frente a la figura paterna («las sacudidas de la mosca en la tira de papel engominado», se sentía) resulta ya, en términos generales, una prueba superada. Entre otras cosas, porque el padre ha dejado de ser «la medida de todas las cosas».
Modelo de crítica
A partir de esa especie de autopsia en vida, Roth abre una nueva tendencia: la utilización de la figura paterna como modelo de crítica a la sociedad en general. Hijo, asimismo, de un viajante de comercio, el también estadounidense Richard Ford (Jackson, Misisipi, 1944) traza, en Entre ellos, una semblanza del noviazgo de sus padres en Arkansas como arquetipo de una pareja de jóvenes en la América profunda, de mediados del siglo pasado. Fallecido muy pronto, de un infarto, cuando él mismo, hijo único, contaba 16 años, evoca a su padre como un hombre corpulento y cariñoso, casi anónimo, apenas entrevisto en fines de semana. Así, hace de su bondadoso antihéroe, prematuramente fallecido, un especial emblema de la falacia del sueño americano.
A partir del canónico alegato («el otro proceso de Kafka», lo llamó Elias Canetti), ha ido en aumento la necesidad de sellar un testimonio paternofilial, que, no pocas veces, refleja ser el detonante de la propia vocación literaria. Ya a comienzos del XIX, Sören Kierkegaard (Copenhague, 1813– 1855) se había adelantado a registrar, en su Diario íntimo, la tortuosa relación con su padre —curiosamente, como Herman Kafka, un comerciante de textiles, pero ultrarreligioso y mucho más melancólico y pusilánime—. La diferencia es que, en su apología de la renuncia, que le llevó a romper, incluso, con el amor de su vida, el padre del existencialismo lo acepta como una suerte de agónico mesianismo. Lo único que le salvará, reconoce, es la dedicación en exclusiva a la escritura.
Referidos mayoritariamente ya al padre muerto, y con una mirada más horizontal y cara a cara, esa es la más certera constante a detectar en los más bifurcados ajustes de cuentas con el padre: la voluntad de testimonio ante el duelo. Algo así como no cejar en colocarles infinitas enmiendas a pie de página al testamento paterno. En su máximo extremo, a veces, se comparece ante un abismo de silencio sepulcral. Así, por ejemplo, con su proverbial habilidad prestidigitadora, el premio Nobel Peter Handke (Griffen, Austria, 1942) apenas sí dedica a su padre algunas menciones en Desgracia impeorable, un libro sobre la trágica vida en común de sus progenitores. Escrito un año después del suicidio de su madre, en 1971, el laconismo de las apariciones refuerza la funesta presencia de un progenitor filonazi que la maltrataba. Y, en El frío, Thomas Bernhard (Heerlen, Países Bajos, 1931-Gmunden, Austria, 1989) trata de exorcizar su doble orfandad, por arriba y por abajo. Hijo de un ebanista, fallecido a sus 9 años, del que nunca supo nada, y él mismo sin descendencia, el narrador persigue y aborrece, a la vez, el mutismo. En el fabulado encuentro con su padre, señala: «Aplazamos las preguntas, porque nosotros mismos sólo las tememos, y de repente es demasiado tarde».

Literatura en el nombre del padre / Adae Santana
En nuestro país, es significativa la proliferación de textos, en las más variadas actitudes y géneros literarios, entre autores del baby boom, con padres fallecidos en tiempos no muy lejanos. El tono oscila entre la conmiseración y la distancia (al cabo, ellos tenían muchos más churumbeles de quienes ocuparse), pero sin eludir, en algunos casos, el más iracundo desprecio. Curiosamente los aragoneses Ignacio Martínez de Pisón (Zaragoza, 1960) y Manuel Vilas (Barbastro, Huesca, 1962) coinciden en servirse de la figura de sus progenitores para centrar sus retablos de la España profunda, atentos a ciertos continuismos zarrapastrosos en el tránsito del franquismo a la Transición.
En Derecho natural, Pisón concentra sus recurrentes libros de familia en la figura de un padre bohemio y pícaro, que se mueve por España en un Citroën y —ambiciones de la vida nacional— acaba siendo un exitoso imitador de Demis Roussos. Y, expresamente autobiográfico, Vilas ofrece, en Ordesa, una visión conmiserativa del padre, sin eludir la autoconmiseración del narrador y hasta del lector. Hijo de un viajante comercial, como los padres de Roth y de Ford, esta vez por los cerros pirenaicos, Vilas traza así de cruda y antiheroica su necrológica: «Mi padre hizo lo que pudo con España: encontró un trabajo, trabajó, fundó una familia y murió».
Soltar lastre
Desde un mismo duelo necesario para soltar lastre y aclarar su independencia filial y sus propias posiciones de escritor, pero desde extremos opuestos, surten las narraciones Tiempo de vida, de Marcos Giralt Torrente (Madrid. 1968), y No entres dócilmente en esa noche quieta, de Ricardo Menéndez Salmón (Gijón, 1971). Sin merma de la dificultad en ambos casos, no es lo mismo tener que desmarcarse del exceso que parchear el estigma y la enfermedad. Hijo del pintor Juan Giralt y nieto de su venerado Gonzalo Torrente Ballester, al autor madrileño le tocaba deconstruir a su albedrío eso que Sigmund Freud llamaba la «novela familiar». Pero, al cabo, resultará más gratificante recomponer a un padre-artista de intermitentes fugas, que bregar con un obstáculo paralizado y paralizante, que exige mirar para otro lado, como en el caso de Menéndez Salmón. De su progenitor (no siempre es sinónimo de padre) más bien inerte, alcoholizado y enfermo crónico, de cuerpo y alma, expresará: «No tengo de él ningún recuerdo sano».
Quien sí entra con toda su munición filial afilada, en el día —y la noche— del padre, es el poeta Jesús Aguado (Madrid, 1961), en su libro homónimo al de Kafka. Tras cumplimentar un retrato demoledor, concluye así: «Estás muerto, padre, márchate de nuestras cabezas / y déjanos en paz». Si, en su Carta al padre, Kafka reprochaba a su progenitor que no predicara con el ejemplo, prohibiéndole los alimentos que él sí consumía a su antojo (el célebre «cuando seas padre comerás huevo»), Aguado le lanza al suyo esta escatológica invectiva: «Tus ruidos al comer, padre. Gorgoteos, salivaciones, eructos, sonoras masticaciones, chasquidos, pedos. Se me indigestaba la comida asistiendo al espectáculo de cómo tú eras engullido por la tuya. La comida te comía. La comida te usaba para imponerse a todo lo demás: a las conversaciones, a la televisión, a los pensamientos…».
Bajo la paradoja de desearle que se vaya al padre ya muerto, subyace que quien pierde, en realidad, es la relación misma, el propio tándem padre-hijo. Desde el enfoque de Vilas, conciliarse con el fantasma del padre muerto es la única vía de conciliación con uno mismo. Y es que, en rigor, los padres, aunque fallezcan, no desfallecen: «Más que morirse, mi padre lo que hizo fue perderse, largarse. [...] Lo que hizo fue desaparecer. Un acto de desaparición. Lo recuerdo muy bien: se quería largar. Una fuga. Se fugó de la realidad. Encontró una puerta y se marchó».
Cuando papá es el mercado
En su bello poema Carbón, Gonzalo Rojas (Lebu, Chile, 1916-Santiago, 2011) le invoca a su padre, un minero muerto muy joven, muchas décadas después, desde el porche de su casa: «¡Pasa, no estés ahí mojándote, debajo de la lluvia!». La gama de actitudes ante la figura paterna va desde la elegía sentida a la ironía mitigadora, como en esta ingeniosa filigrana de José-Miguel Ullán (Villarino de los Aires, Salamanca, 1944-Madrid, 2009): «Un padre —y el otro mengua— asusta un huevo». El padre ya no es más «la medida de todas las cosas», como en la humillación kafkiana; su lugar ha sido reemplazado por la calle, el mercado —ese espectro hoy de veras tan autoritario y temido—, y matarlo sería entonces como hacerse el harakiri. En palabras del neurólogo Alberto Portera (Caspe, Zaragoza, 1928-Madrid, 2019), «lo único que produce ya ‘matar al padre’ es una profunda orfandad. Uno mata a su padre, y fin del proceso: se queda tristemente sin padre. Ello, porque el verdadero padre con el que se ha de competir es la sociedad en su conjunto, y, sobre todo, la intemperie del mercado».
Por eso, vérselas con la figura paterna, con su fantasma de carne y hueso, termina siendo un ajuste de cuentas con uno mismo. En Ordesa, de Manuel Vilas (Barbastro, Huesca, 1962), padre e hijo son dos víctimas indisociables: «Todo cuanto le pasó a mi padre repercute en mi vida con una precisión milimétrica. Estamos viviendo la misma vida, con contextos diferentes, pero es la misma vida […] ¿Puedes imaginar un mundo en el que esté tu padre pero no estés tú, ni se te espere? El mayor misterio del hombre es la vida de aquel otro hombre que lo trajo al mundo […] «Era como si yo fuese una sombra; yo, que estoy vivo. Y él fuese de verdad; él, que está muerto».
Acaso, el insalvable desencuentro recíproco, en el reproche de la Carta al padre, de Jesús Aguado (Madrid, 1961), es solo otro estado de ánimo de la misma demanda. Más que malévolo, al padre se le ve pecando por omisión: «Se pasa el tiempo inexistiendo. Inexistente, inexistible, inexistidor»; «Alma desatenta, mi padre solo se acordaba de mí para olvidarme mejor. Sus olvidos eran memorables… Qué habría sido de mí sin sus olvidos». Como está en otra parte (en el mercado embarullado o en la sociedad escindida), al padre ya no se le mata, sino que, en todo caso, se le echa de más. De ahí la síntesis del hijo en el poemario: «Tengo dos padres. No tengo ninguno».
Y, a todo esto, ¿qué dice el padre de sí mismo? Nada más desmitificador que la inmortal escena legada por Juan Carlos Onetti (Montevideo, Uruguay, 1909-Madrid, 1994) en Cuando ya no importe, su libro testamentario: «... el recuerdo de la verdad nunca vista: madre horizontal, despatarrada y suplicante, padre muerto para el mundo, adhiriendo enfurecido sudores de pecho, inconsciente del ridículo vaivén de sus sobrias nalgas de varón». A. P.
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